Los bosques perecen, los bosques perecen y caen;
las nubes lloran su carga sobre la superficie terrestre;
el hombre llega, labra la tierra, y luego yace bajo ella;
tras un largo número de veranos, el cisne muere.
Sólo yo soy por la cruel inmortalidad consumido:
lentamente entre tus brazos me marchito,
aquí, en los silenciosos confines del mundo,
una canosa sombra que vaga como un sueño
por los siempre tranquilos páramos del Este,
los campos de neblina y los dorados salones del alba.
¡Ay de esta gris sombra, una vez un hombre!,
tan glorioso en su belleza y en tu decisión,
cuando me hiciste tu elegido, que le parecía
a su gran corazón que no era sino un dios.
Te solicité que me otorgases la inmortalidad,
y con una sonrisa a mi deseo accediste,
como alguien rico que de nada se preocupa al dar.
Pero las poderosas Horas obraron su voluntad
y me abatieron, me desfiguraron, me arrasaron,
y, aunque no pudieron ponerme fin, me estropearon
para morar en presencia de juventud inmortal,
una edad inmortal junto a una inmortal juventud;
y todo lo que fui, en cenizas. ¿Puede tu amor,
tu belleza, enmendarlo, aunque incluso ahora,
próxima sobre nosotros, tu estrella plateada,
tu guía, brilla en esos trémulos ojos que se llenan
de lágrimas al oírme? Déjame ir; retira tu don.
¿Por qué habría de desear un hombre variar
en algún modo de la amable raza humana
o trascender esos confines de lo ordinario
donde todos, como conviene, deberían detenerse?
Una leve brisa aleja las nubes: allí puedo
vislumbrar ese oscuro mundo en el cual nací.
Una vez más surge ese viejo fulgor misterioso
en tu pura frente, en tus puros hombros
y en ese pecho que palpita con un corazón renovado.
Tus mejillas se ruborizan en la penumbra
y tus dulces ojos se encienden lentamente
antes de cegar a las estrellas y de que el tiro
que te ama, anhelando tu yugo, despunte,
sacuda la oscuridad de sus sueltas crines
y arranque chispas de fuego al crepúsculo.
¡Ay! Siempre te vuelves más hermosa así,
en el silencio, y, antes de darme una respuesta,
partes, dejando tus lágrimas sobre mis mejillas.
¿Por qué me asustarás siempre con tus lágrimas,
haciéndome temblar ante la idea de que sea cierto
ese dicho aprendido hace mucho en la oscura tierra:
«Los dioses no pueden retirar sus dones»?.
¡Ay de mí, ay de mí! Con qué corazón distinto,
y con qué distintos ojos, solía antaño contemplar
—si es que aún soy yo aquel que contemplaba—
la luminosa silueta que se formaba a tu alrededor
cuando tus oscuros rizos se volvían anillos soleados;
y cambiar con tu místico cambio; y sentir mi sangre
resplandecer con el resplandor que teñía de escarlata
toda tu presencia y tus portales, mientras yo yacía
con mi boca, mi frente y mis párpados templándose
con el rocío de besos más balsámicos que brotes de abril
a medio florecer, y oyendo a los labios que me besaban
susurrar no sé qué cosas dulces y salvajes,
similares a esa extraña canción que oí a Apolo cantar
cuando las torres de Ilión como neblina se elevaban.
Mas no me retengas para siempre en tu Este;
¿cómo puede ya mi naturaleza mezclarse con la tuya?
Fríamente me bañan tus rosadas sombras, frías
son todas tus luces, y fríos son mis arrugados pasos
sobre tus luminosos umbrales cuando la niebla flota
desde esos lóbregos valles que albergan los hogares
de dichosos hombres que tienen la posibilidad de morir
y los musgosos túmulos de aún más dichosos muertos.
¡Oh, libérame de una vez y devuélveme a la tierra!
Tú ves todas las cosas, y podrás ver mi sepulcro;
renovarás tu belleza de mañana en mañana;
y yo, polvo en el polvo, olvidaré estas vacías cortes
y a ti retornando en tu brillante carro de plata.
Traducción de E. Ehrendost.