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Edgar Allan Poe - Solo



Desde la hora de mi niñez nunca fui
como los otros eran, nunca vi
como los otros veían, jamás pude extraer
mis pasiones de un manantial común
ni obtener de sus mismas fuentes
mi tristeza, nunca pude despertar
mi corazón a la alegría en su mismo tono,
y todo lo que amé lo amé solo.
Entonces, en mi niñez, en el amanecer
de una tormentosa vida, surgió,
del fondo de cada dicha y pesar,
el misterio que aún me tiene atado:
del torrente y el manantial,
del rojo acantilado de la montaña,
del sol que sobre mí rodó
en su otoñal tinte de oro,
del relámpago en el cielo
al pasarme volando a un lado,
del trueno y la tormenta,
y de la nube que tomó la forma,
cuando el resto del cielo estaba azul,
de un demonio en mi visión.



Traducción de E. Ehrendost.

Edgar Allan Poe - La durmiente



A la medianoche, en el mes de junio,
camino bajo una luna mística.
Un narcótico vapor, tenue como rocío,
se derrama de su dorado borde
y, cayendo suavemente, gota a gota,
sobre la silenciosa cima de la montaña,
de manera musical y somnolienta
se introduce en el valle universal.
El romero se inclina sobre el sepulcro;
recuéstase el lirio sobre la ola;
mientras la niebla envuelve su seno,
la ruina se deteriora en el reposo;
y el lago, viéndose como el Leteo,
parece dormitar conscientemente,
y no va, por el mundo, a despertar.
¡Toda la Belleza duerme!, ¡y ved allí,
donde Irene yace con sus Destinos!

¡Oh, hermosa dama!, ¿puede estar bien
esta ventana abierta a la noche?
Desde los árboles, impúdicas brisas
a través del enrejado se filtran riendo;
incorpóreas como alborotadas hechicerías,
revolotean por tu cámara entrando y saliendo,
y hacen ondear el cortinado dosel
tan caprichosa y espeluznantemente
sobre esos cerrados y orlados párpados
bajo los cuales se oculta tu durmiente alma,
que, sobre el suelo y por las paredes,
como espectros las sombras se desplazan.

¡Oh, querida dama!, ¿no tienes miedo?
¿Por qué y qué cosa estás allí soñando?
De seguro has venido de mares lejanos,
una maravilla para estos árboles de jardín.
¡Cuán extraños son tu vestido, tu palidez
y, sobre todo, el largo de tus cabellos,
así como este solemne silencio!

La dama duerme. ¡Oh, que su sueño,
que es duradero, sea también profundo!
¡Que el cielo la tenga en su sagrado seno,
en una cámara mucho más pura que esta
y en un lecho aún más melancólico!
¡A Dios ruego que pueda ella descansar
con sus ojos por siempre cerrados
mientras los pálidos fantasmas a su lado pasan!

¡Mi amor, ella duerme! ¡Oh, que su sueño,
así como es eterno, sea también profundo!
¡Que suaves los gusanos sobre ella se arrastren!
Puede que lejos, en el bosque sombrío y añoso,
para ella alguna elevada cripta se abra,
alguna cripta cuyos negros y alados paneles
a menudo se hayan levantado y desplegado,
triunfantes, sobre los suntuosos ataúdes
de los funerales de su distinguido linaje;
algún viejo sepulcro, remoto y solitario,
contra cuyo portal ella haya arrojado
en su infancia varias piedras ociosas;
alguna tumba de cuya resonante puerta
ya no volverá a forzar un eco para creer
con emoción, ¡pobre hija del pecado!,
que eran los muertos gimiendo del otro lado.



Traducción de E. Ehrendost.

Edgar Allan Poe - Ulalume



Los cielos estaban cenicientos y sobrios,
las hojas estaban secas y marchitas,
las hojas estaban mustias y marchitas;
era una noche del solitario octubre
de mi año más difícil de recordar;
era muy cerca del sombrío lago de Auber,
en la neblinosa región central de Weir;
era cerca de la húmeda marisma de Auber,
en el bosque asediado por vampiros de Weir.

