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H. P. Lovecraft - El sabueso



Incesantemente resuena en mis torturados oídos una pesadilla de agitaciones y aleteos, y un apagado y distante ladrido similar al de un sabueso gigante. No es esto un sueño (no es, me temo, ni siquiera locura), pues demasiado ha sucedido ya como para que se me permita abrigar aún estas dudas misericordiosas.

St. John es un cadáver despedazado; sólo yo sé por qué, y lo que sé es tal cosa que estoy a punto de volarme la cabeza por puro temor a terminar igual. A través de oscuros e ilimitados corredores de horrible fantasía se arrastra la negra e informe Némesis que me empuja a la autoaniquilación.

¡Que el Cielo perdone la locura y la morbosidad que nos condujeron a un destino tan monstruoso! Cansados de las vulgaridades de este prosaico mundo, donde hasta los goces del romance y la aventura se echan a perder en seguida, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo cada movimiento estético e intelectual que prometiese un respiro para nuestro devastador tedio. En su momento, hicimos nuestros todo los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas; pero a cada nuevo estado de ánimo se le acababa demasiado pronto su absorbente novedad y atractivo.

Sólo la sombría filosofía de los decadentes podía ayudarnos, y únicamente la encontrábamos poderosa al incrementar gradualmente la profundidad y lo diabólico de nuestras penetraciones. No tardaron Baudelaire y Huysmans en perder todo encanto, hasta que finalmente sólo quedaron para nosotros los estímulos más directos de la vivencia personal de experiencias y aventuras antinaturales. Fue esta espantosa necesidad emocional lo que nos llevo por último a ese detestable derrotero que aun en mi actual temor menciono con vergüenza y timidez... ese atroz y extremo acto de ultraje humano que es la abominable práctica de saquear tumbas.

No puedo revelar los detalles de nuestras horrorosas expediciones, ni catalogar, siquiera parcialmente, los peores de los trofeos que adornaban el innominable museo que montamos en el gran edificio de piedra en el que morábamos, solos y sin servidumbre. Este museo era un sitio blasfemo e inimaginable, en el cual, con el satánico gusto de coleccionistas neuróticos, habíamos armado un universo de terror y corrupción destinado a excitar nuestros hastiados sentidos. Se trataba de una habitación secreta, situada muy por debajo en el subsuelo, en la que enormes demonios alados, esculpidos en basalto y ónice, vomitaban por sus abiertas fauces luz verde y anaranjada mientras ocultos tubos neumáticos agitaban, en calidoscópicas danzas de muerte, las filas de rojos seres cadavéricos que, tomados de la mano, había bordados en voluminosos tapices negros. Por estos mismos tubos llegaban, a nuestra voluntad, las fragancias que nuestro estado de ánimo anhelara: a veces, el perfume de pálidos lirios funerarios; otras, el narcótico incienso de imaginarios relicarios orientales consagrados a los reyes muertos; y otras (¡cómo me estremezco al recordarlo!), los espantosos y nauseabundos hedores del sepulcro exhumado.

En los muros de esta repelente cámara se alternaban ataúdes de antiguas momias, atractivos cadáveres que parecían vivos, perfectamente disecados y curados por el arte de la taxidermia, y lápidas sustraídas de los más viejos cementerios del mundo. Por todos lados había numerosos nichos que contenían cráneos de todo tipo y cabezas preservadas en distintos grados de disolución. Era posible encontrar allí desde las putrefactas calvas de célebres nobles hasta las frescas y radiantemente doradas cabezas de niños recién enterrados.

Había estatuas y pinturas, todas sobre temas demoníacos, y algunas de ellas incluso realizadas por mí y St. John. Un portafolio cerrado, hecho de carne humana curtida, contenía ciertos dibujos desconocidos e innombrables que, según se decía, había perpetrado Goya, aunque jamás se había atrevido a reconocer como propios. Había nauseabundos instrumentos musicales de cuerdas y de viento, tanto metales como maderas, con los cuales a veces producíamos disonancias de exquisita morbosidad y cacodemoníaco horror, mientras que en una multitud de armarios de ébano taraceado descansaba la más increíble e inimaginable variedad de trofeos sepulcrales jamás reunidos por la locura y la perversidad humanas. Pero es de este trofeo en particular que no debo hablar... ¡gracias a Dios tuve el valor de destruirlo mucho antes de pensar en destruirme yo!

Las excursiones predatorias en las que recogíamos nuestros inmencionables tesoros eran siempre eventos artísticamente memorables. No éramos profanadores vulgares, sino que trabajábamos sólo bajo determinadas condiciones de estado de ánimo, paisaje, ambiente, clima, estación y luz lunar. Estos pasatiempos eran para nosotros la más exquisita forma de expresión artística, y poníamos en cada detalle un meticuloso cuidado técnico. Una hora inapropiada, un mal efecto de luz o una manipulación torpe de la tierra húmeda podían casi destruir por completo para nosotros esa extática vibración consiguiente a la exhumación de algún ominoso y perverso secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y de condiciones emocionantes era febril e insaciable; St. John era siempre el líder, y fue él quien guio finalmente el camino a ese blasfemo y maldito sitio que nos acarreó nuestra atroz e inevitable condena.

¿Por qué maligna fatalidad fuimos atraídos a aquel terrible cementerio holandés? Creo que fueron esos oscuros rumores y leyendas, las historias que hablaban de uno, enterrado allí desde hacía cinco siglos, que en sus tiempos había sido también profanador y que había robado un poderoso objeto de cierto sepulcro abominable. Aún puedo recordar la escena en estos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando largas y horribles sombras; los grotescos árboles, inclinándose lúgubremente hacia la descuidada hierba y las desmoronadas losas; las vastas legiones de murciélagos asombrosamente grandes, que volaban por delante del disco de la luna; la antigua iglesia cubierta de hiedra, apuntando con un enorme dedo espectral hacia el lívido cielo; los insectos fosforescentes danzando, como fuegos fatuos, bajo los tejos en un rincón distante; el aroma a moho, a vegetación y a cosas menos explicables, mezclándose débilmente con el viento nocturno proveniente de pantanos y mares; y, lo peor de todo, el apagado y grave ladrido de un sabueso gigante que no podíamos ni ver ni aun localizar con precisión. Al oír esta especie de ladrido nos estremecimos, recordando las historias de los campesinos; pues ese a quien buscábamos había sido hallado siglos antes, en aquel mismo lugar, destrozado y mutilado por las garras y los dientes de una desconocida bestia infernal.

