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Parnell, Young, Blair, Gray - Poesía de cementerio



Thomas Parnell - Nocturno sobre la muerte


A la vacilante lumbre azul de la candela,
ya no pasaré mis extensas noches de vigilia
empeñado en leer con interminable vista
las palabras de los académicos y eruditos:
sus libros se alejan demasiado de la sabiduría
o, como mucho, señalan el camino más largo.
Buscaré, en cambio, una senda más directa
e iré a donde la mayor sabiduría se enseña.

¡Cuán oscuro es el azul que tiñe ese cielo
en el que yacen innúmeras esferas doradas
por entre cuyas filas, en plateado orgullo,
un bajo cuarto creciente parece deslizarse!
La adormilada brisa se olvida de soplar
y claro y tranquilo descansa el lago debajo,
donde nuevamente la constelada visión
desciende para asaltar nuestra mirada.
El terreno, que por la derecha asciende,
en la penumbra se desvanece de la vista;
la izquierda presenta un sitio de tumbas
cuyo muro es bañado por aguas silentes.
Un campanario guía a los ojos dubitativos
entre los lívidos resplandores de la noche.
Caminando allí con paso melancólico,
entre los solemnes túmulos del destino,
uno piensa, mientras pisa suavemente
sobre los venerables restos mortuorios:
«Un tiempo hubo en que como tú vivieron,
y un tiempo habrá en que tú descansarás».

Esas tumbas que, bajo los sauces llorones,
sin nombre salpican un terreno irregular
rápidamente revelan al atento pensamiento
dónde descansan la Pobreza y el Esfuerzo.

Las pulidas lápidas que ostentan un nombre
que el delgado cincel ayudó a preservar
(para que, antes de seguirlos a la tumba,
sus deudos pudiesen a menudo visitarlos)
señalan una raza intermedia de mortales,
hombres ambiciosos mas desconocidos.

Y los sepulcros de mármol que cobijan
a sus muertos bajo altos arcos abovedados,
y cuyos pilares lucen piedras esculpidas
de armas, ángeles, huesos y epitafios,
los pobres restos de una antigua dignidad,
adornan a los ricos o alaban a los grandes,
quienes, aunque famosos cuando vivieron,
ignoran ahora la fama que los ha sucedido.

¡Ja! Mientras miro, la pálida Cintia se oculta,
la tierra se abre y las sombras se revelan.
Lentas, pálidas y envueltas en mortajas,
se levantan en fantasmales multitudes
y, con severos acentos, al unísono exclaman:
«¡Piensa, mortal, en lo que es morir!».
 
                          [...]



Edward Young - Pensamientos nocturnos


¡Suave restaurador de la fatigada Naturaleza, dulce Sueño!
Él, al igual que todo el mundo, acude puntualmente
a donde sonríe la Fortuna, abandonando a los miserables
y huyendo veloz de la aflicción, con sus mullidas plumas,
para posarse en los párpados inmaculados de lágrimas.

De un exiguo (como es habitual) e intranquilo reposo
despierto: ¡cuán felices aquellos que no despiertan más!
Mas de nada me serviría si sueños infestasen la tumba.
Despierto tras emerger de un tumultuoso mar de sueños
por el que, naufragando, mi desesperado pensamiento,
yendo de ola en ola de onírica miseria, al azar navegó
hasta hundirse, habiendo perdido el timón de la razón.
Aunque ahora restaurado, es sólo un cambio de dolor,
un amargo cambio de uno severo por otro más severo.
El día es demasiado corto para mis padecimientos,
y la noche, incluso en el cénit de su oscuro dominio,
es luz solar al ser comparada con el color de mi destino.

Desde su trono de ébano, la Noche, diosa de azabache,
proyecta ahora, engalanada en tenebrosa majestad,
su cetro de plomo sobre un mundo que duerme.
¡Cuán mortal silencio! ¡Cuán profunda oscuridad!
Ni el ojo ni el atento oído encuentran objeto alguno;
toda la creación reposa. Es como si el pulso general
de la vida se detuviese y la Naturaleza hiciese una pausa;
¡una pausa aterradora, profética de su propio final!
Quisiera que esa profecía acelerase su cumplimiento:
¡dejad caer el telón, Destino!, ya no soporto tanta derrota.

                                        [...]

¿Debo, entonces, sólo buscar en lo sucesivo la Muerte?
Giro mis ojos hacia atrás y la encuentro también allí.
El hombre se sobrevive a sí mismo año tras año;
el hombre, como un arroyo, no es sino un perpetuo fluir,
y la Muerte es la feroz destructora de presas cotidianas.
Mi juventud y mi mediodía son suyos, mi ayer;
y la audaz invasora comparte también mi hora presente.
Cada momento cierra el ataúd sobre el anterior.
A medida que el hombre crece, su vida decrece,
y ya la cuna nos acerca a la tumba: nuestro nacimiento
no es mucho más que el comienzo de nuestra muerte,
así como la vela se empieza a consumir al encenderse.
 
                                        [...]



Robert Blair - La Tumba


Mientras algunos prefieren el sol y otros la sombra,
algunos evitan la sociedad y otros la reclusión,
siendo sus objetivos tan variados como los caminos
que toman al viajar por la vida, mía será la tarea
de pintar los tenebrosos horrores del sepulcro,
el lugar de reunión donde finalmente se encontrarán
todos esos viajeros, ¡e imploro para ello tu socorro,
Rey eterno en cuyo poder se encuentran las llaves
de la muerte y del Infierno! ¡Oh, Tumba, temido lugar,
el hombre se estremece cuando eres mencionada,
y la aterrada Naturaleza pierde su habitual firmeza!
¡Ah, cuán sombríos son tus vastos reinos y tus tristes
dominios, donde sólo reinan el silencio y la Noche,
oscura como lo era el Caos antes de que el joven sol
hubiese empezado a rodar o arrojado rayo alguno
hacia las profundas tinieblas! La vela mortecina,
al arder a través de las brumosas y siniestras bóvedas
cubiertas de mohosa humedad y viscoso cieno,
deja caer un horror multiplicado sobre todo
y sólo sirve para volver más ominosa la noche.
¡Terrible sitio, bien te reconozco por tu confiable tejo!
¡Oh, planta sombría y antisocial, que amas morar
en medio de cráneos, ataúdes, gusanos y epitafios,
allí donde volátiles fantasmas y espectrales sombras,
según dicen, toman forma bajo la pálida y fría luna
para llevar a cabo sus místicas danzas y rondas!:
tú no conoces, lúgubre árbol, más alegría que esa.

¡Ved aquella pequeña capilla sagrada, la piadosa obra
de nombres otrora famosos, ahora dudosos u olvidados
y enterrados entre las ruinas de las cosas que fueron!:
allí yacen en sus sepulcros los muertos más ilustres.
El viento sopla, ¡oíd cómo aúlla!; no creo haber oído
nunca hasta hoy un sonido tan deprimente como este.
Puertas crujen, ventanas golpean, y el ave de la noche
chilla desde el elevado chapitel; las sombrías naves,
de negras paredes que ostentan andrajosos blasones
y deslucidos escudos de armas, devuelven el sonido,
con ecos más pesados, desde las profundas bóvedas,
las mansiones de los muertos. Despertando allí
de sus sueños, los aterradores espectros se levantan
en sus espantosos sudarios, sonríen horriblemente
y empiezan a ir y venir, tan silentes como la Noche.
El autillo ulula de nuevo: ¡ah, funesto sonido!
No oiré ya más, pues hiela la sangre de cualquiera.

