John Milton - L'Allegro / Il Penseroso



                              L'Allegro

De ahora en más, aborrecida Melancolía,
    nacida de Cerbero y de la más negra noche
en una desolada caverna estigia,
    entre hórridas formas, gritos y visiones impías,
encuentra alguna espantosa celda
    en la que la oscuridad despliegue sus celosas alas
mientras el cuervo de la noche canta,
    y allí, bajo sombras de ébano y ceñudas rocas
tan escabrosas como tus rizos,
    en un oscuro desierto cimerio por siempre mora.

Pero tú ven a mí, diosa hermosa y libre,
en el cielo llamada Eufrósine
y por los hombres regocijante Alegría,
a quien la hermosa Venus en un parto,
junto a otras dos gracias como hermanas,
al dios Baco coronado de hiedra dio;
o tal vez, como algunos más sabios cantan,
a quien el travieso viento de la primavera,
Céfiro, mientras jugaba con Aurora
una vez que se encontraron en mayo
sobre lechos de azules violetas
y frescas rosas bañadas de rocío,
con su amiga engendró, una hija hermosa,
tan cordial, animada y encantadora.

Apresúrate, ninfa, y trae contigo
las bromas y el juvenil espíritu festivo,
las burlas, las ocurrencias, las joviales tretas,
las señas, los guiños y las amplias sonrisas
similares a las que rondan las mejillas de Hebe
y aman vivir en esos radiantes hoyuelos;
la Diversión, que a la adusta Inquietud ridiculiza,
y la Risa, que sin cesar sus dos lados estira.
Ven y danza con agilidad mientras caminas
sobre las ligeras y fantásticas puntas de tus pies;
conduce contigo, tomada de tu mano derecha,
a esa ninfa de la montaña, la dulce Libertad;
y si te rindo el honor debido,
Alegría, admíteme entre los tuyos
para vivir con ella y para vivir contigo
en placeres libres y permitidos;
para oír a la alondra iniciar su vuelo
y sobresaltar a la noche con su canto,
desde su torre vigía en los cielos,
hasta el despertar de la moteada mañana,
y entonces levantarme, a pesar de la tristeza,
y en mi ventana dar los buenos días
a través de la zarza, la viña
o la retorcida madreselva,
mientras el gallo con su viva melodía
disipa la retaguardia de la oscuridad
y en el almiar, o a la puerta del granero,
ufanamente ante sus damas se pavonea;
y escuchar a menudo a los sabuesos y el cuerno
despertar alegremente al dormido amanecer
desde la falda de alguna neblinosa colina
produciendo agudos ecos en los bosques;
y a veces caminar, no sin ser visto,
entre olmos y arbustos, por verdes montes,
derecho hacia el portal oriental
desde el cual el sol inicia su ceremonia,
ataviado en llamas y luz ambarina
y bajo nubes engalanadas con mil libreas,
mientras el labrador, en las cercanías,
silba sobre la tierra surcada,
la joven lechera feliz canturrea,
el segador afila su guadaña
y cada pastor cuenta sus ovejas
bajo los espinos del valle.

Y ya mis ojos nuevos placeres atrapan
mientras recorren el paisaje circundante:
céspedes rojizos y grises barbechos
donde se pierden los rebaños que pastan;
montañas en cuyos áridos pechos
las henchidas nubes con frecuencia descansan;
prados adornados con coloridas margaritas;
arroyos poco profundos y ríos anchurosos;
y enhiestas torres de robustos almenajes
por sobre frondosos árboles erguidas
en las que acaso alguna bella dama viva,
la atracción de todas las miradas vecinas.
Cerca de allí, la chimenea de una cabaña
humea en medio de dos añosos robles,
donde Coridón y Tirsis juntos se sientan
ante una sabroso plato de hierbas
y de otros manjares de la región
que la pulcra Filis adereza
antes de salir, presurosa,
para con Testilis atar gavillas
o, en una estación más temprana,
dirigirse al viejo henil en la pradera.
A veces con despreocupado deleite
los caseríos de las tierras altas nos convocarán,
cuando las alegres campanas repiquen
y los jocundos violines suenen
para numerosos mozos y doncellas
que bailarán entre las sombras dispersas;
y jóvenes y ancianos irán a entretenerse
por igual en el soleado día de fiesta
hasta que la luz del sol desaparezca;
entonces beberán la sabrosa y oscura cerveza
y contarán muchas historias de proezas
o de cómo el hada Mab los dulces saborea;
una asegurará que fue pellizcada por espíritus,
otro dirá que por fuegos fatuos fue conducido
y narrará cómo transpiró el afanoso duende
para ganarse su merecido cuenco de crema
cuando, en una sola noche, antes del despuntar
de la aurora, con su ligero mayal molió el maíz
que diez hombres no habrían podido en un día
para luego recostarse, el benéfico trasgo,
y, estirado al lado de la chimenea,
calentar junto al fuego su peluda fuerza,
huyendo por último totalmente saciado
antes de que el primer gallo entonara su canto.
Terminados los cuentos, a la cama se dirigen
y el susurrar del viento pronto al sueño los arrulla.
Entonces nos atraen ciudadelas de torres
y el atareado canturrear de sus hombres,
donde numerosos caballeros y audaces barones
en atavíos de paz grandes triunfos celebran
frente a muchas doncellas cuyos brillantes ojos
llueven influencia mientras juzgan el premio
de astucia o de armas cuando ellos contienden
para ganar su gracia, que todos alaban.
Y que a menudo aparezca allí Himeneo
en vestiduras azafranadas y con antorchas,
pompa, diversión, máscaras y antiguo fausto,
vistas tales como las que los jóvenes poetas
sueñan junto a arroyos encantados
en las cálidas noches de verano.
Luego acudiremos al meritorio teatro
si pisan el escenario los zuecos del sabio Jonson
o si el dulce Shakespeare, el hijo de la Fantasía,
entona las salvajes notas de sus bosques nativos;
y que siempre, haciéndome olvidar mi apetito,
me envuelvan esos suaves aires lidios
casados con versos inmortales,
tales como los que pueden penetrar el alma
con notas, con muchas cautivadoras ráfagas
de encadenada dulzura exhalada,
con voluptuosa atención y vertiginoso saber,
y con la voz deshaciéndose a través de laberintos
y desentrelazando todas las cadenas que atan
el oculto espíritu de la armonía,
de modo tal que el mismo Orfeo,
alzando su cabeza de su dorado sueño
en un lecho de amontonadas flores elíseas,
podría oír melodías como las que acaso
ganaron el oído de Plutón hasta el punto
de moverlo a liberar a su casi recuperada Eurídice.