Recuerdo cómo cavamos en la tumba del profanador con nuestras palas, y cómo nos emocionábamos constantemente ante el cuadro de nosotros mismos, la sepultura, la pálida luna observadora, las horribles sombras, los grotescos árboles, los titánicos murciélagos, la antigua iglesia, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos hedores, el gimiente viento de la noche y aquel singular, apagado, inubicable ladrido, de cuya existencia objetiva apenas podíamos estar seguros.

De pronto dimos con una sustancia más dura que la húmeda tierra y descubrimos una podrida caja oblonga, toda incrustada con sedimentos minerales de esa tierra tanto tiempo sin turbar. Era increíblemente resistente, pero al mismo tiempo tan vieja que, finalmente, pudimos abrirla con una palanca y contemplar con deleite lo que contenía.

Era mucho (asombrosamente mucho) lo que allí quedaba a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque aplastado en diversos sitios por las mandíbulas de aquello que le había causado la muerte, se conservaba unido con sorprendente firmeza, y con maligna satisfacción observamos esa blanca y limpia calavera, con sus largos dientes y esas vacías órbitas que alguna vez habían brillado con una fiebre sepulcral similar a la que entonces iluminaba nuestros ojos. En el interior del ataúd hallamos un amuleto de curioso y exótico diseño que, al parecer, el difunto había llevado alrededor del cuello. Se trataba de la figura, singularmente convencionalizada, de un agazapado sabueso alado, o bien una esfinge de rostro canino, y estaba exquisitamente tallado, a la antigua manera oriental, en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era en extremo repelente y sugería a un tiempo la muerte, la malevolencia y la bestialidad. Alrededor de la base había una inscripción en caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y debajo, como sello de artesano, tenía grabada una grotesca y formidable calavera.

Apenas descubrimos este amuleto, supimos que debía ser nuestro, que ese tesoro era por sí solo el lógico tributo que nos correspondía de aquella sepultura secular. Aun si sus contornos no nos hubiesen resultado familiares, lo habríamos codiciado igual; pero al examinarlo con mayor atención habíamos advertido que no nos era del todo desconocido. Era ajeno, naturalmente, a todo el arte y la literatura que los lectores sanos y equilibrados conocen, pero nosotros lo reconocimos como cierto objeto aludido en el prohibido Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred: era el espantoso símbolo espiritual del culto a los devoradores de cadáveres practicado en la inaccesible Leng, en el Asia Central. Demasiado bien reconocimos los rasgos descriptos por el viejo demonólogo árabe; rasgos, según él, tomados de cierta manifestación oscura y sobrenatural de las almas de aquellos que turbaron y royeron a los muertos.

Apoderándonos del objeto de verde jade, echamos una última mirada al blanquecino rostro de su dueño, al silencio de sus vacías órbitas, y cubrimos la sepultura, dejándola tal como la habíamos encontrado. Mientras nos alejábamos apresuradamente de aquel abominable lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, nos pareció ver descender masivamente a los murciélagos sobre la tierra que acabábamos de profanar, como buscando algún alimento impío y maldito. Pero la luna otoñal brillaba pálida y débil, por lo que no pudimos estar completamente seguros.

Del mismo modo, mientras navegábamos al día siguiente de Holanda hacia nuestro país, nos pareció oír aquellos distantes y apagados ladridos de un sabueso gigante en el horizonte. Pero el viento otoñal gemía triste y funesto, por lo que no pudimos estar completamente seguros.

Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra, comenzaron a suceder cosas extrañas. Vivíamos como reclusos, carentes de amistades, solos y sin servidumbre, en unas pocas habitaciones de una antigua casa solariega ubicada en un páramo deshabitado y poco frecuentado, de modo que muy rara vez era nuestra puerta turbada por la llamada del visitante.

Ahora, sin embargo, habíamos empezado a ser molestados por lo que parecía ser un constante tantear en la noche, no sólo en las puertas, sino también en las ventanas, tanto en las de arriba como en las de abajo. En una ocasión, nos pareció que un cuerpo grande y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca por la que la luz lunar penetraba; en otra, creímos oír un sonido de aleteos no muy lejos del edificio. En ambos casos, la inspección no reveló nada, y comenzamos a atribuir aquellos fenómenos a nuestra imaginación, que aún prolongaba en nuestros oídos el apagado y lejano ladrido que habíamos creído escuchar en el cementerio holandés. El amuleto de jade descansaba ahora en un nicho de nuestro museo, y a veces encendíamos velas de extrañas fragancias ante él. Leímos mucho en el Necronomicon de Abdul Alhazred sobre sus propiedades, así como sobre la relación existente entre las almas de los espectros y los objetos que simbolizaba, y aquello que leímos nos llenó de inquietud.

Entonces sobrevino el horror.

En la noche del 24 de septiembre de 19..., oí un golpe en la puerta de mi cámara. Imaginando que era St. John, le manifesté que podía entrar, pero sólo obtuve como respuesta una carcajada estridente. No había nada en el corredor. Cuando saqué a St. John de su sueño, confesó una entera ignorancia sobre el episodio y se sintió tan turbado como yo. Fue la noche en que los apagados y distantes ladridos sobre el páramo se convirtieron para nosotros en una cierta y pavorosa realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos hallábamos ambos en el museo oculto, percibimos un débil y cauteloso arañaren la única puerta, que conducía a la secreta escalera en espiral de la biblioteca. Nuestra alarma se dividió, pues, además de nuestro miedo a lo desconocido, siempre habíamos abrigado el temor de que nuestra horrenda colección fuese descubierta. Extinguimos todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos de golpe; notamos entonces una inexplicable ráfaga de viento, y oímos, como alejándose velozmente, una singular combinación de susurros, risas contenidas y murmullos articulados. No intentamos determinar si estábamos locos, soñando o en nuestro sano juicio. Sólo comprendimos, con la más negra de las inquietudes, que esos susurros aparentemente espirituales habían sido, sin lugar a dudas, en holandés.

