Charles Baudelaire - Las flores del mal



               Spleen e ideal

                               002. El albatros

A menudo, para divertirse, los marineros suelen
atrapar albatros, grandes pájaros de los mares
que siguen, como indolentes compañeros de viaje,
al navío que se desliza sobre los abismos amargos.

No bien los arrojan sobre las planchas de cubierta,
estos reyes del cielo, torpes y avergonzados,
dejan caer lastimosamente sus grandes alas blancas,
que entonces cuelgan como remos a sus costados.

¡Qué torpe y qué débil es allí ese viajero alado!
Hace poco tan bello, ¡qué cómico y qué feo!
Uno lo provoca golpeándole el pico con una pipa;
otro imita, cojeando, la invalidez del que volaba.

El poeta es semejante a ese príncipe de las nubes
que frecuenta tempestades y se burla del arquero:
exiliado en el suelo, entre mofas y abucheos,
sus alas de gigante le impiden caminar.



                     075. Tristezas de la luna

Esta noche la luna sueña con más pereza,
como una bella mujer sobre numerosos cojines
que acaricia, con mano ligera y distraída,
el contorno de sus senos antes de dormirse.

Sobre la satinada espalda de suaves avalanchas,
moribunda, se entrega a prolongados desmayos
y pasea sus ojos por las blancas visiones
que en el azul ascienden como floraciones.

Cuando sobre este mundo, en su languidez ociosa,
alguna lágrima furtiva cada tanto deja caer,
un poeta piadoso, enemigo del sueño,

en el hueco de su mano recoge esa pálida lágrima,
fragmento de ópalo de irisados reflejos,
y en su corazón, lejos de los ojos del sol, la encierra.



                      082. El muerto gozoso

En una tierra fértil, llena de caracoles,
una fosa profunda yo mismo quiero cavar
en la que pueda tumbar mis viejos huesos
y dormir en el olvido cual tiburón en las olas.

Odio los testamentos y odio las sepulturas;
antes de implorar una lágrima a nadie,
preferiría invitar a los cuervos a ensangrentar,
aún vivo, sus picos en mi inmundo esqueleto.

¡Oh, gusanos, oscuros compañeros sin oídos ni ojos,
ved venir a vosotros un muerto libre y gozoso!
¡Vividores filósofos, hijos de la putrefacción,

pasad sin remordimiento a través de mis ruinas
y decidme si aún queda alguna tortura para este viejo
cuerpo sin alma y muerto entre los muertos!



                                  089. Spleen

Cuando el cielo bajo y grávido pesa como una losa
sobre el gimiente espíritu preso de largos tedios
y, abrazando todo el círculo del horizonte,
nos depara un negro día más triste que las noches;

cuando la tierra se ha vuelto un húmedo calabozo
en el que la Esperanza, como un murciélago,
se va dando golpes contra los muros con sus tímidas alas
y chocando la cabeza contra los pútridos techos;

cuando la lluvia, derramando sus inmensos torrentes,
imita los barrotes de una vasta prisión,
y un mudo pueblo de infames arañas viene
a tejer sus telas en el fondo de nuestras mentes;

unas campanas comienzan de pronto a sonar
con furia y lanzan al cielo un aullido espantoso,
similar al de los espíritus errantes y sin patria
que se ponen a gemir con obstinación;

y largas comitivas fúnebres, sin tambores y sin música,
desfilan lentamente por mi alma; la Esperanza,
vencida, llora; y la atroz Aflicción, despótica,
sobre mi cráneo inclinado su negro estandarte enarbola.



               Flores del mal

                          128. La destrucción

El Demonio se agita sin cesar a mi lado,
flota a mi alrededor como un aire impalpable;
lo respiro y siento que quema mis pulmones,
llenándolos de un ansia sempiterna y culpable.

Sabiendo lo mucho que amo el Arte,
toma a veces la forma de la mujer más seductora,
y con especiales e hipócritas pretextos
acostumbra mis labios a filtros degradantes.

Lejos de la vista de Dios, así me lleva,
jadeante y deshecho de cansancio,
al centro de los llanos del tedio, profundos y desiertos,

y arroja ante mis ojos llenos de confusión
vestiduras manchadas, heridas entreabiertas,
y el sangriento aparato que implica Destrucción.



                  134. Las dos buenas hermanas

La Lujuria y la Muerte son dos amables muchachas,
pródigas en besos y ricas en salud,
cuyos vientres siempre vírgenes y cubiertos de harapos
pese al cultivo eterno jamás fructificaron.

Al poeta siniestro, enemigo de las familias,
favorito del Infierno, cortesano de rentas escasas,
sepulcros y lupanares muestran bajo sus enramadas
un lecho que los remordimientos nunca han frecuentado;

y la cripta y la alcoba fecundas en blasfemias
nos ofrecen por turno, como dos buenas hermanas,
espantosas dulzuras y terribles placeres.

¿Cuándo querrás enterrarme, oh, Lujuria de brazos inmundos?
Y tú, oh Muerte, su rival en atractivos, ¿cuándo vendrás
a plantar sobre sus mirtos infectos tus siempre negros cipreces?