Si puedes concederme todos estos deleites,
Alegría, contigo entonces viviré para siempre.



                              Il Penseroso

De ahora en más, vanas alegrías engañosas,
    hijas de la locura concebidas sin padre alguno,
por poco que ayudabais o distraíais
    con vuestros juguetes a la mente concentrada,
morad en algún cerebro ocioso
    y atraed sus necias fantasías con formas llamativas,
tan apiñadas e incontables
    como las motas que danzan en los rayos de sol,
o como fluctuantes sueños mejor,
    los volubles acompañantes del séquito de Morfeo.

Pero a ti te saludo, diosa sabia y sagrada,
te saludo, oh, divina Melancolía,
tú cuyo santo rostro es demasiado brillante
para ser percibido por la vista humana,
y que por consiguiente nuestra débil visión ve
cubierto por el oscuro matiz de la grave Sabiduría,
negro, pero tal como el que en estima podría
el de una hermana del príncipe Memnón parecer,
o el de esa constelada reina etíope que intentó
poner las alabanzas a su belleza por encima
de las nereidas, y que así sus poderes ofendió;
mas tú desciendes de un linaje aún más alto:
Vesta la de lustrosos cabellos, mucho tiempo atrás,
de los abrazos del solitario Saturno te engendró,
aun siendo ella su hija, pues en el reino de aquel
tales uniones no eran consideradas una mancha;
con frecuencia en esplendorosas glorietas y claros
se encontraron, así como en las secretas umbrías
de la arboleda más oculta del boscoso Ida,
mientras el temor a Júpiter aún no existía.

Ven, pensativa monja, pura y devota,
constante, recatada y sobria,
ataviada con un manto de oscura tela
fluyendo en una majestuosa cola
y con una negra estela de lana de Chipre
echada sobre tus decentes hombros;
ven, mas tu habitual comportamiento mantén,
con paso medido y andar pensativo,
con miradas que comercian con los cielos
y tu alma extasiada asomando en tus ojos,
y así, retenida en pasión divina,
olvídate de ti hasta volverte mármol
para por último, dejando caer tu triste rostro,
fijar tus pupilas igual de firmemente en el suelo;
y que se unan a ti la calma Paz y el Sosiego;
y guarda el Ayuno, que con los dioses a menudo
lleva su dieta, oyendo a las musas cantar
en un círculo alrededor del altar de Jove;
y añade a estos el retirado Ocio,
que en elegantes jardines su placer encuentra;
pero primero, y principalmente, trae contigo
a aquel que allí vuela con doradas alas
guiando el trono de ardientes ruedas,
el querube de la Contemplación;
y al mudo Silencio chista hasta aquí,
a no ser que Filomela se digne a cantar
con su dulce y triste solemnidad,
suavizando el áspero ceño de la noche,
mientras Cintia detiene su tiro de dragones
apaciblemente sobre el acostumbrado roble.
¡Dulce ave que rehúyes el bullicio del vulgo,
tú, la más musical, la más melancólica!,
a ti, eterna cantora, a través de los bosques
a menudo busco, a fin de oír tu canto nocturno,
y, no pudiendo hallarte, camino, sin ser visto,
sobre el seco y suavemente recortado verde
con el propósito de ver a la errante luna
cabalgar cerca de su más alto cénit,
cual si se hubiese extraviado
a través de la llanura sin senderos del cielo,
para luego, como si sólo inclinara su cabeza,
sobre alguna mullida nube recostarse.