En adelante vivimos sumidos en crecientes horror y fascinación. Casi siempre nos aferrábamos a la teoría de que estábamos enloqueciendo ambos a causa de nuestra vida cargada de emociones antinaturales; pero a veces nos satisfacía más dramatizar considerándonos las víctimas de alguna oscura y aterradora maldición. Las manifestaciones extrañas se habían vuelto demasiado frecuentes para que fuese posible enumerarlas. Nuestra solitaria residencia parecía cobrar vida con la presencia de algún maligno ser cuya naturaleza no podíamos determinar; y, noche tras noche, aquel demoníaco ladrido nos llegaba desde el páramo arrasado por el viento, más y más alto cada vez. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda, debajo de la ventana de la biblioteca, una serie de huellas por completo indescriptibles. Eran tan desconcertantes como las hordas de enormes murciélagos que aleteaban en torno a la vieja casa solariega en cantidades inusitadas y crecientes.

El horror llegó a su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, mientras regresaba de noche a casa desde la lúgubre estación del ferrocarril, fue atacado por alguna espantosa bestia carnívora que lo dejó totalmente despedazado. Sus gritos llegaron hasta la casa, y yo acudí corriendo al lugar del terrible suceso justo a tiempo para oír un batir de alas y ver una vaga y turbia silueta negra recortándose contra la luna ascendente.

Mi amigo agonizaba cuando le hablé y no fue capaz de responderme con coherencia. Todo lo que pudo hacer fue susurrar: «El amuleto... el maldito amuleto...». Luego expiró, una masa inerte de carne desgarrada.

Le di sepultura al día siguiente, a medianoche, en uno de nuestros jardines abandonados, y musité sobre su cadáver uno de los ritos satánicos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última de las demoníacas frases, oí a lo lejos, en el páramo, el apagado ladrido de un sabueso gigante. La luna estaba en lo alto, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi, en el páramo tenuemente iluminado, una nebulosa sombra saltando de montículo en montículo, cerré mis ojos y me arrojé al suelo boca abajo. Al levantarme, tembloroso, no sé cuánto tiempo más tarde, entre tambaleándome en la casa y me puse a hacer espantosas reverencias ante el relicario donde se hallaba el amuleto de jade verde.

Temeroso ahora de vivir solo en la antigua casa del páramo, partí un día después hacia Londres, llevando conmigo el amuleto y tras haber quemado y enterrado el resto de la impía colección del museo. Pero tres noches más tarde oí los ladridos nuevamente, y antes de que transcurriese una semana comencé a sentir que unos ojos extraños me vigilaban incesantemente durante las horas de oscuridad. Una noche, mientras paseaba por el dique Victoria a fin de respirar un poco de aire fresco, vi que una forma negra oscurecía uno de los reflejos de las luces en el agua. Un viento más fuerte que la brisa nocturna comenzó a soplar, y supe que lo que le había sucedido a St. John pronto me sucedería a mí.

Al día siguiente, envolví cuidadosamente el amuleto de jade verde y me embarqué hacia Holanda. No sabía que misericordia podría conseguir restituyendo aquel objeto a su silencioso y durmiente dueño, pero sentía que debía intentar cualquier cosa que pareciese lógica. Qué era exactamente aquel sabueso, y por qué me perseguía, eran para mí cuestiones aún vagas; pero había oído sus ladridos por primera vez en el cementerio holandés, y todos los eventos posteriores, incluidos los agónicos susurros de St. John, me habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. Por eso fue que me hundí en los más profundos abismos de desesperación cuando, en una posada de Rotterdam, descubrí que unos ladrones me habían despojado de mi único medio de salvación.

Los ladridos se oyeron alto esa noche, y por la mañana leí algo sobre un horrible suceso acaecido en el barrio más ruin de la ciudad. La chusma estaba alterada, pues sobre una vivienda de mala reputación se había abatido una muerte roja que estaba más allá de los más pérfidos crímenes hasta entonces cometidos en la vecindad. En una sórdida guarida de ladrones, una familia entera había sido despedazada por algo desconocido que no había dejado rastro alguno, y los que vivían cerca de allí afirmaban haber oído durante toda la noche unos ladridos apagados, profundos e insistentes similares a los de un sabueso gigante.

Finalmente, me encontré una vez más en aquel malsano cementerio sobre el cual una pálida luna invernal proyectaba horribles sombras, los desnudos árboles se inclinaban melancólicamente hacia la marchita hierba helada y las agrietadas lápidas, la iglesia cubierta de hiedra apuntaba con un blasfemo dedo hacia el cielo hostil, y el viento nocturno, proveniente de fríos pantanos y gélidos mares, aullaba maniáticamente. Los ladridos se escuchaban muy débilmente ahora, y cesaron por completo en cuanto alcancé aquella antigua tumba que una vez habíamos violado y espanté con mi presencia una horda anormalmente numerosa de murciélagos que aleteaba de manera muy curiosa en torno a ella.

No sé a qué había ido, salvo tal vez a rezar o a balbucear súplicas y disculpas ante la calma figura blanca que yacía allí enterrada; pero, cualquiera fuera la razón, ataqué la tierra semihelada con una desesperación en parte mía y en parte debida a alguna dominante voluntad ajena a mí. La excavación resultó mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un momento sufrí una curiosa interrupción: un famélico buitre se precipitó desde el frío cielo y comenzó a picotear frenéticamente la tierra hasta que lo maté con un golpe de mi pala. Finalmente, llegué a la pútrida caja oblonga y aparté la húmeda tapa nitrosa. Este fue el último acto racional que ejecuté en mi vida.

Pues, acurrucado en el interior de aquel ataúd secular, y abrazado por un apretado y pesadillesco séquito de enormes y nervudos murciélagos dormidos, yacía el huesudo ser al que mi amigo y yo habíamos robado, sólo que ahora no estaba limpio y plácido como lo habíamos visto entonces, sino todo cubierto de sangre, jirones de carne ajena y pelo, mirándome de manera consciente con cuencas fosforescentes y dedicando, con agudos colmillos manchados de sangre fresca, una retorcida sonrisa a mi inevitable condena. Y cuando de aquellas burlonas fauces brotó un profundo y sardónico ladrido similar al de un sabueso gigante, y advertí que apretaba entre sus sucias y sangrientas garras el fatal amuleto de jade verde extraviado, comencé a gritar y eché a correr insensatamente, mis gritos prontos a disolverse en ataques de histérica risa.