En torno a la capilla, una hilera de venerables olmos,
casi tan antiguos como aquella, alzan sus despojos
largamente azotados por los vientos: unos inclinan
sus troncos sin ramas; otros lucen copas tan delgadas
que difícilmente podrían sostener dos grajos a la vez.
Cosas extrañas, dicen los lugareños, han sucedido allí:
salvajes alaridos han surgido de las hondas tumbas,
muertos han regresado y deambulado por el páramo,
y la gran campana ha sonado sin que nadie la tocara
(tales las historias que narran, en velorios o cotilleos,
cuando la hora de las brujas empieza a aproximarse).
 
                                       [...]



Thomas Gray - Elegía escrita en un cementerio rural


El tañido de la campana anuncia el final del día,
    el rebaño desciende lentamente por el prado,
y el labrador, retornando a su casa con paso cansino,
    nos deja el mundo entero a la oscuridad y a mí.

El desvaído paisaje se esfuma poco a poco de la vista
    y todo el aire va adoptando una solemne calma
que sólo interrumpe el zumbido del abejorro al volar
    y los monótonos cencerros de rediles lejanos,

salvo cuando de aquella torre cubierta de hiedra
    el afligido búho eleva a la luna sus quejas
por los que merodean en torno a su secreto refugio
    y perturban así sus otrora solitarios dominios.

Bajo aquellos robustos olmos, a la sombra del tejo,
    donde la hierba cubre varios túmulos agusanados,
descansando para siempre en sus angostas celdas
    reposan los sencillos ancestros de la aldea.

Ni el llamado ventoso de la perfumada aurora,
    la golondrina gorjeando sobre el cobertizo,
el estridente clarín del gallo o los cuernos de caza
    podrán ya levantarlos de sus humildes lechos.

Para ellos ya no arderá el cálido fuego del hogar
    ni la ajetreada esposa ofrecerá la caricia nocturna;
ningún niño correrá a celebrar el regreso paterno
    o subirá a sus rodillas para dar el esperado beso.

Las cosechas solían rendirse al golpe de sus hoces
    y la resistente tierra solía abrir amable sus surcos.
¡Cuán felices guiaban sus yuntas por los campos!
    ¡Cómo se inclinaban los bosques bajo sus hachazos!

Que la Ambición no se burle de sus útiles esfuerzos,
    sus alegrías hogareñas y sus oscuros destinos;
que la Grandeza no escuche con sonrisa desdeñosa
    las breves y sencillas historias de los pobres.

El orgullo del heráldico blasón, la pompa del poder
    y todo cuanto la belleza y la riqueza aportan
aguardan de igual manera la inevitable hora:
    los senderos de gloria no conducen sino a la tumba.

Vosotros, arrogantes, no los culpéis si la Memoria
    no eleva sobre sus túmulos grandes trofeos
mientras en las largas naves y rancias criptas
    resonantes himnos inflan las notas de alabanza.

¿Pueden acaso la urna labrada o el vívido busto
    traer el hálito pasajero de vuelta a su mansión?
¿Puede la voz del Honor animar el mudo polvo
    o el Halago ablandar el frío oído de la Muerte?

 
                                [...]


Traducciones de E. Ehrendost.

Théodore Agrippa d'Aubigné - Estancias



                                      I
 
                                    [...] 
 
Mi lugar de reposo es una oscura cámara cubierta
con cráneos humanos y mil huesos blanquecinos,
donde toda dicha pronto se extingue en un horror
del que no me expulsa ningún bienvenido olvido.

He encerrado mi vida en este anfiteatro mortuorio
que horrible torna toda belleza entre los restos óseos:
de esta manera, mi dicha es seguida por el espanto
y sólo en mis pesares la muerte encuentra reposo.

Todo contacto con el hombre a morir me incita;
busco mi refugio en aquello que horroriza y repele.
¡Huid de mí, placeres, alegrías, esperanza y vida!;
¡venid, males, desdichas, desesperación y muerte!

Busco las desolaciones, las montañas solitarias,
los bosques sin camino, los robles moribundos;
odio, en cambio, los bosques de follaje arreglado,
los lugares concurridos, los caminos frecuentados.

Me resulta hermoso contemplar los viejos caballos
cuyos huesos decrépitos atraviesan su pellejo raído,
mas sucumbo al ver aves batiendo felices sus alas,
pollos correteando y los brincos de las cabras.

Dichoso soy cuando encuentro una cabeza seca,
un ciervo masacrado, y oigo cervatillos que gritan,
mas mi alma desfallece en un estéril desprecio
al ver una cierva feliz entre los saltos de sus crías.

Amo ver viejas ramas despojadas de toda belleza
y pisar sobre las hojas extendidas por el otoño
cuyo anaranjado color sin esperanzas me complace
sugiriendo la imagen de la muerte a mis ojos.

¡Que un horror eterno y una noche sempiterna
me impidan huir y salir al exterior por completo,
y que una cruel guerra desatada en el aire furibundo
al igual que a mi espíritu aprisione a mi cuerpo!

¡Que jamás el sol resplandeciente ilumine mi cabeza,
que el cielo impiadoso me niegue eternamente su luz,
y que cuando llueva estallen siempre tempestades
avaras del buen clima y celosas de los rayos solares!

¡Que mi alma sea invierno y estaciones turbulentas,
que de mis aflicciones se colme todo el universo,
y que el olvido impida aún a mis redoblados males
el empleo de mi laúd y el consuelo de mis versos!

¡Que un tiempo inclemente estremezca sin cesar
un año de tormentas y una primavera de hielos,
y que fuera de estación una fría ancianidad
en el verano de mi edad cubra de nieves mis cabellos!

¡Si alguna vez, empujado por mi alma impaciente,
salgo a descargar mis furores en los bosques,
templándome con la muerte de una bestia inocente
o aterrando a las aguas y las montañas con mis voces,

que millares de aves nocturnas y cantos de muerte
me circunden, volando en fila sobre mi cabeza,
y que el aire, molesto por mis airados clamores,
con rondas de búhos y cuervos se ennegrezca!

¡Que la hierba se seque y muera bajo mis pasos,
y que la sombría mirada de mis ojos miserables
haga a todas las flores marchitarse y al sol, la luna
y los astros del firmamento tras las nubes ocultarse!

¡Que mi presencia haga a los manantiales secarse
y a las aves que pasan caer muertas a mis pies
asfixiadas por los pestilentes vientos de mis penas,
y que luego esas penas me asfixien a mí como a ellas!

¡Que cada vez que, derrotado por la fatiga, me eche
a descansar a los pies de árboles verdes y lozanos
la tierra a mi alrededor se hienda teñida de sangre
y los árboles pierdan todas sus hojas al instante!

Ya mi cuello, cansado de soportar mi cabeza,
se rinde bajo tanta carga y tantos padecimientos,
y cada miembro mío se marchita y se apresta
a despedir a mi espíritu, huésped de mis penas.

