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C. M. Leconte de Lisle - Poemas bárbaros



                              El frío viento de la noche

El frío viento de la noche sopla a través de los árboles
y quiebra de vez en cuando las ramas secas de estos;
la nieve, sobre la llanura en la que yacen los muertos,
como un sudario extiende su blanco manto a lo lejos.

En negra hilera, al borde del estrecho horizonte,
un largo séquito de cuervos pasa rasante sobre la tierra,
y algunos perros, excavando una colina solitaria,
entrechocan sus huesos sobre la áspera hierba.

Bajo los pastos helados oigo gemir a los muertos.
¡Oh, pálidos habitantes de la noche privados de despertar!,
¿qué amargo recuerdo turba así vuestro reposo
y escapa de vuestros gélidos labios en hondos sollozos?

¡Olvidad, olvidad! Vuestros corazones están consumidos
y vuestras arterias están vacías de sangre y de calor.
¡Oh, muertos, benditos muertos, víctimas de ávidos gusanos,
recordad poco de la vida y procurad descansar!

¡Ah!, cuando a vuestros profundos lechos yo descienda,
como un esclavo anciano que al fin ve sus cadenas caer,
¡cómo amaré sentir, libre de todos los males sufridos,
mi tan esperada entrada a la ceniza común!

Mas, ¡oh, sueño!, los muertos callan en la noche.
Es el viento; es el esfuerzo de los perros en el pasto;
es tu triste suspiro, ¡implacable Naturaleza!;
es el llanto y el gemir de mi corazón ulcerado.

¡Cállate ya! El cielo es sordo y la tierra te desdeña.
¿Para qué tantas lágrimas, si no podrás curarte?
Sé mejor como el lobo herido, que calla al morir
y que muerde el puñal con sus fauces sangrantes.

Un latido más aún, una tortura más... aún. Luego, nada.
La tierra se abre, un poco de carne cae en esa cavidad,
y la hierba del olvido, cubriendo pronto la sepultura,
crece eternamente sobre ese pasado montón de vanidad.



                          El último recuerdo

Viví y he muerto. Con los ojos abiertos me hundo
en el inconmensurable abismo, sin ver nada,
lento como una agonía, pesado como una multitud.

Inerte, pálido, hacia el fondo de una lúgubre sima
voy cayendo hora tras hora, año tras año,
a través del silencio, la quietud y la negrura.

Pienso y no siento ya nada. La prueba ha terminado.
¿Qué es, pues, la vida? ¿Era yo joven o anciano?
¡Sol!, ¡amor!... Nada, nada. ¡Adiós, carne abandonada,

gira, húndete, desaparece! El vacío está ante tus ojos
y el olvido te oscurece y absorbe cada vez más.
¡Pero yo soñaba! No, no: estoy bien muerto. Mejor así.

Pero ¿y ese espectro, ese grito, esa horrible herida?
Eso debió de sucederme en tiempos muy lejanos.
¡Oh, noche de la nada, llévame! Una cosa es segura:

alguien me devoró el corazón. Yo me acuerdo.



                          Paisaje polar

Un mundo muerto, inmensa espuma de mar,
vorágine de sombra estéril y de luces espectrales,
chorros de picos convulsos lanzados en espiral
que se extravían locamente en la amarga niebla.

Un áspero cielo que rueda en bloques, duro infierno
por donde pasan volando los gritos sepulcrales,
las risas, los gemidos, los alaridos y los estertores
que un viento siniestro arranca a su clarín de hierro.

Sobre los altos cabos rocosos, roídos por olas voraces,
se endurecen los brumosos dioses de antiguas razas,
congelados en sus sueños y en su lividez;

y los grandes osos, blanqueados por las nieves antiguas,
balancean aquí y allí sus cuellos epilépticos,
ebrios y monstruosos, y babean de placer.



Traducciones de E. Ehrendost.