La locura cabalga sobre el viento estelar... garras y dientes se afilan en siglos de cadáveres... una muerte goteante viaja entre una bacanal de murciélagos surgidos de las negras ruinas nocturnas de templos sepultados de Belial... Ahora, mientras los ladridos de aquella muerta monstruosidad descarnada resuenan más y más alto a cada instante, y el furtivo aletear de esos malditos seres describe círculos más y más estrechos en torno a mí, buscaré con mi revólver el olvido que es el único refugio que me queda ante lo innominado e innominable.


Traducción de E. Ehrendost.


H. P. Lovecraft - Los otros dioses



En la cumbre del más alto de los picos de este mundo moran los dioses de la Tierra, y no toleran que hombre alguno se jacte de haberlos contemplado. Alguna vez habitaron en montañas menos altas, pero los hombres de las llanuras escalaban las pendientes de hielo y roca y empujaban así a los dioses a cumbres cada vez más elevadas, hasta que finalmente sólo les quedó la última. Y, a medida que abandonaban sus viejos picos, llevábanse consigo todos sus signos, salvo, según se cuenta, una vez, en la que dejaron una imagen grabada en una ladera del monte llamado Ngranek.

Pero ahora se han retirado a Kadath la desconocida, situada en el desierto de hielo al que ningún hombre se aventura, y se han vuelto severos, pues no existen ya picos más altos a los cuales huir ante la llegada de los hombres. Se han vuelto severos; y, así como en otros tiempos soportaron que el humano los desplazase, ahora le prohíben acercarse o, habiéndose acercado, partir de vuelta. Es bueno que los hombres no sepan sobre Kadath en el desierto de hielo, pues de otro modo su falta de juicio les induciría a escalarla.

A veces, cuando los dioses de la Tierra sienten nostalgia, visitan, en la quietud de la noche, los picos que alguna vez fueran su morada, y lloran suavemente mientras intentan jugar como antaño en aquellas laderas recordadas. Los hombres han sentido las lágrimas de los dioses en el nevado Thurai, mas pensaron que se trataba de lluvia; y han escuchado también los suspiros de los dioses en los quejumbrosos vientos matinales de Lerion. Los dioses acostumbran viajar en sus barcas nubosas, y algunas poblaciones sabias perpetúan leyendas que las mantienen alejadas de ciertos picos altos en las noches nubladas, pues los dioses ya no son indulgentes como antaño.

En Ulthar, más allá del río Skai, vivió una vez un anciano que ansiaba contemplar a los dioses de la Tierra, un anciano profundamente instruido en los siete libros crípticos de la Tierra y familiarizado con los Manuscritos pnakóticos de la gélida y distante Lomar. Su nombre era Barzai el Sabio, y los aldeanos aún recuerdan cómo ascendió a cierta montaña la noche en que tuvo lugar el extraño eclipse.

Tanto sabía Barzai de los dioses, que podía hablar con autoridad de sus idas y venidas; y tantos de sus secretos penetraba, que se lo consideraba a él mismo casi un dios. Fue él quien sabiamente aconsejó a los habitantes de Ulthar cuando promulgaron la extraña ley que prohibía matar gatos, y quien explicó al joven sacerdote Atal a dónde es que van los gatos negros en la medianoche de la Víspera de San Juan. Barzai estaba muy versado en la ciencia de los dioses de la Tierra, y el deseo de contemplar sus rostros había surgido en él. Creía que su gran conocimiento secreto sobre los dioses podría protegerlo de su ira, de modo que resolvió ascender a la cima del alto y rocoso Hatheg-Kla en una noche en la que sabía que los dioses estarían allí.

El Hatheg-Kla se sitúa lejos en el pedregoso desierto que se extiende allende Hatheg, de donde recibe su nombre, y se eleva como una estatua de piedra en un templo silencioso. En torno a su cumbre las nieblas siempre juegan melancólicamente, pues las nieblas son los recuerdos de los dioses y los dioses amaban a Hatheg-Kla cuando, en los tiempos antiguos, habitaban en él. A menudo los dioses de la Tierra visitan el Hatheg-Kla en sus barcas nubosas, esparciendo pálidos vapores sobre las laderas mientras danzan nostálgicamente en la cima bajo una límpida luna. Los aldeanos de Hatheg aseguran que resulta muy peligroso escalar el Hatheg-Kla en cualquier momento, y que resulta mortal escalarlo en las noches en que pálidos vapores ocultan su cima y la luna; mas Barzai no prestó atención a sus palabras cuando arribó de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, que era su discípulo. Atal no era más que el hijo de un hostelero, y a veces tenía miedo, pero el padre de Barzai había sido un landgrave que moraba en un antiguo castillo, de modo que no existían supersticiones vulgares en su sangre y reía de los temerosos aldeanos.

Barzai y Atal abandonaron la aldea de Hatheg y se internaron en el desierto pedregoso a pesar de las súplicas de los aldeanos, y hablaron de los dioses de la Tierra al calor de sus hogueras nocturnas. Caminaron durante muchos días, viendo desde lejos el elevado Hatheg-Kla con su aureola de lúgubre neblina. Al décimo tercer día llegaron al solitario pie de la montaña y Atal confesó sus temores. Pero Barzai era viejo y sabio y carecía de miedos, de modo que se adelantó a ascender por aquella ladera que ningún hombre había escalado desde los tiempos de Sansu, de quien se habla con espanto en los mohosos Manuscritos pnakóticos.

El camino era rocoso y tornábase peligroso por sus precipicios, acantilados y avalanchas. Más adelante apareció la nieve y se volvió muy frío, y con frecuencia Barzai y Atal resbalaban y caían mientras se abrían paso perseverantemente hacia lo alto con ayuda de sus bastones y hachas. Finalmente, el aire se enrareció y el cielo cambió de color, y los alpinistas comenzaron a encontrar difícil respirar, pero siguieron avanzando hacia la cumbre, asombrados por la extrañeza del sitio y emocionados por el pensamiento de lo que sucedería en la cima cuando la luna asomase y los pálidos vapores se esparciesen en torno. Durante tres días escalaron más y más alto hacia el techo del mundo, y entonces acamparon para aguardar a que la luna se cubriese de nubes.