Allí una vez, a través de un titánico paseo
de cipreses, vagué con mi Alma;
entre cipreses, con Psique, mi Alma.
Eran los tiempos en que mi corazón era volcánico
como los ríos de escoria que ruedan,
como las lavas que sin descanso hacen rodar
sus sulfurosas corrientes por el monte Yaanek
en los más extremos climas del polo;
que gimen mientras ruedan por el monte Yaanek
en los gélidos reinos del polo boreal.

Nuestro diálogo había sido serio y sobrio,
pero nuestras decrépitas mentes estaban marchitas,
nuestras traicioneras memorias estaban marchitas,
pues no sabíamos que el mes era octubre,
y no advertimos la noche del año
(¡ah, la noche entre todas las noches del año!),
ni reconocimos el sombrío lago de Auber
(aunque ya una vez habíamos ido hasta allí),
ni recordamos la húmeda marisma de Auber,
ni el bosque asediado por vampiros de Weir.

Y entonces, mientras la noche estaba senescente
y los cuadrantes estelares indicaban la mañana,
y los cuadrantes estelares insinuaban la mañana,
sobre el final de nuestro camino surgió
un licuescente y nebuloso resplandor
del cual un milagroso cuarto creciente
con cuerno duplicado se levantó;
el cuarto creciente de diamantes de Astarte,
distintivo por su cuerno duplicado.

Y dije: «Es más cálida que Diana:
rueda a través de un éter de suspiros,
se recrea en una región de suspiros;
ha visto que las lágrimas no están secas
en estas mejillas, donde el gusano nunca muere,
y ha dejado atrás las estrellas del León
para indicarnos el camino a los cielos,
a la paz letea de los cielos;
asciende, a pesar del León, para brillar
sobre nosotros con sus centelleantes ojos;
asciende, a través de la guarida del León,
con amor en sus luminosos ojos».

Pero Psique, levantando un dedo, dijo:
«Lamentablemente, de esa estrella desconfío;
extrañamente, de su palidez desconfío.
¡Oh, apresúrate! ¡Oh, no nos demoremos!
¡Oh, huye, huyamos, pues debemos hacerlo!».
Habló aterrorizada, dejando caer
sus alas hasta arrastrarlas por el polvo;
en agonía sollozó, dejando caer
sus plumas hasta arrastrarlas por el polvo,
hasta arrastrarlas dolorosamente por el polvo.

Le respondí: «Esto no es más que sueño:
¡continuemos bajo esta trémula luz!
¡Bañémonos en esta cristalina luz!
Su esplendor sibilino está brillando
con esperanza y belleza esta noche.
¡Mira: asciende por los cielos en la noche!
¡Ah, podemos confiar sin peligro en su fulgor
y estar seguros de que nos guiará bien;
podemos confiar sin peligro en su fulgor
que no puede sino guiarnos bien,
puesto que asciende al Cielo en la noche!».

Así calmé a Psique, tras lo cual la besé,
intentando sacarla de su melancolía,
venciendo sus temores y melancolía,
y llegamos al final de todo aquel paisaje,
pero nos detuvo la puerta de un sepulcro,
la puerta de un sepulcro con una inscripción,
y dije: «¿Qué hay escrito, dulce hermana,
en la puerta de este sepulcro con una inscripción?».
Y ella respondió: «¡Ulalume! ¡Ulalume!
¡Es la cripta de tu perdida Ulalume!».

Entonces mi corazón se puso ceniciento y sobrio,
como las hojas que estaban secas y marchitas,
como las hojas que estaban mustias y marchitas,
y grité: «¡Fue sin duda en octubre,
en esta misma noche del año pasado,
que vine... que vine hasta aquí,
que traje una espantosa carga hasta aquí,
en esta noche entre todas las noches del año!
¡Ah!, ¿qué demonio me atrajo hasta aquí?
Bien reconozco, ahora, este sombrío lago de Auber,
esta neblinosa región central de Weir;
bien reconozco, ahora, esta húmeda marisma de Auber,
este bosque asediado por vampiros de Weir».

