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Parnell, Young, Blair, Gray - Poesía de cementerio



Thomas Parnell - Nocturno sobre la muerte


A la vacilante lumbre azul de la candela,
ya no pasaré mis extensas noches de vigilia
empeñado en leer con interminable vista
las palabras de los académicos y eruditos:
sus libros se alejan demasiado de la sabiduría
o, como mucho, señalan el camino más largo.
Buscaré, en cambio, una senda más directa
e iré a donde la mayor sabiduría se enseña.

¡Cuán oscuro es el azul que tiñe ese cielo
en el que yacen innúmeras esferas doradas
por entre cuyas filas, en plateado orgullo,
un bajo cuarto creciente parece deslizarse!
La adormilada brisa se olvida de soplar
y claro y tranquilo descansa el lago debajo,
donde nuevamente la constelada visión
desciende para asaltar nuestra mirada.
El terreno, que por la derecha asciende,
en la penumbra se desvanece de la vista;
la izquierda presenta un sitio de tumbas
cuyo muro es bañado por aguas silentes.
Un campanario guía a los ojos dubitativos
entre los lívidos resplandores de la noche.
Caminando allí con paso melancólico,
entre los solemnes túmulos del destino,
uno piensa, mientras pisa suavemente
sobre los venerables restos mortuorios:
«Un tiempo hubo en que como tú vivieron,
y un tiempo habrá en que tú descansarás».

Esas tumbas que, bajo los sauces llorones,
sin nombre salpican un terreno irregular
rápidamente revelan al atento pensamiento
dónde descansan la Pobreza y el Esfuerzo.

Las pulidas lápidas que ostentan un nombre
que el delgado cincel ayudó a preservar
(para que, antes de seguirlos a la tumba,
sus deudos pudiesen a menudo visitarlos)
señalan una raza intermedia de mortales,
hombres ambiciosos mas desconocidos.

Y los sepulcros de mármol que cobijan
a sus muertos bajo altos arcos abovedados,
y cuyos pilares lucen piedras esculpidas
de armas, ángeles, huesos y epitafios,
los pobres restos de una antigua dignidad,
adornan a los ricos o alaban a los grandes,
quienes, aunque famosos cuando vivieron,
ignoran ahora la fama que los ha sucedido.

¡Ja! Mientras miro, la pálida Cintia se oculta,
la tierra se abre y las sombras se revelan.
Lentas, pálidas y envueltas en mortajas,
se levantan en fantasmales multitudes
y, con severos acentos, al unísono exclaman:
«¡Piensa, mortal, en lo que es morir!».
 
                          [...]



Edward Young - Pensamientos nocturnos


¡Suave restaurador de la fatigada Naturaleza, dulce Sueño!
Él, al igual que todo el mundo, acude puntualmente
a donde sonríe la Fortuna, abandonando a los miserables
y huyendo veloz de la aflicción, con sus mullidas plumas,
para posarse en los párpados inmaculados de lágrimas.

De un exiguo (como es habitual) e intranquilo reposo
despierto: ¡cuán felices aquellos que no despiertan más!
Mas de nada me serviría si sueños infestasen la tumba.
Despierto tras emerger de un tumultuoso mar de sueños
por el que, naufragando, mi desesperado pensamiento,
yendo de ola en ola de onírica miseria, al azar navegó
hasta hundirse, habiendo perdido el timón de la razón.
Aunque ahora restaurado, es sólo un cambio de dolor,
un amargo cambio de uno severo por otro más severo.
El día es demasiado corto para mis padecimientos,
y la noche, incluso en el cénit de su oscuro dominio,
es luz solar al ser comparada con el color de mi destino.

Desde su trono de ébano, la Noche, diosa de azabache,
proyecta ahora, engalanada en tenebrosa majestad,
su cetro de plomo sobre un mundo que duerme.
¡Cuán mortal silencio! ¡Cuán profunda oscuridad!
Ni el ojo ni el atento oído encuentran objeto alguno;
toda la creación reposa. Es como si el pulso general
de la vida se detuviese y la Naturaleza hiciese una pausa;
¡una pausa aterradora, profética de su propio final!
Quisiera que esa profecía acelerase su cumplimiento:
¡dejad caer el telón, Destino!, ya no soporto tanta derrota.

                                        [...]

¿Debo, entonces, sólo buscar en lo sucesivo la Muerte?
Giro mis ojos hacia atrás y la encuentro también allí.
El hombre se sobrevive a sí mismo año tras año;
el hombre, como un arroyo, no es sino un perpetuo fluir,
y la Muerte es la feroz destructora de presas cotidianas.
Mi juventud y mi mediodía son suyos, mi ayer;
y la audaz invasora comparte también mi hora presente.
Cada momento cierra el ataúd sobre el anterior.
A medida que el hombre crece, su vida decrece,
y ya la cuna nos acerca a la tumba: nuestro nacimiento
no es mucho más que el comienzo de nuestra muerte,
así como la vela se empieza a consumir al encenderse.
 
                                        [...]