Durante cuatro noches no hubo nubes y la luna brilló gélida a través de las tenues y lúgubres neblinas que envolvían el silencioso pináculo. Mas a la quinta noche, que era la noche que coincidía con el plenilunio, Barzai vio unos densos nubarrones lejos al norte y se quedó vigilando con Atal para verlos acercarse. Vastos y majestuosos navegaban, lenta y deliberadamente hacia delante; y finalmente se congregaron alrededor del pico, muy por encima de ambos espectadores, ocultando la cima y la luna de su vista. Los dos los contemplaron durante una larga hora, mientras los vapores se arremolinaban y el manto de nubes crecía y se tornaba cada vez más tumultuoso. Barzai estaba muy versado en la ciencia de los dioses de la Tierra y escuchaba con atención ciertos sonidos, pero Atal sentía el frío de los vapores y el espanto de la noche y era preso del terror. Y cuando Barzai comenzó a escalar más alto y a hacerle señas ansiosamente, Atal tardó mucho tiempo en decidirse a seguirle.

Tan densos eran los vapores, que el ascenso tornábase dificultoso, y aunque Atal al fin siguió a su guía, apenas si alcanzaba a ver la gris figura de Barzai subiendo la tenebrosa ladera bajo la nubosa luz lunar. Barzai progresaba rápidamente en lo alto y parecía, a pesar de su edad, escalar con mayor facilidad que Atal, sin temor a lo empinado de la pendiente, que empezaba a tornarse amenazante para cualquiera salvo un hombre fuerte y valeroso, y sin detenerse ante los inmensos abismos negros que Atal apenas podía salvar de un salto. Y así siguieron ambos ascendiendo demencialmente sobre precipicios y rocas, tropezando y resbalando, y sobrecogidos ante la vastedad y el horrible silencio de los desoladores pináculos de hielo y las mudas pendientes de granito.

Súbitamente, Barzai desapareció de la vista de Atal tras escalar un espantoso peñasco que parecía proyectarse hacia fuera y bloqueaba el paso de cualquier alpinista que no estuviese inspirado por los dioses de la Tierra. Atal seguía aún muy debajo, preguntándose qué debería hacer al alcanzar la cima, cuando notó con sorpresa que la luz aumentaba, como si el pico sin nubes y el lugar de reunión de los dioses iluminado por la luna estuviesen ya cerca. Y, mientras seguía trepando hacia el prominente peñasco y el luminoso cielo, sintió un temor mayor a cualquier otro que hubiese experimentado hasta entonces. Entonces escuchó, a través de las neblinas, la voz de Barzai que gritaba exultante:

—¡He oído a los dioses! ¡He oído a los dioses de la Tierra cantando sobre el Hatheg-Kla! ¡Las voces de los dioses de la Tierra son conocidas ahora por Barzai el Profeta! Las nieblas son tenues y la luna está brillante: veré a los dioses danzando sobre el Hatheg-Kla, que tanto amaban en su juventud. La sabiduría de Barzai le ha hecho más grande que los dioses de la Tierra, y contra la voluntad de él nada son sus hechizos y barreras. ¡Barzai verá a los dioses, a los orgullosos dioses, a los secretos dioses, a los dioses de la Tierra que rehúyen la mirada del hombre!

Atal no podía oír las voces que Barzai oía, pero se acercaba ya al peñasco y buscaba puntos de apoyo en él. Entonces escuchó que la voz de Barzai aumentaba su sonoridad y estridencia:

—Las nieblas son muy tenues y la luna proyecta sombras sobre la ladera; las voces de los dioses de la Tierra son potentes y salvajes, y temen la llegada de Barzai el Sabio, que es más grande que ellos... La luz de la luna parpadea, como si los dioses de la Tierra estuviesen danzando bajo ella; veré las figuras de los dioses que danzan y aúllan bajo la luz de la luna... La luz se vuelve más tenue, los dioses tienen miedo...

Mientras Barzai gritaba todo aquello, Atal sintió un cambio espectral en el aire, como si las leyes de la Tierra se estuviesen inclinand oante leyes superiores; pues, aunque su camino era más empinado que nunca, el ascenso empezó a volverse tremendamente fácil y el peñasco no resultó ser obstáculo alguno cuando lo alcanzó y trepó peligrosamente por su cara convexa. La luz de la luna comenzó a apagarse de una manera extraña, y Atal pudo ír, mientras se precipitaba hacia lo alto a través de las neblinas, que Barzai el Sabio gritaba en las sombras:

—La luna se oscurece y los dioses danzan en la noche; hay terror en el cielo, pues sobre la luna ha caído un eclipse que no estaba previsto en libro alguno de los hombres o de los dioses de la Tierra... Una magia desconocida obra sobre el Hatheg-Kla, pues los gritos de los dioses asustados se han transformado en risas y las pendientes de hielo se proyectan interminablemente hacia los negros cielos en los cuales parezco hundirme... ¡Hey! ¡Por fin! ¡Por fin! ¡En la tenue luz he visto a los dioses de la Tierra!

Entonces Atal, que resbalaba vertiginosamente por pendientes inconcebibles, escuchó en las tinieblas espantosas risas mezcladas con un grito como el que ningún humano jamás oyó, excepto acaso en el Flegetonte de pesadillas inefables; un grito en el que reverberaban todo el horror y la angustia de una vida entera de agonías comprimidos en un solo momento atroz:

—¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! ¡Los dioses de los infiernos exteriores, que vigilan a los débiles dioses de la Tierra!... ¡No los mires!... ¡Retrocede!... ¡No mires! ¡No mires!... ¡La venganza de los abismos infinitos!... ¡Ese maldito y condenado pozo sin fondo!... ¡Misericordiosos dioses de la Tierra, estoy cayendo en el cielo!