                                    [...]


Traducción de E. Ehrendost.

Antonio Cammelli il Pistoia - La Disperata



La desnuda tierra se cubre ya con su manto
verde y tierno, y todo el mundo se alegra;
yo, en cambio, doy inicio a mi gran llanto.

Los árboles se visten con hojas; yo, de negro.
Sus pelajes los animales van renovando;
el mío, hecho jirones, se va desintegrando.

Crece el canto de las aves; en mí, el dolor.
Buscan ellas las más verdes frondas;
yo, aquel tronco donde no crecen hojas.

Cantan en alegre jolgorio; mi risa se oculta.
Remontándose al cielo abandonan la tierra;
yo busco las tinieblas más profundas.

El mundo se halla en paz; yo, en guerra.
El sol brilla y alumbra cada vez más;
para mí todo parece noche y estar bajo tierra.

Ahora nace para los amantes el nuevo amor,
ahora se entregan a sus cantos y sus juegos;
¡ay!, ahora crece en mí el amargo sufrimiento.

Los otros se asolean; yo al fuego me expongo.
Los otros anhelan vivir una vida feliz;
yo, a cada paso que doy, a la Muerte invoco.

Los otros buscan ya pareja, ya amigos;
yo me lamento al encontrarme con alguien
y me siento más cómodo buscando enemigos.

Soy cual tórtola que vuela sin compañera,
que en ramas viejas permanece llorando
y que no bebe nunca de los estanques claros;

búho en cuyos oídos resuenan los techos,
murciélago que no vuela nunca de noche;
en mí se refleja quien no sabe que ha muerto.

Los animales reposan en grutas y cuevas,
algunos sobre troncos, otros sobre ramas,
mientras yo lloro por mis rotas esperanzas.

Los montes están verdes; yo, descarnado.
Cuando lloro o grito nadie me consuela,
mas Eco me responde duplicando mis quejas.

Llamo al guardián de la puerta del Tártaro
para que envíe a su barquero hasta mi ribera
y me conduzca entre la gente muerta.

Los otros anhelan la insignia del olivo;
yo, una guerra mortal que a nadie perdone,
mi muerte y la de todos los seres vivos.

Los otros anhelan palacios; yo, una fosa.
Los otros buscan el mar de leche y miel;
yo, el de humana sangre y aguas rojas.

Los otros anhelan piedad; yo, el cielo cruel.
Los otros desean mares calmos; yo, la fortuna
caprichosa que azota las velas en su vaivén.

Los otros quisieran poder ver siempre
cielos y firmamentos de aspecto benigno;
yo, que el cielo, el sol y la luna cayesen.

Los otros quisieran ver a todos contentos;
yo, a todos muriendo de ira y de rabia,
y en absoluto caos a todos los elementos.

                         [...]


Traducción de E. Ehrendost.

Marc-Antoine Girard de Saint-Amant - La soledad



¡Oh, cómo adoro yo la soledad!
¡Lugares consagrados a la noche,
alejados del tumulto y del ruido,
cómo dais sosiego a mis angustias!
¡Oh, cómo se complacen mis ojos
al ver a estos bosques, ya presentes
en el origen mismo de los tiempos
y que todos los siglos han venerado,
permanecer tan verdes y magníficos
como en los primeros días del universo!

Un alegre céfiro acaricia su follaje
con un movimiento dulce y agradable,
y nada salvo su imponente altura
pone de manifiesto su extrema vejez.
Tiempo atrás, Pan y sus semidioses
vinieron aquí a buscar refugio,
cuando Júpiter abrió los cielos
a fin de enviarnos su diluvio,
y, trepándose a las altas ramas,
a duras penas si vieron las aguas.

¡Oh, cómo sobre este espino florecido,
que ha enamorado a la primavera,
Filomela, con su tierno canto,
mantiene vivos mis ensueños!
¡Y cuán placentero me resulta ver
estos montes y sus precipicios,
que los golpes de la desesperación
tan propicios hacen a los desdichados
cuando la crueldad de su suerte
los empuja a buscar la muerte!

¡Oh, cuán dulce me es el bramido
de esos torrentes vagabundos,
que se precipitan entre saltos
por aquel valle verde y salvaje,
y que, deslizándose bajo los arbustos
al igual que serpientes por la hierba,
se vuelven luego agradables arroyos
en los que alguna orgullosa náyade
reina, como en su lecho natal,
sentada sobre un trono de cristal!

                         [...]

¡Oh, cómo amo ver la decadencia
de esos viejos castillos en ruinas
contra los que los años amotinados
han desplegado toda su insolencia!
Allí las brujas celebran sus sabbats;
allí se ocultan los traviesos demonios
que, con maliciosas jugarretas,
engañan y burlan nuestros sentidos;
y allí anidan, en miles de agujeros,
culebras, búhos y mochuelos.

Los fúnebres gritos de la lechuza,
mortales augurios del destino,
hacen reír y danzar a los elfos
en esos lugares llenos de tinieblas.
Bajo una viga de madera maldita
se balancea el horrible esqueleto
de un pobre amante que se ahorcó
por una pastora insensible y cruel
que ni una sola mirada de piedad
se dignó a dirigir a su amistad.

Pero el Cielo, imparcial juez
que mantiene las leyes en vigor,
pronunció contra aquel rigor
una aterradora sentencia:
alrededor de esos viejos huesos,
el alma en pena de la condenada
debe lamentar con largos gemidos
el infortunado destino del joven
y contemplar, con horror creciente,
el efecto de su crimen para siempre.

Allí perduran, sobre el mármol,
divisas de tiempos pasados;
aquí los años han casi borrado
letras talladas sobre los árboles;
los techos del lugar más elevado
yacen caídos en los subsuelos
que los sapos y las babosas
ensucian con su baba y su veneno;
y la hiedra trepa sobre el hogar
a la sombra de aquel enorme nogal.

                         [...]


Traducción de E. Ehrendost.

Petrarquismo oscuro italiano y francés



Francesco Petrarca


¡Oh, pasos errantes; oh, voluble mente;
oh, tenaz memoria; oh, brutal ardor;
oh, poderoso deseo; oh, débil corazón;
oh, ojos míos, ya no ojos sino fuentes;

oh, laurel que honráis sienes famosas,
una sola insignia para dos clases de valor;
oh, fatigosa vida; oh, dulce error
que me hacéis frecuentar montes y costas;

oh, bello rostro en el que Amor depositó
las bridas y espuelas que me someten
y contra las cuales en vano es rebelarse;

oh, almas gentiles y amorosas, si las hay,
y vosotras que sólo polvo y sombra sois:
venid y ved si hay mal que al mío iguale!



Isabella di Morra


¡Una vez más ahora, oh, valle infernal,
oh, altas rocas en ruinas, oh, río alpino,
oh, espíritus de toda virtud desprovistos,
oiréis mis llantos y mi tristeza inmortal!

¡Oídme, oh, montañas, oh, cavernas,
por donde quiera que vague o descanse,
pues Fortuna, para mí nunca estable,
hora a hora mis eternos males acrecienta!

