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P. B. Shelley - A una alondra



          ¡Te saludo, alegre Espíritu!,
              un pájaro nunca fuiste,
          tú que desde el Cielo, o sus cercanías,
              vuelcas tu henchido corazón
en profusas melodías de impremeditado arte.

          Más alta aún y más alta
              desde la tierra te lanzas
          como una nube de fuego;
              por el profundo azul aleteas,
y cantando aún te encumbras, y encumbrándote siempre cantas.

          En el dorado fulgor
              del sol que se pone,
          y por sobre el cual las nubes relucen,
              flotas y te deslizas tú,
como un gozo sin cuerpo cuya carrera recién comenzó.

          El pálido atardecer purpúreo
              se funde en torno a tu vuelo;
          como una estrella del cielo
              a la plena luz del día,
eres invisible, pero aún oigo tu agudo deleite,

          penetrante como las flechas
             de aquella plateada esfera
          cuya intensa luz mengua
              en la blanca y clara aurora
hasta que apenas la vemos y sólo sentimos que sigue allí.

          Toda la tierra y el aire
              con tu voz se colman,
          así como, cuando la noche está despejada,
              desde una solitaria nube
la luna derrama sus rayos y los cielos se desbordan.

          No sabemos qué es lo que eres,
              ni qué se parece más a ti.
          Desde las nubes del arco iris no fluyen
              gotas tan brillantes para ver
como la lluvia de melodía que de tu presencia cae aquí.

          Como un poeta escondido
              en la luz del pensamiento,
          entonando himnos siempre nuevos
              hasta que el mundo es llevado
a simpatizar con esperanzas y miedos en los que no reparaba;

          como una doncella de alto linaje
              en la torre de un palacio,
          sosegando, en una hora secreta,
              su alma por la pasión herida
con una música que, dulce como el amor, inunda su aposento;

          como una luciérnaga dorada
              en un valle de rocío,
          esparciendo sin ser observada
              sus etéreos matices
entre las flores y el pasto que la ocultan de la vista;

          como una rosa en una glorieta
              formada por sus propias hojas verdes
          que es sacudida por cálidas brisas
              hasta que su fragancia hace desfallecer,
por su excesiva dulzura, a esos ladrones de pesadas alas;

          al sonido de primaverales chaparrones
              sobre la trémula hierba,
          a las flores que la lluvia ha despertado
              y a todo lo que haya sido
o pueda ser alegre y fresco y claro tu música sobrepasa.

          Enséñanos, Ave o Espíritu,
              qué dulces pensamientos albergas;
          jamás he oído yo
              alabanza de amor o de vino
que derramara un torrente de embelesamiento tan divino.

          Coro de himeneo
              o canto triunfal
          comparados con los tuyos no serían
              sino una vacía jactancia,
algo en lo que sentiríamos que hay una oculta falla.

          ¿Qué objetos son la fuente
              de tu feliz gorjeo?,
          ¿qué campos, olas o montañas?,
             ¿qué formas del cielo o de la tierra?,
¿qué amor de tu propia especie?, ¿del dolor, qué ignorancia?

          Con tu clara e intensa alegría
              la languidez no puede existir;
          sombras de fastidio
              nunca se acercan a ti;
tú amas, pero nunca has conocido el triste hastío del amor.

          Ya despierta o dormida,
              tú de la muerte debes intuir
          cosas más ciertas y profundas
              que las que nosotros los mortales soñamos,
¿o cómo podrían si no tus notas en tan cristalino arroyo fluir?

          Miramos el antes y el después
              y lloramos por lo que no es;
          nuestra más sincera risa
              siempre con algún dolor se mezcla;
nuestros más bellos cantos son los que abordan la más triste idea.

          Aun si pudiésemos despreciar
              el odio, el orgullo y el miedo,
          aun si fuésemos seres nacidos
              para ni una lágrima derramar,
no sé cómo nos acercaríamos alguna vez a tu felicidad.

          Mejor que todas las medidas
              de delicioso sonido,
          mejor que todos los tesoros
              que se encuentran en los libros,
tu destreza como poeta es, ¡tú, que desdeñas el suelo!

          Enséñame la mitad del regocijo
              que tu cerebro conoce:
          tal demencia armoniosa
              de mis labios fluiría,
que el mundo escucharía entonces como yo escucho ahora.


