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Marc-Antoine Girard de Saint-Amant - La soledad



¡Oh, cómo adoro yo la soledad!
¡Lugares consagrados a la noche,
alejados del tumulto y del ruido,
cómo dais sosiego a mis angustias!
¡Oh, cómo se complacen mis ojos
al ver a estos bosques, ya presentes
en el origen mismo de los tiempos
y que todos los siglos han venerado,
permanecer tan verdes y magníficos
como en los primeros días del universo!

Un alegre céfiro acaricia su follaje
con un movimiento dulce y agradable,
y nada salvo su imponente altura
pone de manifiesto su extrema vejez.
Tiempo atrás, Pan y sus semidioses
vinieron aquí a buscar refugio,
cuando Júpiter abrió los cielos
a fin de enviarnos su diluvio,
y, trepándose a las altas ramas,
a duras penas si vieron las aguas.

¡Oh, cómo sobre este espino florecido,
que ha enamorado a la primavera,
Filomela, con su tierno canto,
mantiene vivos mis ensueños!
¡Y cuán placentero me resulta ver
estos montes y sus precipicios,
que los golpes de la desesperación
tan propicios hacen a los desdichados
cuando la crueldad de su suerte
los empuja a buscar la muerte!

¡Oh, cuán dulce me es el bramido
de esos torrentes vagabundos,
que se precipitan entre saltos
por aquel valle verde y salvaje,
y que, deslizándose bajo los arbustos
al igual que serpientes por la hierba,
se vuelven luego agradables arroyos
en los que alguna orgullosa náyade
reina, como en su lecho natal,
sentada sobre un trono de cristal!

                         [...]

¡Oh, cómo amo ver la decadencia
de esos viejos castillos en ruinas
contra los que los años amotinados
han desplegado toda su insolencia!
Allí las brujas celebran sus sabbats;
allí se ocultan los traviesos demonios
que, con maliciosas jugarretas,
engañan y burlan nuestros sentidos;
y allí anidan, en miles de agujeros,
culebras, búhos y mochuelos.

Los fúnebres gritos de la lechuza,
mortales augurios del destino,
hacen reír y danzar a los elfos
en esos lugares llenos de tinieblas.
Bajo una viga de madera maldita
se balancea el horrible esqueleto
de un pobre amante que se ahorcó
por una pastora insensible y cruel
que ni una sola mirada de piedad
se dignó a dirigir a su amistad.

Pero el Cielo, imparcial juez
que mantiene las leyes en vigor,
pronunció contra aquel rigor
una aterradora sentencia:
alrededor de esos viejos huesos,
el alma en pena de la condenada
debe lamentar con largos gemidos
el infortunado destino del joven
y contemplar, con horror creciente,
el efecto de su crimen para siempre.

Allí perduran, sobre el mármol,
divisas de tiempos pasados;
aquí los años han casi borrado
letras talladas sobre los árboles;
los techos del lugar más elevado
yacen caídos en los subsuelos
que los sapos y las babosas
ensucian con su baba y su veneno;
y la hiedra trepa sobre el hogar
a la sombra de aquel enorme nogal.

                         [...]


Traducción de E. Ehrendost.