¡Cuando me oigáis llorar noche y día,
oh, fieras, oh, rocas, oh, grutas solitarias,
oh, bosques vírgenes, oh, tristes ruinas,

oh, aves nocturnas, y escuchéis mis quejas,
llorad conmigo de manera ininterrumpida
por mis penas, mayores a las de cualquiera!



Joachim du Bellay


El dulce sueño me concede paz y placer,
el despertar sólo me trae dolor y guerra;
lo falso me agrada, lo real me atormenta;
al día debo todo mal, a la noche todo bien.

Si esto es así, que muerta y enterrada
quede en mí la realidad para siempre:
¡oh, felices aquellos animales cuyos ojos
no abandonan el reposo por seis meses!

Que el sueño se parezca a la muerte
y que la vigilia se asemeje a la vida
no es algo que yo diga ni tampoco crea;

mas, de ser cierto, puesto que esta vida
me daña más que la muerte, ¡oh, Muerte,
ven y cierra mis ojos en una noche eterna!



Pierre de Ronsard


¡Ah, largas noches de invierno de mi vida agonizante,
concededme algo de paciencia y dejadme al fin descansar!
Con sólo oír vuestro nombre, sudores y temblores
recorren todo mi cuerpo, tan crueles me habéis sido.

El sueño, por leve que sea, no visita ya con sus alas
mis ojos siempre abiertos, no me es posible afirmar
párpado sobre párpado, y no hago más que gemir,
sufriendo como Ixión torturas y tormentos sin fin.

Vieja sombra de la tierra, otrora sombra del Infierno,
tú que me has abierto los ojos con una cadena de hierro
mientras en el lecho me consumo azotado por mil espinas:

para ahuyentar mis dolores tráeme al fin la muerte.
¡Ah, Muerte, puerto común y consuelo de los hombres,
con manos juntas te suplico que sepultes mi agonía!



Flaminio de Birague


Desesperado, totalmente cansado de la vida,
camino a largos pasos por el doloroso sendero
del espantoso Orco, a donde el severo hado
ha desde la cuna a mi juventud condenado.

Aquí, el terror de la noche oscura y tenebrosa
y el espeluznante horror del sombrío Aqueronte,
junto con todos los tormentos del negro Hades,
colman mi cabeza de una manía ingobernable.

Cielo, ¿por qué me has hecho nacer aquí abajo
para sufrir mil castigos peores que la muerte
y morir sin morir mil veces en una hora?

¡Ay!, ¡aplaca siquiera un poco tu injusto rigor
o, para liberarme al fin de mi lóbrega tristeza,
déjame morir ya, así muere también mi dolor!



Tristan l'Hermite


Lugar melancólico en que los espíritus en pena
cada noche se lamentan de sus adversidades
y murmuran sin cesar sobre las necesidades
que los empujan a errar entre tumbas decrépitas.

Aquí, huesos apilados y viejas piedras parlantes
que preservan nombres para la posteridad
rinden testimonio de la vida y su fragilidad
para censurar el orgullo de las almas arrogantes.

¡Oh, tumbas, pálidos testigos del riguroso destino
a donde en secreto vengo a dialogar con la Muerte
de un amor que no veo bien recompensado,

vosotras llenáis las almas de espanto y horror;
mas el objeto más dulce que me viene a la mente
es aún más triste y funesto que todo cuanto sois!


Traducciones de E. Ehrendost.

Charlotte Smith - Sonetos elegíacos



             En las ruinas de una capilla desierta

Veloces flotan las henchidas nubes a través del cielo,
   aterrada bajo la tormenta la tierra parece temblar,
mientras que sólo los seres infortunados como yo
   buscan los helados horrores de la feroz tempestad.

Ni aun alrededor de las ruinas, en busca de alimento,
   el famélico búho osa emprender su nocturno vuelo,
ni tampoco en su cueva, en lo profundo del bosque,
   el zorro se atreve a enfrentar la furia de los elementos.

Pero agradable a mi corazón es este oscuro temporal
   que me mantiene lejos de un mundo que deseo evitar:
ver a la Ruina abatir sobre las tumbas sus estragos
   se aviene a la melancólica tristeza de los desdichados;

ni son esta profunda oscuridad y estos cortantes vientos
tan negra como mi destino o fríos como mis tormentos.


                                A la luna

¡Oh, reina del arco plateado!, bajo tus pálidos rayos,
   sola y pensativa, amo salir a vagar sin rumbo
para observar tu sombra temblando en la laguna
   o seguir a las nubes que por tu senda se cruzan.

Mientras así te contemplo, tu dulce y plácida luz
   derrama una suave calma sobre mi pecho agitado,
y, ¡oh, bello planeta de la noche!, a menudo pienso
   que en tu esfera los miserables encuentran sosiego.

Quizás todos los que sufren en la tierra asciendan,
   al ser liberados por la muerte, a tu benigno orbe
y los infortunados hijos de la Desesperación y la Pena
   olviden, estando en ti, la copa de su tristeza terrena.

¡Oh, quisiera pronto en tu sereno mundo dejar detrás,
pobre peregrina desdichada, este escenario de pesar!


Traducciones de E. Ehrendost.

Thomas Chatterton - Elegía



Apesadumbrado busco la umbría solitaria
   donde la lóbrega Contemplación vela la escena;
el oscuro retiro, rodeado de ramas sin hojas,
   donde la mórbida Tristeza humedece la hierba;

las tenebrosas ruinas de la abadía sagrada,
   pisada antaño por los hijos de la Superstición,
donde ahora unos suelos musgosos delatan
   que conocemos más, pero adoramos menos, a Dios.

Allí, mientras afligido recorro una sombría nave,
   a través de una amplia ventana ahora despojada
de sus misteriosas tracerías el lejano bosque
   y las oscuras aguas del Avon cautivan mi mirada.

Mas pronto el velo del anochecer se despliega
   y el azul asume poco a poco un tinte azabache;
las fascinantes vistas comienzan a desvanecerse
   y la Naturaleza parece llorar su lento disiparse.

El Miedo repta en silencio por la penumbra,
   se sobresalta con cualquier hoja que cruje,
mira a todos lados y, aterrado al ver las tumbas,
   preso de todas las agonías del Infierno huye.

Los arroyos fluyen entre lastimeros murmullos;
   y, con un incesante chillido, el ave de mal agüero
arrulla la mente al sueño de la contemplación
   y despierta el alma a melancólicos pensamientos.

Una sombría quietud se adueña de todo el lugar;
   tras las nubes, un brillo mortecino la luna emite;
pesaroso busco el valle y la colina en tinieblas;
   por donde quiera que vague, la tristeza me sigue.


Traducción de E. Ehrendost.

John Milton - El paraíso perdido



Libro I

[...]
Dime primero, oh musa, puesto que el cielo no esconde nada de tu vista, ni tampoco la profunda extensión del infierno, dime primero qué causa llevó a nuestros grandes Padres en su feliz estado, tan altamente favorecidos por el cielo, a separarse de su Creador y a transgredir la única restricción de su voluntad, señores del resto del mundo. ¿Quién los indujo a esa vergonzosa sublevación?

