Soñé que moría y que a la silenciosa tumba
me llevaban mis amigos. Quieto e inmóvil
yacía yo, mas no sin la capacidad de tener
pleno conocimiento de mi situación desesperada
en esa negra y terrible hora de desgracia;
mis sentidos y mi pensamiento seguían activos
como siempre, y no menos activa era mi percepción,
pero carecía yo de pulso, y mis ojos parecían petrificados
por la muerte mientras veía yo a quienes me rodeaban.
Me envolvieron en un blanco sudario fúnebre,
cerraron mis inútiles ojos, y extendieron suavemente
sobre ellos como una nube el manto de la muerte;
mi madre me besó, también mis hermanas,
y entonces encrespáronse mis pensamientos
como un océano en la tormenta y el horror sobre mí se abatió;
un rojo fuego brilló atravesando mi cerebro quemado
y sus llamas se apresuraron salvajemente sobre mis ojos,
tras lo cual mi sueño cambió y la oscuridad todo lo cubrió.
Los escuché hablar y oí el llanto de mi madre,
escuché los sollozos del pecho de mi padre,
y luché, pero en vano; y clavo tras clavo
fueron asegurados, y mi torturada cabeza sintió la presión
como de un peso aplastante, pero que no tardó en pasar,
y luego advertí con certeza que era yo conducido lejos
de todos mis seres queridos, sollozantes y atribulados.
¡Oh, cómo temblé interiormente ante la idea de corrupción,
mientras por la bendita luz del día suplicaba angustiado!
Escuché la lenta marcha, y el grave paso,
y, cada tanto, un murmullo que iba y venía,
hueco y profundo, tal como el que resulta apropiado
para hablar de los muertos, aunque nada malo se diga de ellos;
pasaron por entre las numerosas tumbas y sepulcros,
y todos, en quieto y solemne silencio, se detuvieron
para enterrar mi ataúd; y arrojaron tierra sobre mí,
y los escuché golpear el suelo con la pala,
y deliré, y en mi locura blasfemé de Dios.
Pero eso también pronto pasó y pude pensar
y comprender y sentir mi estado aterrador y desesperado;
mi cuerpo conoció la descomposición, y me encogí
al sentir el helado gusano, mi único compañero,
pues miles de ellos se arrastraron sobre mí,
felices con su nueva presa, y a mi pútrido rostro
se arrojaron ciegamente a fin de banquetearse,
y allí se abrieron paso ruidosa, vil y oscuramente
para hacer de mi ardiente cerebro su morada abominable.
Entonces, ansiosos por reanudar su festín, presionaron
mi cráneo y mis cuencas oculares, pasando a través de ellos
y entremezclándose hasta volverse una masa viviente
en mi boca, a lo cual mi espíritu volvió a helarse
y se estremeció, ¡ay!, mas todo en vano:
bien sabía yo que era víctima del poder de la corrupción.
Y entonces mi sueño terminó, pero un gélido rocío
cubría toda mi frente como la brillante llovizna
que en el cementerio cae a media noche desde los cipreses.
Traducción de E. Ehrendost.