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Lord Byron - Caín



                                    LUCIFER
Somos almas que se atreven a usar su inmortalidad;
almas que se atreven a mirar al tirano omnipotente
directo a su rostro eterno, y a decirle
que su mal no es un bien. Si él hizo todo,
como dice (cosa que no sé, ni creo tampoco),
si nos hizo incluso a nosotros, no nos puede deshacer:
somos inmortales. Más aún, él nos quiso así
para poder torturarnos; ¡que lo haga! Es grande,
mas, en su grandeza, no es más feliz que nosotros
en nuestros conflictos. La bondad no habría creado
el mal; y, sin embargo, ¿qué otra cosa ha creado?
Que se siente en su vasto y solitario trono,
creando mundos a fin de hacer la eternidad
menos agobiante para su existencia inmensa
y la soledad que con nadie puede compartir.
Que amontone mundo sobre mundo: está solo,
tirano totalmente indisoluble e indefinido.
Si tan sólo pudiera aniquilarse a sí mismo,
sería éste el mejor don que jamás hubiese concedido;
pero que siga reinando, y multiplicándose en la miseria.
Los espíritus y los hombres, al menos, nos compadecemos
y, sufriendo en conjunto, hacemos a nuestros dolores,
innumerables, algo más tolerables para todos
por medio de una ilimitada compasión universal.
¡Pero él!, tan miserable en su altura,
y tan inquieto en su miseria, debe aún crear,
y volver a crear... Quizás algún día
se otorgue a sí mismo un Hijo, así como
te dio a ti un padre; y, si así lo hace,
quede dicho, su Hijo no será sino un Sacrificio.

                                          [...]


                                    LUCIFER
Y esa debería ser toda la suma humana
de conocimiento: saber que la naturaleza mortal
no es nada. Lega esa ciencia a tus hijos
y les ahorrarás muchas torturas.

                                        CAÍN
                                                             ¡Altivo espíritu!,
dices eso orgullosamente; pero tú, aunque orgulloso,
tienes un superior.

                                    LUCIFER
                                     ¡No! ¡Por el Cielo, que él
retiene, y el abismo y la inmensidad de mundos
y de vida, que yo retengo con él, no!
Tengo un vencedor, es cierto, pero no un superior.
Homenaje él tiene de todos, pero ninguno de mí;
combato contra él por éste, tal como combatí
en el altísimo Cielo. A través de toda la eternidad,
y de los insondables abismos del Hades,
y de los interminables reinos del espacio,
y de la infinitud de edades sin término,
¡todo, todo lo disputaré yo! Y mundo por mundo,
y estrella por estrella, y universo por universo,
todo temblará en la balanza, hasta que el gran
conflicto cese, si es que alguna vez cesará,
lo cual nunca hará, no sino hasta que él o yo
sucumbamos. ¿Y qué puede hacer sucumbir nuestra
inmortalidad, nuestro mutuo e irrevocable odio?
Él, como conquistador, llamará a lo conquistado
el mal; pero ¿qué será el bien que él dará?
Si el vencedor fuese yo, sus obras serían juzgadas
las únicas malvadas. Y a vosotros, a vosotros,
nuevos y apenas nacidos mortales, ¿cuáles han sido
los dones que os ha dado en vuestro pequeño mundo?

                                        CAÍN
No han sido sino pocos, y algunos de éstos sólo amargos.

                                    LUCIFER
Regresa conmigo, entonces, a tu Tierra, y pon a prueba
el resto de los celestiales dones otorgados a ti y a los tuyos.
El bien y el mal son cosas en su propia esencia,
y no hechas buenas o malas por aquel que las da;
mas si él os da el bien, llamadlo así,
y si de él brota el mal, no lo llaméis mío
hasta que no conozcáis mejor su verdadera fuente;
y no juzguéis por palabras, aunque de espíritus,
sino por los frutos de vuestra existencia, como debe ser.
Un buen don la manzana fatal os ha conferido:
vuestra razón; no dejéis que ésta sea oprimida
por tiránicas amenazas para forzaros a una fe
en contra de todo sentido externo y sentimiento interno;
pensad y resistid, y forjad un mundo interior
en vuestro propio pecho allí donde el exterior falle;
así estaréis más cerca de la naturaleza espiritual
y combatiréis triunfantes con la vuestra.

                                     [...]


Traducción de E. Ehrendost.

Lord Byron - Manfred



                             UNA VOZ
Cuando la luna yazca en la ola,
    y la luciérnaga en el pasto,
y el meteoro en la tumba,
    y el fuego fatuo en el pantano;
cuando las estrellas fugaces estén cayendo,
y los búhos ululando se estén respondiendo,
y las silenciosas hojas estén tranquilas
en la densa sombra de la colina,
mi alma sobre la tuya estará
con un poder y una señal.