Y entonces dijimos, ambos: «¡Ah!, ¿puede ser
que los vampiros necrófagos del bosque,
los piadosos y misericordiosos vampiros,
para detener y prohibir nuestro camino
al secreto que yace en estos sitios,
a aquello que yace escondido en estos sitios,
hayan sacado el espectro de un planeta
fuera del limbo de las almas lunares,
ese pecaminoso planeta centelleante
fuera del infierno de las almas planetarias?».


Traducción de E. Ehrendost.

Edgar Allan Poe - El cuervo



En una sombría medianoche, mientras meditaba, débil y cansado,
sobre varios raros y curiosos volúmenes de saber olvidado,
y mientras cabeceaba, casi adormeciéndome, oí de pronto un golpear,
como de alguien suavemente llamando a la puerta de mi cámara.
«Es algún visitante —murmuré— golpeando a la puerta de mi cámara,
                                                                                                 sólo eso y nada más.»

¡Ah!, claramente recuerdo que fue en el frío diciembre,
y cada agonizante rescoldo proyectaba su fantasma sobre el suelo.
Con ansias esperaba yo el amanecer; en vano había buscado encontrar
en mis libros alivio de la tristeza, tristeza por la perdida Lenore,
por la preciosa y radiante doncella a quien los ángeles llaman Lenore,
                                                                                                 sin nombre aquí por siempre jamás.

Y el sedoso, triste, incierto susurrar de cada cortinado púrpura
espantábame, llenándome de fantásticos terrores nunca antes sentidos;
entonces, para el latir de mi corazón aquietar, me puse de pie repitiendo:
«Es algún visitante solicitando entrada a la puerta de mi cámara,
algún tardío visitante solicitando entrada a la puerta de mi cámara;
                                                                                                 eso es y nada más».

Entonces mi alma cobró vigor y, ya no vacilando más:
«Señor —dije— o señora, verdaderamente imploro vuestro perdón,
pero el hecho es que adormecíame yo, y tan suavemente llamasteis,
tan débilmente golpeasteis, golpeasteis a la puerta de mi cámara,
que apenas estaba seguro de que os oía», y abrí entonces la puerta;
                                                                                                 la oscuridad allí y nada más.

Escudriñando esa oscuridad, me quedé ahí preguntándome, temiendo,
dudando, soñando sueños que ningún mortal antes se atrevió a soñar;
pero el silencio no fue roto, y la quietud no delató señal alguna,
y la única palabra allí pronunciada fue el susurro de «¡Lenore!».
Eso susurré, y un eco murmuró en respuesta la palabra de «¡Lenore!».
                                                                                                 Eso únicamente y nada más.

De vuelta a la cámara volviéndome, con mi alma ardiendo en mi interior,
pronto oí nuevamente un golpear, algo más fuerte que el anterior.
«De seguro —dije—, de seguro es algo en el enrejado de mi ventana;
veamos, pues, qué es lo que allí hay y este misterio exploremos;
que mi corazón se aquiete un momento y este misterio exploremos;
                                                                                                 es el viento y nada más».
 
Bruscamente abrí los postigos, y entonces, entre revoloteos y aleteos,
se introdujo un majestuoso Cuervo de los santos días de antaño.
No realizó la menor reverencia, ni por un instante se detuvo o serenó,
sino que, con porte señorial, sobre la puerta de mi cámara se posó,
en un busto de Palas situado sobre la puerta de mi cámara se posó,
                                                                                                 se posó, se quedó quieto y nada más.

Llevando entonces esta ave de ébano mi triste fantasía a la sonrisa
por el adusto y severo decoro que su aspecto exhibía,
«Aunque tu cresta esté afeitada —dije—, sin duda no eres cobarde,
lúgubre y viejo Cuervo que vagas desde la costa nocturna;
¡dime cuál es tu nombre señorial en la costa plutoniana de la Noche!».
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

Mucho me maravilló oír a esa tosca ave hablar tan claramente,
aunque su respuesta poco significado, poca relevancia encerrara,
pues no podemos dejar de admitir que ningún ser humano vivo
ha sido aún bendecido con un ave sobre la puerta de su cámara,
un ave o bestia sobre la escultura que corona la puerta de su cámara,
                                                                                                 con tal nombre como «Nunca más».