Y mientras Atal cerraba sus ojos, se tapaba los oídos y trataba de resistir el espantoso impulso hacia alturas desconocidas, resonó en el Hatheg-Kla ese terrible trueno que despertó a los buenos aldeanos de las llanuras y a los ciudadanos honestos de Hatheg, Nir y Ulthar y que los hizo alzar sus ojos y contemplar entre las nubes aquel extraño eclipse de luna que ningún libro había predicho. Y cuando la luna finalmente volvió a aparecer, Atal estaba a salvo en las nieves inferiores de la montaña, sin vista de los dioses de la Tierra o de los otros dioses.

Se dice en los Manuscritos pnakóticos que Sansu no encontró nada más que hielo y roca cuando escaló el Hatheg-Kla en la juventud del mundo. Sin embargo, cuando los hombres de Ulthar, Nir y Hatheg vencieron sus miedos y escalaron a la luz del día esa elevación en busca de Barzai el Sabio, encontraron, grabado en la roca desnuda de la cima, un extraño y ciclópeo símbolo de cincuenta codos de largo, como si la piedra hubiese sido labrada por un cincel titánico. Y el símbolo era similar a uno que los sabios conocían de esas partes de los espantosos Manuscritos pnakóticos que son demasiado antiguas para ser leídas. Eso fue lo que encontraron.

Barzai el Sabio nunca fue hallado, ni pudo jamás el sumo sacerdote Atal ser convencido para que rezara por el descanso de su alma. Al día de hoy, la gente de Ulthar, Nir y Hatheg teme los eclipses y reza en las noches en que pálidos vapores ocultan la cima de la montaña y la luna. Y sobre las nieblas del Hatheg-Kla los dioses de la Tierra a veces danzan nostálgicamente, pues saben que allí están seguros, y aman llegar desde Kadath la desconocida en sus barcas nubosas y jugar en aquellas laderas como antaño, cuando la Tierra era joven y el hombre no tenía interés en conquistar los lugares inacesibles.


Traducción de E. Ehrendost.


H. P. Lovecraft - El extraño



Aquella noche soñó el barón muchos horrores,
y todos sus guerreros huéspedes, con sombras y formas
de brujas, de demonios y de grandes gusanos de ataúd,
fueron largo tiempo acosados en pesadillas.

- John Keats.


Desgraciado aquel a quien los recuerdos de la infancia traen sólo temor y tristeza. Desdichado aquel que mira atrás hacia solitarias horas en vastas y lúgubres cámaras cubiertas de marrones cortinajes y exasperantes hileras de libros antiguos, o hacia espantosas vigilias en sombríos bosques de inmensos y grotescos árboles que, cubiertos de enredaderas, silenciosamente agitan sus retorcidas ramas en lo alto. Tal es lo que los dioses me concedieron a mí... a mí, el consternado, el decepcionado; el infecundo, el destrozado. Y, sin embargo, me siento extrañamente contento, y me aferro desesperadamente a esos marchitos recuerdos, cuando mi mente momentáneamente amenaza con alcanzar el otro.

Ignoro dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente viejo e infinitamente horrible, lleno de oscuros pasillos y rematado por altos techos en los que el ojo sólo podía encontrar telarañas y sombras. Las piedras de los desmoronados corredores veíanse siempre hórridamente húmedas, y por todas partes flotaba un maldito hedor, como si se apilaran allí los cadáveres de generaciones enteras. Jamás había luz, de modo que a veces solía encender velas a las cuales poníame a contemplar fijamente en busca de alivio; y nunca llegaba claridad alguna del sol, puesto que los terribles árboles se erguían muy por encima de la más alta torre accesible. Existía una torre negra que alcanzaba a superar a los árboles y llegaba al desconocido cielo exterior, pero se encontraba parcialmente en ruinas y no se podía ascender a ella sino practicando una casi imposible escalada por la escarpada pared, piedra a piedra.

Debo de haber vivido durante años en aquel lugar, pero no sabría decir cuánto tiempo. Alguien tuvo que cuidar de mis necesidades, y, sin embargo, no puedo recordar a ninguna persona excepto a mí mismo, ni a nada vivo salvo las silenciosas ratas, murciélagos y arañas. Supongo que quien me crió debió de ser aterradoramente anciano, puesto que mi primer idea de un ser humano fue la de alguien supuestamente como yo, aunque deforme, marchito y decrépito como el castillo. No había para mí nada de grotesco en los huesos y esqueletos que poblaban algunas de las criptas de piedra que se abrían en lo profundo, entre los cimientos. Increíblemente, asociaba aquellas cosas con los eventos cotidianos, y las creía más naturales que los coloridos grabados de seres vivos que encontraba en muchos de los enmohecidos libros que allí había. De aquellos libros aprendí todo cuanto sé. Ningún maestro me estimuló o guió, y no recuerdo haber oído voz humana alguna en todos aquellos años, ni siquiera la mía; pues, aunque había leído sobre el habla, nunca había pensado en intentar hacerlo. Mi aspecto me era algo igualmente desconocido, pues no había espejos en el castillo, y yo únicamente me consideraba por instinto como semejante a las juveniles figuras que veía dibujadas y pintadas en los libros. Estaba seguro de que era joven porque era poco lo que recordaba.

Fuera, al otro lado del pútrido foso, bajo los mudos y oscuros árboles, a menudo me acostaba y soñaba, durante horas, sobre aquello que leía en los libros; y entonces, anhelantemente, me imaginaba en medio de alegres multitudes, en el soleado mundo de más allá de los interminables bosques. Una vez intenté dejar el bosque atrás, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se volvían más densas y el aire más cargado de funestos horrores, de modo que decidí regresar en frenética carrera antes de que perdiese mi camino en un laberinto de nocturnal silencio.

Así fue que a través de inacabables crepúsculos esperé y soñé, aunque no sabía qué era lo que esperaba. Entonces, en aquella sombría soledad, mi anhelo por la luz se volvió tan vehemente que ya no pude descansar, y con frecuencia elevaba manos suplicantes hacia la negra torre en ruinas que se levantaba única por sobre el bosque y alcanzaba el desconocido cielo exterior. Finalmente resolví escalar dicha torre, aunque caer pudiese, puesto que sería mejor vislumbrar el cielo y perecer que vivir sin jamás haber contemplado el día.