La Serpiente infernal; ella fue, cuya malicia, animada por la envidia y la venganza, engañó a la madre del género humano. Su orgullo habíala precipitado desde el cielo, junto con toda la hueste de ángeles rebeldes con cuya ayuda aspiró a glorificarse por sobre sus pares, confiando haber igualado al Más Alto, si a éste se oponía, cuando, en ambiciosa mira contra el trono y la monarquía de Dios, levantó una impía guerra en el cielo, y una orgullosa batalla, en vano intento. El Poder supremo la arrojó envuelta en llamas desde la bóveda etérea, en atroz ruina y combustión, hacia una perdición sin fondo, para allí morar entre cadenas adamantinas y fuegos de castigo, por haber osado desafiar a las armas al Todopoderoso.

Nueve veces el espacio de tiempo que miden el día y la noche entre los mortales, aquel espíritu con su hórrida banda yació vencido, revolcándose en el ardiente abismo, maldito, aunque inmortal. Pero su condena le reservaba aún más rabia; pues ahora el pensamiento tanto de felicidad perdida como de eterno dolor le atormenta; a su alrededor pasea sus funestos ojos, que testimonian inmensa aflicción y consternación, junto con un inquebrantable orgullo, y perpetuo odio. De una sola mirada, que llega tan lejos como es dado a la penetración de los ángeles, ve el espantoso sitio, desolado y sombrío: un calabozo horrible, en toda su periferia, como un gran horno, llameando; pero de aquellas llamas ninguna luz brota, sino más bien visibles tinieblas, que sirven sólo para descubrir vistas de horror, regiones de tristeza, lúgubres sombras, donde la paz y el descanso no pueden jamás morar; la esperanza nunca llega, que llega a todo; pero una tortura sin fin impera, y un diluvio de fuego, alimentado con un inconsumible azufre que por siempre arde.

Tal el sitio que la justicia eterna había preparado para aquellos rebeldes; aquí estaba destinada su prisión en completa oscuridad, tan alejada de Dios y la luz del cielo como tres veces la distancia que media entre el centro del universo y el polo más distante; ¡oh, cuán distinto del lugar del cual cayeron!

Allí a los compañeros de su caída, sepultados en olas y torbellinos de tempestuoso fuego, pronto divisa; y, agitándose a su lado, a uno que le era el siguiente en poder, y el siguiente en crimen, mucho tiempo después conocido en Palestina, y llamado Beëlzebub; a quien el gran enemigo, desde entonces en el cielo llamado Satán, rompiendo el horrible silencio con altivas palabras, así comenzó a decir:

«Si eres tú aquél... pero oh, ¡cuán caído!, ¡cuán diferente de ese que, en los felices reinos de la luz, vestido en trascendental brillo, sobrepasaba en esplendor a miríadas, aunque brillantes! Si eres aquél, a quien una mutua alianza, pensamientos y consejos afines, e iguales esperanza y riesgo en la gloriosa empresa, unieron conmigo una vez, y que ahora la miseria ha unido en idéntica ruina, ¿puedes ver en qué abismo y desde qué altura hemos caído?, tan poderoso se probó él con su trueno. Mas ¿quién conocía hasta entonces la fuerza de esas terribles armas? Sin embargo ni por ellas, ni por lo que el Vencedor pueda aún infligir en su cólera, me arrepiento, o cambio, aunque cambiado en brillo exterior, la firme mente, y el alto desdén, nacido del sentido del mérito herido, que con el Todopoderoso me llevaron a combatir, arrastrando al furioso combate a innumerables fuerzas de espíritus armados que se atrevieron a despreciar su dominio y, prefiriéndome a mí, a su poder supremo un poder adverso opusieron, en una indecisa batalla, mantenida en las llanuras del cielo, que hizo oscilar su trono. ¡Qué hay con que el campo haya sido perdido! Aún no está perdido todo: la voluntad inconquistable, los planes de venganza, el odio inmortal, un valor que jamás se someterá o se rendirá... ¿y qué si no eso es no haber sido vencidos? Esa gloria no la arrebatará de mí nunca, ni por su rabia ni por su fuerza: el verme inclinarme, rogar su perdón con rodilla suplicante, y alabar su poder, cuyo imperio acaba de ser puesto en duda por el terror de mi brazo. Tal cosa sería una verdadera bajeza, una ignominia y una vergüenza peores que esta caída; puesto que, por el destino, la fuerza de los dioses y esta sustancia empírea no pueden perecer; puesto que con la experiencia de este gran suceso, no peores en armas, y mucho más avanzados en previsión, podemos resolver con mayor esperanza hacer, ya por medio de la fuerza o de la astucia, una guerra eterna, irreconciliables con nuestro gran enemigo, que ahora triunfa y, en el exceso del gozo, reinando solo, retiene la tiranía del cielo».

Así habló el ángel apóstata, aunque en dolor; vanagloriándose en voz alta, pero despedazado por una profunda desesperación. Y así respondiole pronto su osado compañero:

«¡Oh, príncipe! ¡Oh, jefe de tantos tronos, que llevaste a la guerra a los serafines ordenados en batalla bajo tu conducción, y que, impávido en situaciones pavorosas, hiciste peligrar al perpetuo Rey del cielo, y pusiste a prueba su alta supremacía, ya nacida de la fuerza, el azar o el destino! Muy bien veo y maldigo el espantoso evento que, con triste derrocamiento y dolorosa derrota, nos hizo perder el cielo, y que a toda esta poderosa hueste en horrible destrucción así aplastó, tanto como los dioses y las esencias empíreas pueden perecer: pues la mente y el espíritu permanecen invencibles, y el vigor pronto retorna, aunque toda nuestra gloria ha quedado extinta, y el feliz estado ha sido aquí arrasado a una interminable miseria. Pero ¿y si nuestro Conquistador, a quien ahora de fuerza creo Todopoderoso, pues no menos que como tal pudo haber vencido un poder semejante al nuestro, nos ha dejado enteros nuestro espíritu y nuestro vigor sólo para que suframos y soportemos nuestros dolores, de modo que podamos así dejar satisfecha su vengativa ira, o para que le prestemos mayores servicios como sus esclavos por derecho de guerra, según sus necesidades, trabajando en el fuego aquí en el corazón del infierno, o sirviéndole de mensajeros en el negro abismo? ¿De qué nos puede servir, entonces, sentir que nuestra fuerza no ha disminuido, y que nuestra existencia es eterna, para soportar un castigo eterno?».