             138. Las metamorfosis del vampiro

La mujer, entre tanto, de su boca de fresa,
mientras se retorcía como una serpiente sobre las brasas
y se amasaba los senos sobre las ballenas de su corset,
dejaba deslizar estas palabras impregnadas de almizcle:
«Tengo los labios húmedos y conozco la ciencia
de perder en el fondo de un lecho la antigua conciencia.
Seco todas las lágrimas en mis pechos triunfantes
y hago que los ancianos rían con risas de infantes.
Sustituyo, para quien me ve desnuda y sin velos,
a la luna, al sol, a las estrellas y al cielo.
Soy, mi querido sabio, tan experta en placeres
cuando aprisiono a un hombre entre mis temidos brazos
o abandono a los mordiscos mi busto alabado,
frágil y robusta, tímida y libertina,
que, sobre estos colchones que se desmayan de emoción,
los impotentes ángeles por mí se condenarían».

Cuando hubo de mis huesos chupado toda la médula
y lánguidamente me volví yo hacia ella
para ofrendarle un beso de amor, no vi más
que un odre de flancos viscosos, rebosante de pus.
Cerré ambos ojos, en mi helado horror,
y, cuando volví a abrirlos a la viva claridad,
vi a mi lado, en lugar del poderoso maniquí
que parecía haber hecho provisión de sangre,
un esqueleto cuyos restos, entrechocándose en confusión,
producían un grito semejante al de una veleta
o cartel que, en la punta de una vara de hierro,
es balanceado por el viento en las largas noches de invierno.



                   Rebelión

                              142. Abel y Caín

                                             I
             Raza de Abel, duerme bebe y come;
             Dios te sonríe complaciente.

             Raza de Caín, arrástrate en el fango
             y muere miserablemente.

             Raza de Abel, tu sacrificio
             agrada al olfato del Serafín.

             Raza de Caín, ¿acabará
             tu suplicio alguna vez?

             Raza de Abel, ves prosperar
             tus siembras y tu ganado.

             Raza de Caín, tus entrañas
             aúllan hambrientas como un perro viejo.

             Raza de Abel, calienta tu vientre
            en tu hogar patriarcal.

             Raza de Caín, tiembla de frío
             en tu antro, ¡pobre chacal!

             Raza de Abel, ¡ama y prolifera!,
             tu oro también se multiplica.

             Raza de Caín, ardiente corazón,
             guárdate de esos apetitos.

             Raza de Abel, tú creces y roes
             como las chinches la madera.

             Raza de Caín, arrastra por los caminos
             a tu arruinada familia.

                                             II
             ¡Ah!, raza de Abel, tu carroña
             abonará el humeante suelo.

             Raza de Caín, tu tarea
             aún no ha sido terminada.

             Raza de Abel, para tu vergüenza,
            las cadenas fueron vencidas por el puñal.

             Raza de Caín, sube al cielo
             ¡y arroja a Dios sobre la tierra!



                     143. Las letanías de Satán

Oh, tú, el más sabio y más bello de los ángeles,
Dios traicionado por el destino y de alabanzas privado,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Oh, Príncipe del exilio, a quien se ha agraviado
y que, vencido, siempre más poderoso vuelves a levantarte,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que todo lo sabes, gran Rey de las cosas subterráneas,
tú, familiar sanador de las angustias humanas,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que hasta a los leprosos y a los parias malditos
enseñas mediante el amor el sabor del Paraíso,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Oh, tú, que de la Muerte, esa amante vieja y poderosa,
engendras la Esperanza, esa adorable loca,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que das al condenado esa mirada en torno al cadalso
que, arrogante y serena, a todo un pueblo condena,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que sabes en qué rincones de las tierras envidiosas
el celoso Dios ocultó sus piedras preciosas,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú cuya clara mirada conoce los profundos arsenales
en los que duerme amortajado el pueblo de los metales,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú cuya mano extendida oculta los precipicios
al sonámbulo que vaga al borde de los edificios,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que, mágicamente, haces flexibles los viejos huesos
del borracho rezagado atropellado por los caballos,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que, para consolar al sujeto frágil que sufre,
nos enseñas a mezclar el salitre y el azufre,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que pones tu marca, ¡oh, cómplice sutil!,
en la frente del Creso despiadado y vil,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que pones en el corazón y los ojos de las muchachas
el culto a las heridas y el amor por los harapos,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Báculo del desterrado, lámpara del inventor,
confesor del ahorcado y del conspirador,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Padre adoptivo de aquellos a quienes, en su negra cólera,
Dios padre del Paraíso terrenal expulsó,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

                                      Oración
¡Gloria y alabanza a ti, Satán, en las alturas
del Cielo, donde reinas, y en las profundidades
del Infierno, donde, vencido, en silencio sueñas!
¡Haz que mi alma un día, bajo el árbol de la Ciencia,
cerca de ti descanse, en la hora en que sobre tu frente
como un templo nuevo sus ramas se extiendan!


Traducciones de E. Ehrendost.


Disponibles en Editorial Alastor:




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