Pero el Cuervo, solitario sobre el apacible busto, se limitó a decir
esas únicas palabras, como si su alma entera en esos vocablos vertiera.
Nada más pronunció entonces, ni una pluma sacudió entonces,
hasta que yo apenas musité: «Otros amigos se han ido antes;
en la mañana me abandonará, así como mis esperanzas se han ido antes».
                                                                                                 Entonces dijo el ave: «Nunca más».

Sorprendido al ver el silencio quebrado por respuesta tan oportuna,
«Sin duda —observé—, lo que pronuncia es su único repertorio,
sacado de algún desdichado maestro a quien el cruel Desastre persiguió
cada vez más tenazmente hasta que sus cantos llevaron un solo estribillo,
hasta que las endechas de su esperanza llevaron ese melancólico estribillo
                                                                                                 de “Nunca... nunca más”».

Pero, aún llevando el Cuervo toda mi fantasía a la sonrisa,
empujé un sillón almohadillado justo frente al ave, el busto y la puerta,
y entonces, hundiéndome en el terciopelo, me apliqué a encadenar
idea con idea, pensando en qué cosa aquella ominosa ave de antaño,
aquella lúgubre, tosca, espectral, macilenta y ominosa ave de antaño
                                                                                                 querría decir graznando «Nunca más».

Permanecí entregado a conjeturar aquello, pero sin dirigir sílaba alguna
al ave cuyos ardientes ojos ahora quemaban el centro de mi pecho;
permanecí intentando adivinar aquello y más, con mi cabeza reclinada
sobre el terciopelo del almohadón que la luz de la lámpara bañaba,
pero cuyo revestimiento de terciopelo por la luz de la lámpara bañado
                                                                                                 ella ya no presionará, ¡ah, nunca más!

El aire se tornó más denso, como perfumado por un invisible incensario
mecido por serafines cuyas pisadas tintinearan sobre el piso alfombrado.
«¡Miserable! —grité—. Tu Dios te ha prestado, por medio de estos ángeles
te ha enviado, respiro... respiro y nepente para tus memorias de Lenore;
¡bebe, oh, bebe este generoso nepente y olvida a tu perdida Lenore!».
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Profeta! —dije—, ¡criatura del mal!, ¡profeta seas ave o demonio!,
te haya enviado el Tentador o te haya empujado hasta aquí la tempestad,
desamparado si bien imperturbable, a estas desiertas tierras encantadas,
a este hogar por el Horror perseguido, dime sinceramente, te lo imploro,
si hay... si hay bálsamo en Galaad. ¡Dímelo, dímelo, te lo imploro!».
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Profeta! —dije—, ¡criatura del mal!, ¡profeta seas ave o demonio!,
por ese Cielo que hay sobre nosotros, por ese Dios que ambos adoramos,
dile a esta alma cargada de aflicción si, en el distante Aidenn,
abrazará a una santa doncella a quien los ángeles llaman Lenore,
a una preciosa y radiante doncella a quien los ángeles llaman Lenore».
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Sea esa nuestra señal de despedida, ave del demonio! —grité—.
¡Regresa a la tempestad y a la costa plutoniana de la Noche! ¡No dejes
ni una negra pluma como recuerdo de esa mentira que tu alma ha dicho!
¡Deja en paz mi soledad y abandona el busto que corona mi puerta!
¡Saca tu pico de mi corazón y aparta tu forma de mi puerta!»
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

Y el Cuervo, sin nunca volar, aún permanece, aún permanece
sobre el pálido busto de Palas que corona la puerta de mi cámara;
y sus ojos tienen toda la apariencia de ser los de un demonio que sueña;
y la luz de la lámpara, al fluir sobre él, proyecta su sombra en el suelo;
y, de esa sombra que en el suelo yace flotando, mi alma no será elevada...
                                                                                                 nunca más.


Traducción de E. Ehrendost.

Edgar Allan Poe - Morella



Ella en sí misma y por sí misma,
para siempre única y sola.

- Platón. Symposium.