Robert Blair - La Tumba


Mientras algunos prefieren el sol y otros la sombra,
algunos evitan la sociedad y otros la reclusión,
siendo sus objetivos tan variados como los caminos
que toman al viajar por la vida, mía será la tarea
de pintar los tenebrosos horrores del sepulcro,
el lugar de reunión donde finalmente se encontrarán
todos esos viajeros, ¡e imploro para ello tu socorro,
Rey eterno en cuyo poder se encuentran las llaves
de la muerte y del Infierno! ¡Oh, Tumba, temido lugar,
el hombre se estremece cuando eres mencionada,
y la aterrada Naturaleza pierde su habitual firmeza!
¡Ah, cuán sombríos son tus vastos reinos y tus tristes
dominios, donde sólo reinan el silencio y la Noche,
oscura como lo era el Caos antes de que el joven sol
hubiese empezado a rodar o arrojado rayo alguno
hacia las profundas tinieblas! La vela mortecina,
al arder a través de las brumosas y siniestras bóvedas
cubiertas de mohosa humedad y viscoso cieno,
deja caer un horror multiplicado sobre todo
y sólo sirve para volver más ominosa la noche.
¡Terrible sitio, bien te reconozco por tu confiable tejo!
¡Oh, planta sombría y antisocial, que amas morar
en medio de cráneos, ataúdes, gusanos y epitafios,
allí donde volátiles fantasmas y espectrales sombras,
según dicen, toman forma bajo la pálida y fría luna
para llevar a cabo sus místicas danzas y rondas!:
tú no conoces, lúgubre árbol, más alegría que esa.

¡Ved aquella pequeña capilla sagrada, la piadosa obra
de nombres otrora famosos, ahora dudosos u olvidados
y enterrados entre las ruinas de las cosas que fueron!:
allí yacen en sus sepulcros los muertos más ilustres.
El viento sopla, ¡oíd cómo aúlla!; no creo haber oído
nunca hasta hoy un sonido tan deprimente como este.
Puertas crujen, ventanas golpean, y el ave de la noche
chilla desde el elevado chapitel; las sombrías naves,
de negras paredes que ostentan andrajosos blasones
y deslucidos escudos de armas, devuelven el sonido,
con ecos más pesados, desde las profundas bóvedas,
las mansiones de los muertos. Despertando allí
de sus sueños, los aterradores espectros se levantan
en sus espantosos sudarios, sonríen horriblemente
y empiezan a ir y venir, tan silentes como la Noche.
El autillo ulula de nuevo: ¡ah, funesto sonido!
No oiré ya más, pues hiela la sangre de cualquiera.

En torno a la capilla, una hilera de venerables olmos,
casi tan antiguos como aquella, alzan sus despojos
largamente azotados por los vientos: unos inclinan
sus troncos sin ramas; otros lucen copas tan delgadas
que difícilmente podrían sostener dos grajos a la vez.
Cosas extrañas, dicen los lugareños, han sucedido allí:
salvajes alaridos han surgido de las hondas tumbas,
muertos han regresado y deambulado por el páramo,
y la gran campana ha sonado sin que nadie la tocara
(tales las historias que narran, en velorios o cotilleos,
cuando la hora de las brujas empieza a aproximarse).
 
                                       [...]



Thomas Gray - Elegía escrita en un cementerio rural


El tañido de la campana anuncia el final del día,
    el rebaño desciende lentamente por el prado,
y el labrador, retornando a su casa con paso cansino,
    nos deja el mundo entero a la oscuridad y a mí.

El desvaído paisaje se esfuma poco a poco de la vista
    y todo el aire va adoptando una solemne calma
que sólo interrumpe el zumbido del abejorro al volar
    y los monótonos cencerros de rediles lejanos,

salvo cuando de aquella torre cubierta de hiedra
    el afligido búho eleva a la luna sus quejas
por los que merodean en torno a su secreto refugio
    y perturban así sus otrora solitarios dominios.

Bajo aquellos robustos olmos, a la sombra del tejo,
    donde la hierba cubre varios túmulos agusanados,
descansando para siempre en sus angostas celdas
    reposan los sencillos ancestros de la aldea.

Ni el llamado ventoso de la perfumada aurora,
    la golondrina gorjeando sobre el cobertizo,
el estridente clarín del gallo o los cuernos de caza
    podrán ya levantarlos de sus humildes lechos.

Para ellos ya no arderá el cálido fuego del hogar
    ni la ajetreada esposa ofrecerá la caricia nocturna;
ningún niño correrá a celebrar el regreso paterno
    o subirá a sus rodillas para dar el esperado beso.

Las cosechas solían rendirse al golpe de sus hoces
    y la resistente tierra solía abrir amable sus surcos.
¡Cuán felices guiaban sus yuntas por los campos!
    ¡Cómo se inclinaban los bosques bajo sus hachazos!

Que la Ambición no se burle de sus útiles esfuerzos,
    sus alegrías hogareñas y sus oscuros destinos;
que la Grandeza no escuche con sonrisa desdeñosa
    las breves y sencillas historias de los pobres.

El orgullo del heráldico blasón, la pompa del poder
    y todo cuanto la belleza y la riqueza aportan
aguardan de igual manera la inevitable hora:
    los senderos de gloria no conducen sino a la tumba.

Vosotros, arrogantes, no los culpéis si la Memoria
    no eleva sobre sus túmulos grandes trofeos
mientras en las largas naves y rancias criptas
    resonantes himnos inflan las notas de alabanza.

¿Pueden acaso la urna labrada o el vívido busto
    traer el hálito pasajero de vuelta a su mansión?
¿Puede la voz del Honor animar el mudo polvo
    o el Halago ablandar el frío oído de la Muerte?

 
                                [...]


Traducciones de E. Ehrendost.