Traducción de E. Ehrendost.

P. B. Shelley - Adonais



                                                  I
     Lloro por Adonais... ¡está muerto!
     ¡Oh, llorad por Adonais, aunque nuestras lágrimas
     no derritan el hielo que aprisiona una cabeza tan amada!
     Y tú, triste Hora, de entre todos los años seleccionada
     para nuestra pérdida lamentar, despierta a tus oscuras
     compañeras, enséñales tu propia tristeza y di:
     «¡Conmigo murió Adonais; hasta que el Futuro se atreva
     a olvidar el Pasado, su fama y su destino serán
un eco y una luz por toda la eternidad!».

                                                 II
     ¿Dónde estabas tú, poderosa Madre, cuando él yacía,
     cuando tu Hijo yacía, atravesado por la flecha que voló
     en la oscuridad? ¿Dónde estaba la desdichada Urania
     cuando moría Adonais? Con sus ojos velados,
     entre atentos Ecos, sentada en su Paraíso se hallaba,
     mientras uno de ellos, con suave aliento enamorado,
     volvía a encender todas las marchitas melodías
     con las que, como flores que se burlan del cadáver debajo,
había él la ya cercana sombra de la Muerte escondido y adornado.

                                                III
     ¡Oh, llorad por Adonais!... ¡está muerto!
     ¡Despierta, melancólica Madre, despierta y llora!
     Mas ¿para qué? Reprime en su ardiente lecho
     tus urentes lágrimas y deja que tu ruidoso corazón
     mantenga, como el suyo, un mudo sueño sin quejas,
     pues se ha ido a donde todas las cosas sabias y nobles
     descienden. ¡Oh!, no sueñes con que la Profundidad
     lo restituya alguna vez al aire vital: la Muerte
se alimenta en su muda voz y ríe ante nuestra desesperación.

                                                 IV
     Tú, la más musical de entre quienes se lamentan, ¡llora de nuevo!,
     ¡vuelve a lamentarte, Urania! Pues también murió otro,
     aquel que fuera el Padre de un linaje inmortal,
     ciego, viejo y solo, cuando el orgullo de su país,
     por sacerdote, esclavo y liberticida, fue pisoteado
     y burlado mediante muchos abominables ritos
     de lujuria y de sangre; él penetró, sin miedo,
     en el abismo de la muerte, pero su claro espíritu
aún reina sobre la tierra, el tercero entre los hijos de la luz.

                                                  V
     Tú, la más musical de entre quienes se lamentan, ¡vuelve a llorar!
     No todos a aquella brillante condición se atrevieron a escalar,
     y felices aquellos que conocieron su propia felicidad
     y cuyas velas aún arden en esa noche de los tiempos
     en la que soles enteros murieron; otros más sublimes,
     golpeados por la envidiosa ira ya de hombres o de dioses,
     han desaparecido, extintos en su refulgente apogeo;
     y algunos aún viven, transitando el espinoso camino
que conduce, a través de labor y odio, a la serena morada de la Fama.

                                                 VI
     Pero ahora el más joven, el más amado por ti, ha muerto,
     aquel al que amamantaste estando viuda y que creció
     como una frágil flor que, cuidada por alguna triste doncella,
     fue regada con lágrimas de amor en lugar de rocío nocturno.
     Tú, la más musical de entre quienes se lamentan, ¡vuelve a llorar!,
     pues tu mayor esperanza, la última y la más hermosa,
     la flor cuyos pétalos ya antes de abrirse se helaron,
     murió en la promesa del fruto, se ha extinguido;
caído el roto lirio yace... la tormenta ha pasado.

                                               [...]


Traducción de E. Ehrendost.

P. B. Shelley - Oda al Viento Oeste



                                        I
Oh, salvaje Viento Oeste, aliento del Otoño,
tú, de cuya invisible presencia las hojas muertas
se alejan, como espectros que de un hechicero huyeran,

en pestilentes multitudes, amarillas, negras,
pálidas y de enfermizos rojos; oh, tú,
que conduces a su oscuro lecho invernal

a las aladas semillas, en donde quedarán frías y abatidas,
cada una como un cadáver en su tumba,
hasta que tu azul hermana de Primavera sople

su clarín sobre la tierra que sueña y llene
(llevando suaves brotes cual rebaños que en el aire pacieran)
con vivos matices y fragancias llanura y colina;

salvaje Espíritu, que por todos lados te mueves,
destructor y protector, ¡escucha, oh, escucha!