Aunque tu sueño pueda ser profundo
tu espíritu nunca dormirá:
hay sombras que no se desvanecerán,
hay pensamientos que no podrás desterrar;
por un poder que te es desconocido,
nunca más podrás hallar la soledad;
estás envuelto como con una mortaja,
estás atrapado en una nube,
y por siempre morarás así oprimido
en el espíritu de este negro hechizo.

Aun cuando no me veas tú pasar,
con tus ojos igual me sentirás,
como algo que, aunque invisible,
a tu lado ha estado, y aún deberá estar;
y cuando, en ese secreto temor,
hayas girado tu cabeza alrededor,
te maravillarás al ver que no soy
como tu sombra en aquel lugar;
y el poder que entonces sentirás
será aquello que siempre ocultarás.

Y un mágico verso y una voz
te han bautizado con una maldición;
y un espíritu del aire
con un lazo te rodeó;
en el viento un susurro habrá
que te prohibirá el regocijo hallar;
y por siempre la Noche te negará
de la quietud de su cielo poder gozar;
mientras que todo día un sol tendrá
que te hará desear verlo terminar.

De tus falsas lágrimas destilé
un veneno que para matar tiene poder;
exprimí luego, de tu impío corazón,
la más negra sangre de su más negro manantial;
de tu sonrisa arrebaté la serpiente
que se retorcía allí como en un matorral;
de tus labios saqué el encanto
que les dio a todos éstos su principal daño;
y, al probar cada veneno conocido,
encontré que el más fuerte era el de ti extraído.

Por tu helado pecho y tu sonrisa de cobra,
por los insondables abismos de tu astucia,
por tu mirada tan aparentemente virtuosa,
por la hipocresía de tu alma oculta;
por la perfección de tus negras artes,
que hacen que por humano tu corazón pase;
por el placer que en el dolor de los otros obtienes,
y por la hermandad que con Caín tú tienes,
¡te llamo, te llamo ahora, y te compelo
a que tú mismo seas tu propio Infierno!

Y sobre tu cabeza vierto el frasco
que te consagra a este funesto sino;
ni morir ni hallar jamás descanso
estará ya en tu destino;
aun cuando a tus deseos muy cercana parezca
la muerte, miedo, sólo miedo será ésta.
¡Ved!, a tu alrededor el hechizo ya se mueve,
la silenciosa cadena te ha atado;
sobre tu corazón y sobre tu mente
la sentencia ha pasado, ¡ahora marchítate, gusano!

                                     [...]


                              MANFRED
A partir de mi juventud
mi espíritu no caminó con las almas de los hombres,
ni pude ya mirar a la tierra con ojos humanos;
la sed de su ambición no era mía;
la finalidad de su existencia no era mía;
mis alegrías, mis aflicciones, mis pasiones y mis poderes
me hicieron un extraño; aunque llevaba su forma,
no simpatizaba con la carne viviente,
ni entre las criaturas de arcilla que me rodeaban
había sino una... pero de ella luego. Decía
que con los hombres, y con los pensamientos de los hombres,
yo no tenía sino un leve contacto; pero, en cambio,
toda mi dicha se hallaba en lo desolado, en respirar
el difícil aire de las heladas cimas de las montañas,
donde las aves no se atreven a anidar, ni alas de insecto
se agitan sobre la piedra carente de hierba;
o en sumergirme en el torrente, y nadar en el veloz
remolino de la ola que acababa de romper,
ya de río o de océano, en su fluir.
En esto encontraban gozo mis tempranas fuerzas,
o en seguir a través de la noche la marcha de la luna,
las estrellas y su revolución, o en atrapar con la mirada
a los deslumbrantes relámpagos hasta que mi vista se oscurecía,
o en observar, escuchando, a las hojas caídas
mientras los vientos del otoño entonaban sus nocturnos cánticos.
Estos eran mis pasatiempos, y estar solo;
pues si los seres de los que yo era uno,
odiando serlo, se cruzaban en mi camino,
yo me sentía nuevamente degradado a ellos,
y era arcilla una vez más. Y entonces me zambullía,
en mis solitarios vagabundeos, en las cavernas de la muerte,
buscando su causa en su efecto, y sacaba
de los blancos huesos, los cráneos, y el polvo amontonado,
conclusiones de lo más prohibidas. Luego pasé las noches
de muchos años en las ciencias, ciencias sólo enseñadas
en las edades antiguas; y con tiempo y fatiga,
y pruebas terribles, y una penitencia tal
como la que en sí misma tiene poder sobre el aire
y los espíritus que dominan aire y tierra,
el espacio, y el poblado infinito, volví
a mis ojos familiares con la Eternidad,
así como, antes que yo, lo hicieron los brujos,
y aquel que de las fuentes que tenían por morada evocó
a Eros y a Anteros, en la remota Gadara,
como yo hice contigo; y con mi saber creció
mi sed de saber, y el poder y el gozo
de esta brillante inteligencia...