Con un sentimiento de profundo pero también de singularísimo afecto miraba yo a mi amiga Morella. Puesto en relación con ella por casualidad hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con fuegos que nunca antes había conocido; pero estos fuegos no eran de Eros, y amarga y atormentadora para mi espíritu fue la gradual convicción de que de ningún modo podía yo definir su inusual significado o regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos conocimos, y el destino nos unió frente al altar; y jamás hablé de pasión ni pensé en amor. Ella, no obstante, rehuía la sociedad, y, apegándose sólo a mí, me hizo feliz. Es una felicidad maravillarse; es una felicidad soñar.

La erudición de Morella era profunda. Tan cierto como que estoy vivo, sus talentos no eran del orden común; sus facultades mentales eran enormes. Yo sentía esto y, en muchas materias, me volví su discípulo. Muy pronto, no obstante, advertí que, quizás a causa de su educación en Pressburg, solía poner ella ante mí varios de aquellos escritos místicos que son usualmente considerados como la mera escoria de la temprana literatura germana. Estos, no puedo imaginar por cuál razón, formaban su favorito y constante objeto de estudio; y el que con el tiempo se volviesen también el mío debe ser atribuido a la simple pero eficaz influencia del hábito y el ejemplo.

En todo esto, si no me engaño, mi razón no tomaba parte alguna. Mis convicciones, a menos que me desconozca, de ningún modo estaban influidas por lo ideal, ni podía matiz alguno del misticismo de mis lecturas ser descubierto, a no ser que esté en un gran error, en mis actos o en mis pensamientos. Convencido de ello, me abandoné ciegamente a la conducción de mi esposa, y con corazón resuelto me adentré en los laberintos de sus estudios. Y entonces... entonces, cuando, estudiando con detenimiento páginas prohibidas, sentía que un espíritu abominable se encendía dentro de mí, Morella posaba su fría mano sobre la mía y recogía, de entre las cenizas de alguna filosofía muerta, hondas y singulares palabras cuyos extraños significados las grababan a fuego en mi memoria. Y entonces, hora tras hora, me quedaba a su lado y me detenía en la música de su voz, hasta que, finalmente, su melodía se corrompía en terror, y una sombra caía sobre mi alma, y yo palidecía y temblaba interiormente ante aquellas entonaciones sobrenaturales. Y así, desvanecíase súbitamente la alegría en el horror, y lo más hermoso se transformaba en lo más atroz, así como el Hinón se transformó en la Gehena.

Es innecesario explicar el carácter exacto de aquellas disquisiciones que, surgidas de los volúmenes que he mencionado, constituyeron por largo tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los entendidos en lo que podemos llamar «moral teológica» las comprenderían con facilidad, y los profanos, en todo caso, entenderían poco. El extravagante panteísmo de Fichte, la palingenesia modificada de los pitagóricos, y, sobre todo, las doctrinas de la Identidad, tal como las presenta Schelling, eran generalmente los puntos de discusión que ofrecían mayores atractivos para la imaginativa Morella. Esa identidad que se denomina personal es fielmente definida, creo que por Locke, como consistente en la permanencia del ser racional. Y dado que por persona entendemos una esencia inteligente dotada de razón, y que existe una conciencia que siempre acompaña al pensamiento, es ella la que nos lleva a ser aquello que llamamos nosotros mismos, distinguiéndonos de ese modo de los otros seres que piensan y dándonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis, la noción de esa identidad que con la muerte se pierde o no para siempre, era para mí, permanentemente, un tema de profundo interés. Y no tanto por la perturbadora y apasionante naturaleza de sus consecuencias como por la marcada y agitada manera en la que Morella lo mencionaba.

Pero entonces llegó el momento en que el misterio de las costumbres de mi esposa comenzó a oprimirme como un hechizo. Ya no pude soportar el contacto de sus blancos dedos, ni el grave tono de sus musicales palabras, ni el brillo de sus melancólicos ojos. Y ella supo esto, pero no me lo reprochó; parecía ser consciente de mi debilidad o locura y, sonriendo, lo llamaba «Destino». Parecía, también, ser consciente de la causa, desconocida para mí, del gradual deterioro de mi estima hacia ella; pero no me dio indicio ni hizo alusión alguna sobre su naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y languidecía día a día. Con el tiempo, una mancha carmesí se asentó firmemente sobre sus mejillas, y las azules venas de su pálida frente se volvieron prominentes; y, en un instante, mi naturaleza se deshacía en piedad, pero, al siguiente, encontraba yo la mirada de sus expresivos ojos, y entonces mi alma se enfermaba y se mareaba con el mismo vértigo de quien mira abajo hacia un abismo sombrío e insondable.

