John Keats - Oda a una urna griega



                                               I
¡Tú, novia de la calma que aún tu doncellez conservas!,
¡tú, criatura alimentada por el silencio y por el lento tiempo,
historiadora del bosque, que así expresar puedes
    un florido relato de forma más dulce que nuestras rimas!:
¿qué leyenda con hojas orlada vaga en torno a tu figura,
    ya de deidades, de mortales o de ambos,
          situada en el Tempe o en los valles de Arcadia?
    ¿Qué hombres o dioses son ellos?, ¿qué esquivas doncellas?,
¿qué persecución delirante?, ¿qué lucha por escapar?,
          ¿qué flautas y panderos?, ¿qué éxtasis salvaje?

                                               II
Dulces son las melodías oídas, pero aquellas nunca oídas
mucho más dulces son aún; por lo tanto, seguid tocando,
suaves flautas, no para el sensual oído, sino, más encariñadas,
    tocad canciones silenciosas para el alma.
Bello joven, bajo los árboles, no puedes tú abandonar tu canto,
    así como tampoco pueden quedar sin hojas esas ramas.
          Osado amante, nunca, nunca podrás tú besarla,
    por mucho que a sus labios te acerques; mas no te aflijas:
nunca podrá ella marchitarse, aunque no puedas tú la dicha alcanzar,
          ¡por siempre tú amarás, y ella hermosa permanecerá!

                                               III
¡Ah, felices, felices ramas, que no podéis perder
las hojas, ni decir jamás adiós a la perenne Primavera!;
¡y tú, feliz melodista, que, infatigable,
    por siempre entonas con tu flauta canciones nuevas!;
¡y tú, amor, aún más feliz, más feliz, feliz amor,
    por siempre cálido y aún por ser disfrutado,
          por siempre anhelante y por siempre joven!,
    todos muy por encima de la pasión humana,
la cual nos deja siempre el corazón triste y hastiado,
          la frente ardiente y la lengua penosamente abrasada.

                                               IV
¿Quiénes son aquellos que se dirigen hacia el sacrificio?
¿A qué verde altar, oh, misterioso sacerdote,
conduces tú a esa ternera que al cielo muge
    con sus sedosos flancos por guirnaldas cubiertos?
¿Qué pequeña aldea con río o costa lindante,
    o sobre montaña construida con pacífica ciudadela,
          quedó vacía de sus gentes esta piadosa mañana?
    ¡Ah, pequeña aldea, tus calles por siempre
en silencio quedarán, y ni un alma para explicar
          por qué tú desolada estás podrá jamás retornar!

                                               V
¡Oh, figura ática!, ¡noble actitud!, profusamente ornada
con hombres y doncellas en mármol cincelados,
con ramas de bosques y con hierbas holladas;
    ¡tú, forma silenciosa!, que nos sumes en el pensamiento
tal como la eternidad lo hace, ¡oh, fría pastoral!:
    cuando la vejez consuma a esta generación,
          tú sobrevivirás, entre aflicciones distintas a las nuestras,
    como una amiga para el hombre, a quien dices:
«La belleza es verdad, la verdad, belleza»; eso es todo
          lo que sabes en la tierra, y todo lo que saber necesitas.


Traducción de E. Ehrendost.


Disponible en Editorial Alastor:




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