A lo que con presurosas palabras el gran enemigo respondió:

«Querubín caído, mostrarse débil es miserable, ya obrando o sufriendo; pero de esto puedes estar seguro: hacer algún bien nunca será nuestra tarea, mas siempre hacer el mal nuestro único deleite, actuando como la fuerza contraria a la alta voluntad de aquel a quien resistimos. Si entonces su providencia busca de nuestra maldad generar el bien, nuestra labor será pervertir ese fin, y encontrar en el bien medios que aún conduzcan al mal, lo cual podremos lograr con frecuencia, de modo que quizás lleguemos a afligirlo, si no me equivoco, y a desviar sus más profundos designios del fin al que se dirigían. ¡Mas ved!, el irritado Vencedor ha convocado nuevamente a sus ministros de venganza y persecución a las puertas del cielo; la lluvia de azufre, lanzada tras nosotros en tormenta, ya pasada, ha allanado la ardiente oleada que nos recibió al caer desde el precipicio del cielo; y el trueno, alado con rojos relámpagos e impetuosa furia, quizás ha agotado ya sus rayos, y cesa ahora de bramar a través de este vasto abismo sin límites. No dejemos escapar la ocasión, sea proporcionada por el desdén o la furia saciada de nuestro enemigo. ¿Puedes ver aquella tenebrosa llanura, abandonada y olvidada, refugio de la desolación, vacía de toda luz a no ser por la que el tenue brillar de estas llamas arroja pálida y sombría? Hacia allí dirijámonos, escapando del agitarse de estas ardientes olas; allí descansemos, si es que algún descanso puede allí encontrarse; y, volviendo a reunir nuestros afligidos poderes, examinemos cómo podremos desde ahora ofender más a nuestro enemigo, cómo reparar nuestras pérdidas, cómo sobreponernos a esta horrenda calamidad, qué refuerzo podremos sacar de la esperanza, o si no, qué resolución de la desesperación».

Así habló Satán a su más próximo compañero, elevando su cabeza por sobre las olas, y con sus ojos brillando centelleantes; el resto de su cuerpo extendíase, enorme, flotando en la marea, ocupando un gran espacio, tan voluminoso en estatura como aquellos a quienes en las leyendas se menciona como de una altura monstruosa, los titanes, o hijos de la Tierra, que hicieron la guerra a Júpiter; o como Briareo, o Tifón, que estuvo cautivo en una guarida próxima a la antigua Tarso; o como la bestia marina Leviatán, que Dios hizo de entre todas sus creaciones la más grande que jamás nadara las corrientes oceánicas, y a la cual, a menudo, mientras duerme en las espumas de las aguas noruegas, el piloto de alguna pequeña embarcación extraviada en las tinieblas toma por una isla, según refieren los marinos, y de ese modo, fijando el ancla a su escamosa piel, permanece a su abrigo, mientras la noche cubre el mar y la anhelada aurora se demora. Así de enorme yacía extendido el gran demonio, encadenado al ardiente lago; y jamás habría salido de allí, ni levantado su cabeza, si no fuese porque la voluntad y el alto permiso del cielo le dejaron llevar a cabo sus oscuros designios, a fin de que con sus reiterados crímenes pudiese amontonar sobre sí mismo más condenación, mientras buscaba hacer el mal a otros, y, encolerizado, pudiese ver cómo su malicia sólo servía para generar infinitas bondad, gracia y misericordia, mostradas sobre los hombres por él seducidos, generando asimismo en él triples confusión, rabia y venganza frustrada.

Inmediatamente eleva el arcángel caído su gran estatura por sobre el lago; en cada una de sus manos las llamas, apartadas por él hacia atrás, inclinan sus afiladas puntas y, rodando como olas, abren en el medio un hórrido valle. Entonces, desplegando sus alas, dirige su vuelo hacia arriba, gravitando en el aire crepuscular, que siente un inusual peso, hasta que desciende sobre una tierra árida, si así puede ser llamada una tierra que por siempre arde con fuego sólido así como el lago lo hace con fuego líquido; pues tal es su matiz, como cuando la violencia de vientos subterráneos derriban una colina del Péloro, o como los destruidos costado del mugiente Etna, cuyas combustibles e inflamadas entrañas, concibiendo fuego en su interior, sublimadas por la furia mineral, y ayudadas por los vientos, dejan un suelo arrasado, todo cubierto de miasmas y humo: tal el lugar de descanso que encontraron las plantas de esos pies malditos. Tras él llegó su más cercano compañero, ambos glorificándose por haber escapado de la corriente estigia como dioses, y por su propia fuerza recobrada, no por la tolerancia del poder superior.

«¿Es ésta la región, éste el suelo, éste el clima -dijo entonces el arcángel caído-, ésta la mansión que debemos cambiar por el cielo, esta triste lobreguez por la luz celeste? Sea, puesto que él, que ahora es Soberano, puede disponer y decidir lo que crea justo; cuanto más lejos de su presencia, mejor, que si la razón lo ha hecho igual, la fuerza lo ha hecho el supremo entre sus iguales. ¡Adiós, felices campos, donde la alegría por siempre mora! ¡Salve, horrores! ¡Salve, mundo infernal! ¡Y tú, oh profundo infierno, recibe a tu nuevo posesor, uno que ostenta una mente que no será cambiada por tiempo o lugar algunos, pues la mente es su propio lugar, y en ella misma puede hacer un cielo del infierno, un infierno del cielo! ¿Qué importa dónde esté, si siempre seré el mismo, y lo que debo ser; si lo soy todo, aunque menor que aquel a quien el trueno ha hecho más grande? Aquí al menos seremos libres; el Todopoderoso no ha construido este sitio para envidiárnoslo, y no nos querrá sacar de aquí; en este lugar podremos reinar seguros, y, a mi parecer, reinar es digno de ambición, aunque en el infierno: mejor reinar en el infierno, que servir en el cielo. Pero ¿por qué dejar entonces que nuestros leales compañeros, los asociados y copartícipes de nuestra pérdida, queden así confundidos en la laguna del olvido; por qué no llamarlos para que compartan con nosotros esta desolada mansión, o para que una vez más, reuniendo nuestras fuerzas, intentemos combatir por lo que aún pueda ser reganado en el cielo, o perdido en el infierno?»

Así habló Satán, a lo que respondiole Beëlzebub:

«Líder de esos brillantes ejércitos que, salvo el Omnipotente, nadie podría haber vencido: si ellos vuelven a oír tu voz, la más segura prenda de esperanza en sus temores y peligros, tan frecuentemente oída en los peores y más extremos trances, y en el peligroso filo de la batalla cuando ésta rugía, la más tranquilizadora señal en todos los asaltos, cobrarán de inmediato un nuevo valor, y revivirán, aunque ahora yacen postrados o arrastrándose en aquel lago de fuego, como nosotros hasta hace un momento, confundidos y pasmados, lo que, después de haber caído desde tan perniciosa altura, no es nada digno de asombro».

Apenas hubo terminado de decir esto, ya el demonio superior adelantábase hacia la orilla; llevaba su pesado escudo, de etéreo temple, sólido, ancho y redondo, echado hacia atrás, su amplia circunferencia colgando de sus hombros como la luna, cuya orbe el astrónomo toscano observa al anochecer a través de un vidrio óptico, desde la cumbre de Fiésole, o desde Valdarno, para descubrir nuevas tierras, ríos o montañas en su manchada esfera. Su lanza, junto a la cual el más alto pino talado en las colinas de Noruega para hacer el mástil de algún gran navío no parecería más que una rama, le servía de apoyo mientras caminaba sobre la ardiente marga con inseguros pasos, muy diferentes a los que diera en los azules campos del cielo, y mientras el tórrido clima, bajo esa bóveda de fuego, infligíale nuevas heridas; sin embargo, sopórtalo todo hasta llegar a la orilla de ese mar de llamas, donde se detiene y llama a sus legiones, formas de ángeles que yacen en trance, amontonadas como las hojas de otoño que cubren los arroyos de Valleumbrosa, a los que las sombras etruscas, describiendo elevados arcos de follaje, cobijan; o como los esparcidos juncos que flotan cuando Orión, armado con furiosos vientos, ha azotado las costas del mar Rojo, cuyas olas derribaron a Busiris y su caballería de Menfis mientras perseguían éstos con pérfido odio a los extranjeros de Gessen, que contemplaron luego, desde la segura orilla, sus cadáveres flotando junto con las ruedas destrozadas de los carros; así de amontonadas yacían estas legiones, abyectas y perdidas, cubriendo el lago, bajo el asombro producido por su atroz cambio.