¿Diré entonces que esperaba con un grave y voraz anhelo la muerte de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró a su morada de arcilla durante muchos días, durante muchas semanas y fastidiosos meses, hasta que mis torturados nervios obtuvieron el dominio por sobre mi mente y me enfurecí por la demora y, con el corazón de un demonio, maldije los días y las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse y prolongarse, mientras su apacible vida declinaba, como sombras en el agonizar de un día.

Pero un atardecer de otoño, cuando los vientos yacían quietos en el cielo, Morella me llamó a la cabecera de su lecho. Había una oscura niebla por toda la tierra, y un cálido brillo sobre las aguas, y, en medio de la riqueza del follaje del bosque en octubre, un arco iris parecía haber caído del firmamento.

—Este es el día entre los días —dijo cuando me hube aproximado—; el día entre todos los días para vivir o para morir. Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la vida... ¡ah, y más hermoso aún para las hijas del cielo y de la muerte!

Besé su frente y continuó:

—Estoy muriendo; sin embargo, viviré.

—¡Morella!

—Nunca han sido los días en que tú pudiste amarme... pero a aquella a quien en vida aborreciste, en la muerte adorarás.

—¡Morella!

—Repito que estoy muriendo. Pero dentro de mí hay una prenda de ese afecto, ¡ah, cuán pequeño!, que sentiste por mí, por Morella. Y cuando mi espíritu parta, el niño vivirá, el niño tuyo y mío, de Morella. Pero tus días serán días de tristeza, de esa tristeza que es la más duradera de las impresiones, del mismo modo en que el ciprés es el más resistente de los árboles. Pues las horas de tu felicidad han terminado, y la alegría no se recoge dos veces en una vida, como las rosas de Pæstum dos veces en un año. Tú ya no jugarás, entonces, como el de Teos con el tiempo, sino que, ignorando el mirto y la viña, llevarás encima tu sudario por toda la tierra, como los musulmanes en La Meca.

—¡Morella! —grité—. ¡Morella! ¿Cómo sabes esto?

Pero ella volvió su rostro sobre la almohada y, con un leve tremor recorriendo sus miembros, murió, y ya no oí más su voz.

Sin embargo, como ella había predicho, su hija, a la cual dio a luz al morir, y que no respiró sino hasta que la madre dejó de hacerlo, su hija, una niña, vivió. Y creció singularmente en estatura e intelecto, y era la exacta imagen de aquella que había partido, y yo la amé con un amor más ferviente del que había creído posible sentir por cualquier habitante de la tierra.

Pero, antes de que hubiese pasado mucho, el cielo de ese tan puro afecto se ensombreció, y el abatimiento, el horror y el pesar se extendieron por él como nubarrones. Dije que la niña creció singularmente en estatura e intelecto. Singular, verdaderamente, era su veloz crecimiento corporal; pero terribles, ¡oh!, terribles eran los tumultuosos pensamientos que sobre mí se apiñaban mientras observaba el desarrollo de su mente. ¿Podía ser de otra manera cuando diariamente descubría, en las ideas de la niña, los adultos poderes y facultades de la mujer; cuando las lecciones de la experiencia surgían de los labios de la infancia; cuando encontraba yo a menudo la sabiduría o las pasiones de la madurez brillando en sus profundos y meditativos ojos? Cuando todo esto se volvió evidente para mis pasmados sentidos, cuando ya no lo pude esconder de mi alma ni apartar de aquellas percepciones que temblaban al recibirlo, ¿es de extrañar el que sospechas de una espantosa y perturbadora naturaleza se arrastrasen por mi espíritu, o el que mis pensamientos recayesen horrorizados sobre las extravagantes historias y espeluznantes teorías de la sepultada Morella? Arrebaté de la curiosidad del mundo a un ser que el destino me obligaba a amar, y en la rigurosa soledad de mi hogar vigilé con agónica ansiedad todo lo concerniente a la criatura amada.