                                     [...]


Traducción de E. Ehrendost.

Lord Byron - Oscuridad



Tuve un sueño que no fue del todo un sueño.
El brillante sol se había extinguido, las estrellas
vagaban oscuramente por el eterno espacio,
sin luz y sin rumbo, y la helada tierra
giraba ciega y ennegrecida en un aire sin luna.
La mañana vino y se fue, y volvió sin traer el día;
y los hombres olvidaron sus pasiones en el terror
de su inminente ruina, mientras sus corazones
se enfriaban en una egoísta plegaria por luz.
Pronto vivieron entre hogueras: los tronos,
los palacios de los reyes, las humildes cabañas
y las moradas de todos los habitantes del mundo
ardieron como faros; ciudades fueron quemadas,
y los hombres se reunieron en torno a sus hogares
en llamas para verse una vez más a los rostros;
felices aquellos que vivían junto a los volcanes
y sus encumbradas antorchas. En el mundo
sólo quedó una tímida esperanza; los bosques
empezaron a ser incendiados, pero hora a hora
se reducían: los troncos caían con un estrépito,
se extinguían, y una vez más todo era negro.
Los rostros de los hombres bajo esa agónica luz
ofrecían un aspecto fantasmal cuando, por azar,
se veían iluminados. Algunos se echaban al suelo,
se tapaban los ojos y lloraban; otros apoyaban
sus mentones sobre sus puños y sonreían;
y otros corrían de un lado a otro, alimentaban
sus piras funerarias con más combustible,
miraban con loco desasosiego al apagado cielo,
el velo mortuorio de un mundo perdido, y de nuevo,
profiriendo blasfemias, bajaban la mirada al polvo,
hacían rechinar sus dientes y aullaban. Las aves
chillaban y, aterradas, deambulaban por el suelo,
batiendo sus inútiles alas; las fieras salvajes
se acercaban, mansas y trémulas; y las serpientes
se arrastraban y se enroscaban entre la multitud,
siseando pero sin morder; y todos eran devorados.
Y la guerra, que por un instante había cesado,
se volvió a nutrir; un alimento se pagaba con sangre,
y cada hombre se alejaba hoscamente del resto
para llenarse entre las sombras. El amor murió.
El mundo entero era un solo pensamiento: muerte,
inmediata y sin gloria. Y la agonía del hambre
se cebó en todas las entrañas; los hombres morían
y sus huesos y su carne quedaban insepultos;
los moribundos por los moribundos eran devorados;
y hasta los perros atacaban a sus amos, salvo uno
que fue leal al cadáver del suyo y mantuvo a aves,
bestias y hombres alejados hasta que el hambre
los derribaba o los muertos que caían tentaban
a sus famélicas mandíbulas. No buscó alimento,
sino que con una triste mirada, un largo gemido
y un rápido aullido desolado, lamiendo la mano
que no respondía ya con una caricia, murió.
La humanidad pereció lentamente de hambre,
pero dos habitantes de una ciudad sobrevivieron,
y eran enemigos. Se encontraron en las cercanías
de los agonizantes rescoldos de una iglesia
en la cual una gran pila de objetos sagrados
habían servido para un uso profano; temblando,
juntaron con sus heladas y esqueléticas manos
las débiles cenizas, y sus extenuados alientos
soplaron por una pequeña vida y obtuvieron
una llama que era una burla. Entonces alzaron
sus ojos, a medida que la luminosidad crecía,
y contemplaron el aspecto del otro: se vieron,
gritaron y murieron, víctimas de su mutua fealdad,
sin saber quién era aquel sobre cuya frente
el hambre había escrito «Demonio». El mundo
estaba vacío; lo populoso y lo poderoso era ahora
un despojo sin estaciones, hierbas, árboles, hombres
o vida, una mole de muerte, un caos de fría arcilla.
Los ríos, lagos y océanos permanecían inmóviles
y ya nada se agitaba en sus silentes profundidades;
naves sin marineros se pudrían en el mar
y, cuando sus carcomidos mástiles caían al agua,
se hundían en el abismo sin causar onda alguna;
las olas estaban muertas; las mareas, sepultadas;
la luna, su señora, había expirado tiempo antes.
Los vientos se habían marchitado en el aire inmóvil
y las nubes habían perecido. La Oscuridad ya no
precisaba más de su ayuda: ella era el Universo.


Traducción de E. Ehrendost.