Algernon Charles Swinburne - Nefelidia



Desde las profundidades del somnoliento declinar de la aurora,
      por entre un notable nimbo de nebuloso brillo diurno,
pálidas y rosáceas como las palmas de la flor bandera
      que se estremece de miedo ante las moscas que la acosan,
¿son miradas de nuestros amantes que se inclinan lustrosamente,
      desde una maravilla de mística luz lunar milagrosa,
estas que en la sangre de nuestros rubores sentimos
      y que con palpitaciones en nuestras gragantas se amontonan,
que se amontonan y se emocionan como un atestado teatro
      frente a la atracción de la espantosa agitación de un actor,
más débiles por el temor a los fuegos del futuro
      que pálidas por la promesa de orgullo en el pasado,
encendidas con el famélico hartazgo de la fiebre
      que enrojece con el veloz esplendor de la recreación,
y delgadas como el más horrendo de los destellos que brillan
      en la oscuridad del ocaso cuando los espíritus huyen con horror?
No, pues el límite del tic-tac del tiempo
      es un trémulo ataque en los templos del terror,
tenso como los tendones siempre agarrotados en lucha
      del muerto que yace mudo como el polvo de la muerte,
seguramente sin alma, dulce como el espasmo
      del erótico y exquisito error emocional,
y bañado en los bálsamos de la beatífica dicha
      tornada en beatífica por el aliento de la misma beatitud.
De seguro que ningún espíritu o sentido de alma
      que fue suave al espíritu y al alma de nuestros sentidos
endulza la tensión de la suspirante sospecha
      que solloza con toda la apariencia y el sonido de un suspiro;
por lo pronto, sólo este oráculo se abre olímpico
      en tiempos triangulares y modos místicos:
«La vida es la lujuria de la lámpara por la luz
      que permanece oscura hasta el amanecer del día en que morimos».
Suave es la sombría y monótona música de la memoria,
      por melodiosamente silenciosa que pueda estar,
mientras la esperanza en el corazón de un héroe es golpeada
      por el abuso de las estocadas de los hombres, resignados a la vara,
que se amansan como una madre los latidos de cuyo seno mueren
      en el bulto portador de dicha de un bebé que respira bálsamos,
mientras caminan a tientas por el cementerio de las creencias
      bajo cielos que se tiñen de verde gimiendo por la maldad de Dios.
En blanco se halla el libro de su generosidad conocido de antaño,
      y su encuadernación es más negra que azul;
de un negro que proviene del azul están hechos los cielos
      y sus rocíos son el vino del desangrarse de todos los seres;
así será hasta que el oscuro deseo del deleite sea liberado
      como un cervato que es liberado de los colmillos que lo persiguen,
y hasta que los latidos del infierno sean acallados por un himno
      de la cacería que ha atormentado a los perros de los reyes.


Traducción de E. Ehrendost.


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