En un húmedo crepúsculo ascendí por los desgastados y añosos peldaños de piedra hasta que llegué al nivel en donde terminaban, y de allí en adelante me aferré peligrosamente a pequeños puntos de apoyo y continué subiendo. Espantoso y terrible era aquel muerto cilindro de roca carente de escaleras; negro, ruinoso, abandonado y siniestro, poblado por sobrecogedores murciélagos cuyas batientes alas no emitían sonido alguno. Pero más espantosa y terrible aún era la lentitud de mi progreso; pues, por más que subía, la oscuridad arriba no se atenuaba, y un nuevo escalofrío, de índole venerable y maldita, me asaltó. Me estremecí al preguntarme por qué no alcanzaba la luz, y habría mirado hacia abajo si me hubiese atrevido. Imaginé que la noche habíase cerrado súbitamente sobre mí, y vanamente busqué a tientas, con una mano libre, el alféizar de alguna ventana por la cual pudiese escudriñar afuera y hacia arriba e intentar juzgar la altura que había alcanzado.

De repente, tras una eternidad de horrorosa y ciega ascensión por ese cóncavo y desesperado precipicio, sentí que mi cabeza daba con algo sólido, y supe que había llegado al techo o, al menos, a algún tipo de plataforma. En las tinieblas elevé mi mano libre y tanteé la barrera, encontrando que era de piedra e inamovible. Entonces realicé un mortal rodeo de la torre, aferrándome a cualquier asidero que el viscoso muro pudiese ofrecer; hasta que finalmente mi mano exploradora descubrió que una parte de la barrera cedía, y comencé a subir nuevamente, empujando la losa o puerta con mi cabeza mientras empleaba ambas manos en mi espantosa ascensión. No se revelaba ninguna luz allí arriba, y a medida que mis manos llegaban más alto supe que mi escalada había por el momento terminado, puesto que la losa era la trampa de una abertura que conducía a una superficie de piedra plana de mayor circunferencia que la torre inferior, indudablemente el suelo de alguna alta y espaciosa cámara de observación. Me arrastré por la abertura cuidadosamente, tratando de evitar que la pesada losa volviese a caer en su sitio, pero fallé en este último propósito. Mientras yacía exhausto sobre el suelo de piedra oí los lúgubres ecos de su golpe, pero confiaba en que podría forzarla nuevamente hacia arriba cuando fuese necesario.

Creyendo que me hallaba ahora a una altura prodigiosa, muy por encima de las malditas ramas del bosque, me levanté del suelo con dificultad y avancé a tientas en busca de ventanas desde las cuales pudiese ver por primera vez el cielo y la luna y las estrellas de las que había leído. Pero quedé totalmente decepcionado, ya que todo lo que encontré fueron vastas estanterías de mármol, que contenían odiosas cajas oblongas de perturbadoras dimensiones. Cada vez reflexionaba más, y me preguntaba qué ancestrales secretos podrían aún permanecer en esa alta estancia por tantos eones aislada del castillo debajo. Entonces mis manos tropezaron inesperadamente con un umbral, en el cual se fijaba un portal de piedra labrado con extraños relieves. Al probarlo lo encontré acerrojado; pero con un supremo esfuerzo vencí todos los obstáculos y logré abrirlo. Al hacerlo, me alcanzó el más puro éxtasis que jamás hubiese conocido, pues, brillando tranquilamente tras una ornada verja de hierro, y al final de una corta escalinata de piedra que ascendía desde el recientemente hallado umbral, distinguíase la radiante luna llena, a la cual jamás había contemplado salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevería a llamar recuerdos.

Imaginando que había ahora alcanzado el mismísimo pináculo del castillo, comencé a subir precipitadamente por los pocos peldaños que había al otro lado del portal; pero el súbito ocultamiento de la luna tras una nube me llevó a tropezar, y proseguí mi camino más lentamente en medio de la oscuridad. Aún estaba muy oscuro cuando llegué a la verja, a la que probé cuidadosamente y encontré sin cerrar, pero que no abrí por miedo a caer desde la asombrosa altura que había escalado. Entonces reapareció la luna.

El más demoníaco de todos los horrores es aquel que proviene de lo abismalmente inesperado y lo grotescamente increíble. Nada de lo que hubiese experimentado hasta entonces podía compararse en terror con lo que veía ahora, con las extravagantes maravillas que aquella visión implicaba. La visión en sí era tan simple como pasmosa, pues se trataba tan sólo de lo siguiente: en lugar de una vertiginosa perspectiva de copas de árboles vistas desde una alta eminencia, extendíase a mi alrededor, al nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, adornada y diversificada por losas y columnas de mármol, y ensombrecida por una antigua iglesia de piedra, cuyo ruinoso chapitel brillaba espectralmente bajo la luz lunar.

Medio inconsciente, abrí la verja y salí tambaleándome por un sendero de grava blanca que se alejaba en dos direcciones. Mi mente, en el aturdimiento y el caos en que se encontraba, aún mantenía el frenético anhelo por la luz, y ni siquiera el fantástico portento que me había acontecido podía detenerme en mi camino. Ni sabía ni me importaba si mi experiencia era locura, sueño o magia; sólo estaba determinado a contemplar brillo y alegría a toda costa. Ignoraba quién o qué era yo, o qué podía ser lo que me rodeaba; sin embargo, mientras continuaba avanzando a traspiés, me volví consciente de una especie de memoria latente que hacía que mi progreso no fuese del todo fortuito. Pasando por debajo de una gran arcada salí al exterior de esa región de losas y columnas, y vagué entonces por el campo abierto, algunas veces siguiendo el camino visible, pero abandonándolo curiosamente en otras para atravesar prados donde sólo ocasionales ruinas señalaban la antigua presencia de una senda olvidada. En un momento determinado crucé a nado un veloz riacho por el sitio donde una desmoronada y musgosa albañilería hablaba de un puente hacía tiempo desaparecido.