A menudo, desde un terreno elevado, escucharé
el lejano sonido de la campana del toque de queda
elevándose sobre alguna extensa zona costera
mientras oscila con lento y melancólico tañido;
o, si el clima tal cosa no permite,
algún tranquilo y apartado lugar servirá,
donde a través del cuarto brillantes rescoldos
enseñen a la luz a imitar a la oscuridad,
lejos de toda presencia de alegría
salvo por la del grillo en la chimenea
o la del somnoliento ensalmo con que el centinela
bendice contra nocturnos daños a las puertas.
O que mi lámpara, a la hora de medianoche,
sea vista en alguna alta y solitaria torre
en la cual pueda yo a menudo superar en vigilia
a la Osa con el tres veces grande Hermes,
o invocar al espíritu de Platón para aclarar
qué mundos o qué vastas regiones albergan
a la mente inmortal que ha abandonado
su etérea mansión en este rincón mortal,
o a los de aquellos demonios que habitan
en el fuego, en el aire, bajo tierra o en el mar,
y cuyos poderes tienen un verdadero acuerdo
con los planetas o con los elementos.
Y que a veces la magnífica Tragedia,
con su pompa real, se acerque majestuosa
presentando a Tebas, a la estirpe de Pélope
o alguna narración de la divina Troya,
o aquello, aunque raro, con que recientes tiempos
han ennoblecido el escenario por coturnos pisado.
¡Mas, oh, triste virgen, si tan sólo tu poder
pudiese resucitar a Museo de su bosquecillo
o hacer al alma de Orfeo cantar tales notas
como las que, entonadas con las cuerdas,
pudieron arrancar lágrimas de hierro a Plutón
y moverlo a conceder lo que buscaba el amor;
si pudieses llamar a aquel que por la mitad
dejó la historia del audaz Cambuscán,
de Cambalo, de Algarsif y de aquel
que tomó por esposa a Canacé
y que poseía el anillo y el cristal mágicos,
así como el maravilloso corcel de bronce
en el cual el rey tártaro cabalgó;
y sumado a ello todas las otras cosas
que los grandes bardos, con solemnes tonos,
han cantado de torneos, de colgados trofeos,
de bosques umbrosos y de hechizos espantosos,
donde se dice mucho más de lo que al oído llega!
Así me verás a menudo en tu pálida carrera,
Noche, hasta que la amable Mañana aparezca,
no ataviada y adornada como acostumbraba
al salir de caza con el joven de Atenas,
sino envuelta en una decente nube
mientras los feroces vientos silban y arrecian,
o precedida por un apacible chaparrón
que, cuando las ráfagas han agotado su fuerza,
termina cayendo sobre las susurrantes hojas
en espaciadas gotas desde los aleros.
Y cuando el sol comience a arrojar
sus flamígeros rayos, diosa, llévame
a las abovedadas sendas de bosques umbrosos
y a las marrones sombras, por Silvano amadas,
de pinos o de monumentales robles
donde la ruda hacha, con esforzado golpe,
nunca haya sido oída asustando a las ninfas
o ahuyentándolas de sus sagradas arboledas.
Allí, en un secreto refugio junto a algún arroyo
donde ninguna mirada profana pueda verme,
ocúltame del dorado ojo del día,
mientras la abeja manchada de miel,
que canta durante sus floridas labores,
y el monótono murmullo de las aguas
inviten, uniéndose en solemne armonía,
al apacible Reposo de plumas de rocío;
y que algún extraño y misterioso sueño
agite de sus alas una etérea visión onírica
que de vívida manera ante mi mente se exhiba,
suavemente proyectada sobre mis párpados;
y, cuando despierte, suspira dulce música
arriba, alrededor y por debajo de mí,
enviada por algún espíritu para bien mortal
o por el invisible genio de los bosques.
Pero que mis rectos pasos nunca dejen
de hollar los reductos del estudioso claustro
ni yo de amar el alto techo abovedado,
con sus antiguos y resistentes pilares
y los ventanales, ricamente ornados con historias,
que sólo dejan filtrar una luz lóbrega y religiosa;
y que allí el atronador órgano resuene,
junto al coro de variadas voces debajo,
en altos servicios y claros himnos
capaces de cautivar con su dulzura mis oídos
para disolverme en éxtasis prolongados
y traer al mismo Cielo ante mis ojos.
Y que finalmente mi cansada edad
encuentre la tranquila ermita,
el abrigado ropaje y la musgosa celda
donde pueda sentarme y nombrar correctamente
cada estrella que el firmamento ostenta
y cada hierba que del rocío abreva
hasta que la vieja experiencia alcance
algo similar a los saberes de un profeta.

Otórgame, Melancolía, todos estos placeres
y contigo entonces elegiré morar para siempre.


Traducción de E. Ehrendost.


Disponibles con notas en Editorial Alastor:




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