Y, mientras los años transcurrían y yo contemplaba, día a día, su santo, suave y elocuente rostro y estudiaba detenidamente el madurar de sus formas, día a día descubría nuevos puntos de semejanza entre la niña y la madre, entre la melancólica y la muerta. Y, a cada momento, oscurecíanse más esas sombras de similitud y volvíanse más profundas, más definidas, más pasmosas y más atrozmente terribles en su aspecto. Porque que su sonrisa fuese como la de su madre lo podía yo soportar, pero, entonces, me estremecía ante su demasiado perfecta identidad; que sus ojos fuesen como los de Morella lo podía yo tolerar, pero, entonces, ellos se hundían demasiado a menudo en las profundidades de mi alma con el mismo intenso y desconcertante sentido de los de Morella. Y en el contorno de su amplia frente, y en los rizos de su sedoso cabello, y en los pálidos dedos que en aquel se ocultaban, y en los tristes tonos musicales de su habla, y sobre todo (¡oh, sobre todo!) en las frases y expresiones de la muerta que brotaban de los labios de la amada, de la viva, encontraba yo alimento para un pensamiento voraz, y horror para un gusano que no moría.

Y así pasaron dos lustros de su vida, y, sin embargo, mi hija permanecía sin nombre alguno sobre la tierra. «Hija mía» y «cariño» eran los apelativos usualmente sugeridos por un afecto paternal, y la rígida reclusión de sus días impedía toda otra relación. El nombre de Morella había muerto con ella al momento de su deceso. De la madre nunca había hablado a la hija; era imposible hablar. A decir verdad, durante el breve período de su existencia, esta última no había recibido impresiones del mundo exterior, salvo aquellas que podían ser recogidas dentro de los estrechos límites de su aislamiento. Pero, finalmente, la ceremonia del bautismo se presentó a mi mente, en su nerviosa y agitada condición, como una acertada liberación del terror de mi destino. Y ante la pila bautismal vacilé al elegir un nombre. Y muchos epítetos de sabiduría y belleza, de viejos y modernos tiempos, de mi tierra y de tierras extrañas, se agolparon en mis labios, junto con muchos, muchos epítetos de gracia, de alegría y de bondad. ¿Qué me impulsó, entonces, a perturbar la memoria de los muertos sepultados? ¿Qué demonio me urgió a musitar ese sonido cuyo solo recuerdo solía hacer correr en torrentes la purpúrea sangre de mis sienes a mi corazón? ¿Qué entidad infernal habló desde las profundidades de mi alma cuando, bajo aquellas oscuras bóvedas, y en medio del silencio de la noche, susurré al oído del sacerdote las sílabas de «Morella»? ¿Qué otra cosa sino un demonio convulsionó las facciones de mi hija y las cubrió con matices de muerte cuando, sobresaltándose ante ese sonido apenas audible, volvió sus vidriosos ojos de la tierra al cielo y, cayendo postrada sobre las negras losas de nuestro panteón familiar, respondió:

—¡Aquí estoy!

Nítidas, fría y tranquilamente nítidas cayeron estas escasas y simples palabras en mis oídos, y de ahí, como plomo fundido, rodaron silbando hasta mi cerebro. Años, años podrán pasar, pero, el recuerdo de esa época, jamás. No ignoraba yo, a decir verdad, las flores y la viña, pero el abeto y el ciprés ensombrecían todas mis noches y mis días. Y perdí toda noción de tiempo y espacio, y las estrellas de mi destino se desvanecieron del cielo, y, en consecuencia, la tierra se oscureció, y sus formas comenzaron a pasar a mi lado como sombras fugaces, y entre todas ellas sólo veía yo a... Morella. Los vientos del firmamento no susurraban sino un único sonido en mis oídos, y el agitarse del mar murmuraba eternamente: «Morella». Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a su tumba; y reí con una larga y amarga carcajada cuando no encontré rastros de la primera en el nicho donde tendí a la segunda... Morella.


Traducción de E. Ehrendost.