Satán elevó tanto su voz, que toda la profundidad del infierno retumbó:

«¡Príncipes, potestades, guerreros, la flor del cielo, una vez vuestro, ahora perdido!, ¿es posible que un estupor como éste pueda apoderarse de espíritus eternos? ¿O es que habéis escogido este sitio, tras las fatigas de la batalla, para dar reposo a vuestro extenuado valor, por lo fácil que encontráis dormir aquí, como en los valles del cielo? ¿O, ya bien, es que habéis jurado adorar en esta abyecta postura al Conquistador, que ahora contempla a querubines y serafines revolcándose, con armas y estandartes destrozados, en este lago, hasta que en breve sus rápidos ministros divisen desde las puertas del cielo la ventajosa ocasión y, descendiendo, nos pisoteen al vernos así postrados, o, con una sucesión de rayos, nos sepulten en el fondo de este abismo? ¡Despertad, levantaos, o quedad caídos para siempre!».

Todos oyéronle, y se sintieron avergonzados, y se levantaron sobre un ala, como centinelas que, encontrados durmiendo por aquel a quien temen, se ponen de pie y se esfuerzan por verse bien despiertos. Y aunque no habían dejado de percibir la horrible situación en la que se hallaban, ni de sentir crueles tormentos, a la voz de su general pronto obedecieron, innumerables. Y, así como cuando la poderosa vara del hijo de Amram, en un día funesto para Egipto, describió un círculo por la costa y atrajo una negra nube de langostas que, volando con el viento oriental, sobre el reino del impío Faraón se extendieron como la noche, oscureciendo todas las tierras del Nilo, del mismo modo esos ángeles malditos, igual de incontables, se cernieron con sus alas bajo la bóveda del infierno, en medio de las llamas superiores, inferiores y circundantes, hasta que, a una señal de la lanza elevada de su gran jefe, que les indicaba el curso que debían seguir, con un movimiento uniforme descendieron sobre aquella tierra de azufre solidificado, e inundaron la llanura, formando una multitud como la que jamás vertiera el populoso Norte de sus heladas tierras para atravesar el Rhin o el Danubio cuando sus bárbaros hijos, como un diluvio, sobre el Sur cayeron, extendiéndose más allá de Gibraltar, hasta las arenas de Libia. [...]

Acercáronse entonces a su líder, congregándose en tropel, aunque con miradas bajas y llorosas, si bien tales en las que aparecía un oscuro destello de alegría por no haber encontrado a su jefe en la desesperación, por no haberse encontrado ellos mismos perdidos en la total perdición; y Satán, cuyo rostro también reflejaba ese doloroso matiz, pronto su habitual orgullo recobrando, con altivas palabras que ostentaban la apariencia, si no la realidad, de dignidad, poco a poco reavivó el abatido valor de todos, y sus temores disipó. Inmediatamente ordena que, al bélico clamor de clarines y fuertes trompetas, su poderoso estandarte sea elevado; tan orgulloso honor es reclamado como derecho propio por Azazel, un alto querubín, quien en seguida de una resplandeciente asta despliega la enseña imperial, que, bien alta y adelante, comenzó a brillar como un meteoro, agitándose en el viento, encendida con gemas y el lustre del oro, los cuales ricamente bordaban armas y trofeos seráficos, mientras todo el tiempo el sonoro metal soplaba sonidos marciales, a lo que la hueste universal respondió con un grito que desgarró la concavidad del infierno y, más allá, llevó el espanto al reino del Caos y la antigua Noche.

En un instante pudieron verse, a través de las tinieblas, diez mil banderas elevándose en el aire, ondeando con crepusculares colores; y con ellas se alzó un inmenso bosque de lanzas, y apiñados cascos aparecieron, así como innúmeros escudos reunidos en una densa alineación de inconmensurable profundidad. En breve se mueven los guerreros en una perfecta falange a los dóricos sonidos de flautas y suaves oboes, sonidos tales como los que elevaban a una altura del más noble temple a los antiguos héroes armados para la batalla, y que, en lugar de cólera, inspirábanles un valor prudente, firme, incapaz de dejarse arrastrar, por el temor a la muerte, a una huida o una vergonzosa retirada; sonidos que no carecían de poder para mitigar o apaciguar con solemnes acordes los pensamientos tumultuosos y para ahuyentar la angustia, la duda, el miedo, la tristeza y el dolor tanto de espíritus mortales como inmortales. Así todos, animados por una misma fuerza, con un designio fijo, se movieron en silencio, al sonido de dulces caramillos que calmaban sus dolorosos pasos sobre el ardiente suelo; hasta que, más al alcance de la vista, se detienen, un hórrido frente de espantosa longitud, centelleante de armas, espíritus semejantes a los antiguos guerreros alineados con lanzas y escudos, aguardando por la orden que su poderoso general tuviese para imponerles. Éste pasea a través de las armadas filas su experta mirada, pronto abarcando la totalidad del batallón, observando su correcta disposición, sus rostros y estaturas de dioses, y calculando finalmente su número. Dilátase entonces su corazón con orgullo, y, confiando más en su poder, se gloria; pues, desde que fue creado, jamás vio el hombre una fuerza reunida que, comparada con ésta, pudiese aspirar a un mérito mayor que el de aquella pequeña infantería vencida por unas grullas; ni aun cuando se reuniese toda la gigantesca estirpe de Flegra con la heroica raza que combatió en Tebas e Ilión, mezclada en ambas partes con dioses auxiliares, y con aquella que resuena en fábula y novela sobre el hijo de Uther, rodeado de caballeros bretones y armoricanos, y con todos aquellos que después, infieles o bautizados, brillaron en las justas de Aspramonte, Montaubán, Damasco, Marruecos o Trebisonda, o los que Bizerta envió desde la costa africana cuando Carlomagno, con todos sus pares, fue derrotado cerca de Fontarrabia.