                                        II
Tú, en cuya corriente, en medio de la alta conmoción del cielo,
solitarias nubes como las hojas marchitas de la tierra caen,
sacudidas de las enmarañadas ramas del Cielo y el Océano,

heraldos de lluvia y relámpago; dispersas están
por la azul superficie de tu aéreo oleaje,
como brillante cabello alborotado en la cabeza

de una furiosa ménade, desde el oscuro extremo
del horizonte hasta lo alto del cénit,
los rizos de la inminente tormenta; tú, canto fúnebre

del año en agonía, para quien esta noche que se cierra
será la cúpula de un vasto sepulcro,
abovedado por toda tu congregada fuerza

de vapores, de cuya densa atmósfera estallarán
lluvia negra, fuego y granizo, ¡oh, escucha!

                                       III
Tú, que de sus sueños estivos has despertado
al azul Mediterráneo, allí donde yacía,
arrullado por el serpenteo de sus cristalinas corrientes,

junto a una isla volcánica en la bahía de Baia,
y que dormido has visto antiguos palacios y torres
temblando bajo la intensa claridad de las olas,

todos cubiertos de musgo azul y de flores
tan puras que los sentidos desfallecen al describirlas;
tú, por cuyo paso los nivelados poderes del Atlántico

se hienden en abismos, mientras que, muy por debajo,
las flores marinas y las algas que conforman
el marchito follaje del océano reconocen

tu voz y súbitamente se ponen grises de pavor
y tiemblan y se desnudan, ¡oh, escucha!

                                       IV
Si yo fuese una hoja muerta que tú arrastraras,
si fuese una veloz nube para volar contigo,
una ola para palpitar bajo tu poder y compartir

el impulso de tu fuerza, aunque con menos libertad
que tú, ¡oh, incontrolable!; o si incluso
fuese yo como en mi juventud y pudiese

el compañero de tus vagabundeos por los cielos ser,
como entonces, cuando sobrepasar tu aérea rapidez
apenas parecía una ilusión, nunca me habría esforzado

en así rezarte desde mi dolorosa miseria.
¡Oh, elévame como a una ola, una hoja, una nube!
¡Caigo sobre las espinas de la vida! ¡Estoy sangrando!

Un importante peso de horas ha encadenado e inclinado
a uno muy parecido a ti: indómito, veloz y orgulloso.

                                        V
Hazme tu lira, aun tal como el bosque lo es:
¡si mis hojas están cayendo como las suyas!
El tumulto de tus poderosas armonías

de ambos un profundo tono otoñal tomaría,
melodioso aunque lleno de tristeza. ¡Sé tú, Espíritu feroz,
mi propio espíritu! ¡Seamos uno, impetuoso!

¡Conduce a mis pensamientos muertos sobre el universo
como a hojas marchitas para acelerar una nueva vida!
¡Y, por el hechizo de estos versos, esparce,

como de un fuego no extinto cenizas y chispas,
mis palabras entre los pueblos y los hombres!
¡Sé, a través de mis labios, para la tierra aún dormida,

como la trompeta de una profecía! ¡Oh, Viento!,
si el Invierno viene, ¿puede la Primavera hallarse lejos?


Traducción de E. Ehrendost.

P. B. Shelley - Líneas



                                        I
   La fría tierra se durmió debajo,
         arriba el frío cielo brilló,
y por todo alrededor, con un escalofriante sonido,
   desde cuevas de hielo y campos de nieve,
   el aliento de la noche como la muerte fluyó
         bajo una luna descendente.

                                        II
   Los invernales cercados eran negros,
         el verde pasto no se veía,
las aves descansaban sobre el seno del desnudo espino
   cuyas raíces, a un lado de la huella del camino,
   habían unido sus partes por sobre varias grietas
         que la helada había producido entre ellas.

                                        III
   Tus ojos brillaban bajo la claridad
         de la agonizante luz lunar;
así como las luces de un pantano sobre un perezoso arroyo
   resplandecen tenuemente, así la luna allí brillaba,
   y volvía amarillas las hebras de tu negro cabello,
         que bajo el viento nocturno se agitaba.