Más de dos horas debían de haber transcurrido cuando llegué a lo que parecía ser mi meta, un venerable castillo cubierto de hiedra en un parque espesamente arbolado, exasperantemente familiar, aunque de una extrañeza que me resultaba consternante. Vi que el foso estaba lleno, y que algunas de las bien conocidas torres habían sido demolidas; en cambio, existían nuevas alas que me confundían. Pero lo que contemplé con mayor interés y deleite fueron las abiertas ventanas, que resplandecían magníficamente con luz y difundían sonidos del más alegre bullicio. Acercándome a una de ellas miré hacia dentro y vi un grupo de personas extrañamente vestidas; estaban divirtiéndose, y hablaban animadamente entre sí. Yo no había nunca, aparentemente, oído el habla humana antes, y sólo vagamente podía conjeturar lo que decían. Algunos de los rostros parecían asumir expresiones que me evocaban recuerdos increíblemente remotos; otros éranme completamente extraños.

Entonces pasé, a través de la baja ventana, al interior de la estancia brillantemente iluminada, pasando también, mientras lo hacía, de mi único luminoso momento de esperanza a la más negra convulsión de desesperación y repentina comprensión. La pesadilla estaba lista para llegar, pues, en cuanto entré, se suscitó en forma inmediata una de las más aterradoras manifestaciones de pánico que yo jamás hubiese concebido. Apenas hube cruzado el antepecho, descendió sobre el grupo entero un súbito e inesperado horror de atroz intensidad, deformando todos los rostros y evocando los más horribles gritos de casi todas las gargantas. La huida fue general, y, en medio del clamor y el pánico, varios cayeron en un desmayo y fueron arrastrados hacia fuera por sus compañeros, que huían demencialmente. Muchos cubriéronse los ojos con las manos y tropezaron así ciega y torpemente en su afán por escapar, derribando el mobiliario y dándose de bruces contra las paredes antes de arreglárselas para alcanzar alguna de las numerosas puertas.

Los gritos eran aterradores; y mientras yo seguía de pie en la brillante habitación, solo y confundido, escuchando sus evanescentes ecos, temblé ante el pensamiento de lo que podría estar acechando cerca de mí sin que yo lo viese. A simple vista el cuarto parecía desierto, pero al dirigirme a uno de los rincones creí detectar una presencia: una insinuación de movimiento tras una puerta de arco dorado que conducía a otro cuarto similar. Mientras me aproximaba a dicho arco, comencé a percibir la presencia más claramente; y entonces, con el primer y último sonido que alguna vez proferí –un espantoso lamento que me repugnó casi tan intensamente como su nociva causa–, contemplé, con total y horrible claridad, la inconcebible, indescriptible e inmencionable monstruosidad que había con su sola aparición transformado una alegre compañía en una manada de delirantes fugitivos.

No puedo ni aun insinuar a qué se parecía, pues era una combinación de todo lo que es sucio, siniestro, indeseable, anormal y detestable. Era la demoníaca sombra de la podredumbre, la antigüedad y la descomposición; la pútrida y goteante imagen de una malsana revelación, la atroz desnudez de lo que la misericordiosa tierra debería por siempre esconder. Dios sabe que no era de este mundo –o que ya había dejado de ser de este mundo–, y sin embargo, para horror mío, descubrí en sus consumidos y esqueléticos contornos una fatal y aborrecible parodia del cuerpo humano, y en su mohoso y desintegrado atavío una indecible cualidad que me estremeció aún más.

Me encontraba casi paralizado, pero no tanto como para no realizar un débil esfuerzo por huir: un único traspié hacia atrás, que no logró romper el hechizo en el que el mudo monstruo sin nombre me retenía. Mis ojos, fascinados por las vidriosas órbitas que miraban abominablemente en ellos, se negaban a cerrarse, aunque habían sido misericordiosamente velados y veían al terrible ser muy indistintamente tras la primer impresión. Intenté levantar mi mano para tapar la visión, pero tan aturdidos se hallaban mis nervios que mi brazo no pudo obedecer completamente mi voluntad. El intento, no obstante, fue suficiente para perturbar mi equilibrio, de modo que tuve que tambalearme varios pasos hacia adelante para evitar una caída. En cuanto lo hube hecho me di cuenta, súbita y angustiosamente, de la proximidad de la carroña, cuya horrible y profunda respiración me pareció a medias que podía oír. Casi en garras de la locura, me encontré aún capaz de alzar una mano para mantener alejada a la fétida aparición que me abrumaba tan de cerca, cuando, en un cataclísmico segundo de cósmica pesadilla e infernal accidente, mis dedos tocaron la putrescente zarpa extendida del monstruo bajo el arco dorado.

No grité, pero todos los demoníacos seres necrófagos que cabalgan sobre el viento nocturno lo hicieron por mí, al tiempo en que estallaba sobre mi mente una única y fugaz avalancha de recuerdos aniquiladores del alma. En ese segundo recordé todo lo que había sido; recordé aun más allá del espantoso castillo y los árboles, y reconocí el alterado edificio en el que me hallaba; y, más terrible que todo, reconocí la impía abominación que se erguía frente a mí, contemplándome mientras yo apartaba mis manchados dedos de los suyos.

Pero en el cosmos hay bálsamo así como amargura, y ese bálsamo es la nepente. En el supremo horror de ese segundo olvidé aquello que me había horrorizado, y el estallido de negros recuerdos se desvaneció en un caos de imágenes reverberantes. Como en un sueño, huí de ese hechizado y maldito lugar, y corrí rápida y silenciosamente bajo la luz de la luna. Cuando retorné a la cripta de mármol y descendí los peldaños, encontré que la trampa habíase vuelto inamovible, pero no lo lamenté, pues odiaba al viejo castillo y a los árboles. Ahora cabalgo con los blasfemantes demonios nocturnos sobre los vientos de la noche, y me entretengo durante el día entre las catacumbas de Nefren-Ka, en el oculto y desconocido valle de Hadoth junto al Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la de la luna sobre los rocosos sepulcros de Neb, ni tampoco diversión alguna, salvo los inefables festines de Nitokris bajo la Gran Pirámide; sin embargo, en mi nuevo estado de salvajismo y libertad, casi agradezco la amargura de ser un extraño.

Pues aunque la nepente me ha calmado sé que siempre seré un extraño; un extraño en este siglo y entre aquellos que aún son hombres. Esto es lo que he comprendido desde que extendí mis dedos hacia la abominación bajo aquel gran marco dorado, desde que extendí mis dedos y toqué una fría y firme superficie de cristal pulido.


Traducción de E. Ehrendost.