                                        IV
   La luna hizo a tus labios palidecer, amada,
         el viento hizo que tu pecho se enfriara,
la noche derramó sobre tu querida cabeza
   su helado rocío, y tú sólo yacías
   allí donde el amargo aliento del desnudo cielo
         a voluntad visitarte podía.


Traducción de E. Ehrendost.

P. B. Shelley - Ozymandias



Me crucé con un viajero de una antigua tierra
que me dijo: «Dos vastas piernas de piedra, carentes de tronco,
se levantan en el desierto. Cerca de ellas, medio hundido
en la arena, yace un desmoronado rostro cuyo ceño,
fruncidos labios y desdeñosa expresión de frío mando
revelan que su escultor pudo leer muy bien aquellas pasiones
que aún sobreviven, impresas en ese objeto sin vida,
a la mano que las copió y al corazón que las alimentó;
y en el pedestal estas palabras aparecen:
“Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes;
¡contempla mis obras, tú, Poderoso, y desespera!”.
Nada más queda. Alrededor de las ruinas
de esos colosales restos, ilimitadas y desnudas,
las solitarias y llanas arenas se extienden a lo lejos».


Traducción de E. Ehrendost.

P. B. Shelley - Invocación a la Miseria



                                  I
¡Ven, sé feliz!, siéntate cerca de mí,
Miseria revestida en sombras;
modesta, renuente, silenciosa novia,
lamentándote en tu manto de orgullo
y desolación... ¡tú, divinizada!

                                  II
¡Ven, sé feliz!, siéntate cerca de mí:
triste como debo parecerte
soy mucho más feliz que tú,
dama cuya majestuosa frente
tiene por diadema la aflicción.

                                  III
¡Miseria!, nos hemos conocido el uno al otro
como una hermana y un hermano
viviendo en el mismo hogar solitario
durante muchos años, y juntos tendremos que vivir
algunas horas o edades aún por venir.

                                  IV
Es una suerte cruel, y sin embargo
el mejor partido sacaremos de ella;
si el amor perdurar puede cuando el placer muere,
nosotros dos amaremos hasta que en nuestros ojos
este Infierno del corazón un Paraíso parezca.

                                  V
¡Ven, sé feliz!, recuéstate tú
sobre la fresca hierba recientemente segada
donde el saltamontes canta
con alegría: un ser gozoso
en un mundo de pesares.

                                  VI
Allí el sauce será nuestro cobijo,
y mi brazo será tu almohada;
sonidos y fragancias, entristecidos
porque alguna vez fueron gratos, nos arrullarán
hasta el sueño, profundo y pesado.

                                  VII
¡Ja!, tu helado pulso se altera
con un amor que a pronunciar no te atreves.
Estás murmurando, estás sollozando,
¿está tu gélido pecho saltando
mientras mi corazón yace dormitando?

                                  VIII
Bésame; ¡oh!, tus labios están fríos;
envuelve mi cuello con tus brazos:
son suaves, pero están muertos y helados;
y tus lágrimas sobre mi cabeza
arden como gotas de plomo congelado.

                                  IX
Apresúrate hacia el lecho nupcial:
debajo del sepulcro está extendido;
en la oscuridad nuestro amor podrá ocultarse,
el olvido será nuestra sábana,
nosotros podremos descansar, y nadie prohibirlo.

                                  X
Abrázame hasta que nuestros corazones se fundan
como dos sombras en una;
hasta que este espantoso éxtasis pueda
como un vapor desvanecerse
en el sueño que dura para siempre.

                                  XI
Puede que soñemos, en ese largo sueño,
que no somos nosotros quienes lloran;
así como el Placer sueña de ti,
Miseria que abandonas la vida,
tú de él podrás soñar entonces junto a mí.

                                  XII
Riamos, y hagamos nuestra felicidad
en las sombras de la tierra, mientras
bajo la luna los perros ladran a las nubes que,
como espectros envueltos en mortajas,
atraviesan la noche en multitudes.

                                  XIII
Todo el ancho mundo, a nuestro alrededor,
se exhibe como un enorme número
de marionetas pasando por un escenario:
¿qué pueden pretender sino burlarse
de donde yo estoy... de donde tú has estado?


Traducción de E. Ehrendost.