Así de lejos estaban de toda comparación con fuerza mortal, y sin embargo respetaban a su terrible comandante; él, orgullosamente eminente por sobre el resto en gesto y estatura, se elevaba como una torre; su figura aún no había perdido todo su esplendor original, y no parecía un arcángel caído, sino un exceso de gloria ensombrecida, similar al sol naciente cuando se ve, a través del brumoso aire del horizonte, privado de sus rayos, o como cuando desde detrás de la luna, en sombrío eclipse, esparce un funesto crepúsculo sobre la mitad de las naciones y atormenta a los monarcas infundiéndoles el temor de un cambio. De este modo oscurecido, aún brillaba por sobre todos el arcángel; pero su rostro ostenta las profundas cicatrices del rayo, y la inquietud marca sus marchitas mejillas, si bien bajo cejas de impávido valor y de un paciente orgullo que anhela venganza; cruel su mirada, aunque arroja signos de remordimiento y compasión al observar a los compañeros de su crimen, o más bien los seguidores, tiempo atrás contemplados en la dicha, condenados para siempre ahora a vivir en el dolor; millones de espíritus soportando por su culpa un castigo del cielo, lanzados lejos de los esplendores eternos por su rebelión; mas leales aún éstos le permanecen, marchita su gloria, como robles del bosque o pinos de la montaña que, cuando el fuego del cielo les ha privado de su verdor, sostienen aún un tronco majestuoso, aunque desnudo, sobre el abrasado páramo. Dispúsose entonces Satán a hablar, a lo que las dobles filas de su batallón se movieron de ala a ala, formando un arco, y rodeándolo así todos sus pares; la atención los mantenía mudos. Tres veces intentó comenzar, y tres veces, a pesar de su orgullo, lágrimas, lágrimas como las que los ángeles lloran, irrumpieron; hasta que por fin palabras, entretejidas con suspiros, lograron abrirse paso:

«¡Oh, miríadas de espíritus inmortales! ¡Oh, poderes que sólo el Todopoderoso pudo igualar; y aquel combate no careció de gloria, aunque el evento fue desastroso, como lo puede testificar este lugar, y este horrendo cambio, odioso de mencionar! Pero ¿qué facultad mental, previendo o presagiando desde las profundidades del conocimiento pasado o presente, podría haber concebido que semejante fuerza unida de dioses, que un ejército como éste, pudiese conocer alguna vez el rechazo? ¿Y quién podría ahora creer, aun después de la derrota, que estas poderosas legiones, cuyo exilio ha dejado vacío el cielo, pueden dejar de reascender, levantados por sus propios medios, para reposeer su morada nativa? En cuanto a mí, sea testigo toda la hueste del cielo, ni por consejos distintos del mío, ni por peligro alguno que quiera yo evitar, he perdido aún nuestras esperanzas. Pero aquel que reina como Monarca en el cielo había permanecido hasta entonces sentado con seguridad en su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consenso o por costumbre, y hacia plena ostentación de su fausto real, mas nos ocultaba su fuerza, lo que nos impulsó a nuestra tentativa, y nuestra caída ocasionó. Ahora conocemos su poder, y conocemos el nuestro, de tal manera como para no provocar una nueva guerra, ni temer una provocados nosotros; el mejor partido que nos queda es el de llevar adelante en secreto designio, por fraude o astucia, lo que la fuerza no logró, de modo que él finalmente pueda aprender de nosotros que, quien vence por la fuerza, sólo ha vencido a su enemigo a medias. El espacio puede producir nuevos mundos; a partir de esto era algo conocido en el cielo que, antes de mucho, él quería crear uno en el cual colocar una generación a la que su superior mirada favorecería en igual medida que a los hijos del cielo. Allí, aun cuando sólo sea con el objeto de entrometernos, tendrá lugar tal vez nuestra primer irrupción; allí o en cualquier otro lado, pues este pozo infernal nunca retendrá espíritus celestiales en cautiverio, ni el abismo los envolverá por mucho más tiempo bajo sus tinieblas. Pero estos pensamientos deben aún madurar en un pleno consejo. La paz es desesperada, pues ¿quién puede pensar en sumisión? ¡Guerra, entonces, guerra; abierta u oculta es lo que debemos resolver!».

Así habló; y, para confirmar sus palabras, agitáronse en el aire millones de flamígeras espadas desenvainadas por poderosos querubines; el súbito fulgor iluminó todos los antros del infierno; potentemente los demonios lanzaron gritos de rabia contra el Altísimo, y furiosamente golpearon con las armas que empuñaban sus resonantes escudos, produciendo el estruendo de la guerra, y arrojando así un desafío hacia la bóveda del cielo. [...]



Libro II

[...]
Así se disolvió aquel consejo estigio, y en orden salieron los grandes pares infernales; en medio de ellos avanzaba su poderoso principal, y parecía él solo el antagonista del cielo, no menos que el temible emperador del infierno, con un fausto supremo y una estatura divina; a su alrededor se cierra un círculo de ardientes serafines con brillantes estandartes y terroríficas armas, quienes ordenan anunciar con el sonido de trompetas reales el gran resultado del fin de la sesión; hacia los cuatro vientos, cuatro presurosos querubines hacen sonar con sus bocas los metales, explicados por las voces de los heraldos; el profundo abismo los oye hasta grandes distancias, y toda la hueste del infierno, con un grito ensordecedor, les devuelve una fuerte aclamación.

Con sus mentes ya más tranquilas, y algo reanimados por falsas y presuntuosas esperanzas, disuélvense los formados batallones, y cada ángel errante toma por un camino diferente, guiado, en su perplejidad, por la inclinación o una triste elección, hacia donde más confía en poder hallar tregua para sus agitados pensamientos y entretener las fastidiosas horas hasta que su gran jefe regrese. Unos, en la llanura o en los aires sublimes, sobre sus alas o en veloces carreras contienden, como en los juegos olímpicos o en los campos píticos; otros refrenan sus briosos corceles, o esquivan las metas con rápidas ruedas, o forman frentes de escuadrones, como cuando, para prevenir a ciudades orgullosas, la guerra aparece en los turbados cielos, los ejércitos se precipitan a batallar en las nubes, y al frente de cada vanguardia los caballeros aéreos avanzan enristrando sus lanzas, hasta que las apiñadas legiones se confunden, de modo que de un extremo al otro del cielo el firmamento arde con hechos de armas. Otros más feroces, con una enorme rabia, similar a la de Tifón, arrancan rocas y colinas, cabalgan el aire sobre torbellinos, y apenas puede el infierno contener su salvaje tumulto, como cuando Alcides, al regresar, coronado por la conquista, de Ecalia, sintió la túnica envenenada y, transido de dolor, arrancó de raíz los pinos de Tesalia y arrojó a Licas, desde la cumbre del Eta, al mar de Eubea. Otros más tranquilos, retirados en algún silencioso valle, cantan, acompañándose con arpas de notas angelicales, sus propios hechos heroicos y su caída ocasionada por la fortuna de la batalla, y lamentan que el destino someta el valor independiente a la fuerza o al azar; parciales eran sus cantos, pero la armonía tenía suspendido al infierno y arrobada a la congregada audiencia, pues ¿qué menos podía esperarse siendo espíritus inmortales los que cantaban? En discursos más dulces, pues la elocuencia hechiza el alma así como la música los sentidos, sentábanse otros aparte en alguna lejana colina, sumidos en pensamientos más elevados, y razonaban sobre la providencia, la presciencia, la voluntad, el sino, el destino inmutable, el libre albedrío, la presciencia absoluta, y no encontraban fin, perdidos en tortuosos laberintos; y entonces argüían sobre el bien y el mal, sobre la felicidad y la miseria final, sobre la pasión y la apatía, sobre la gloria y la vergüenza, toda vana sabiduría y falsa filosofía, pero que sin embargo con una agradable magia podía encantar el dolor o la angustia por un momento, excitando una falaz esperanza, o armar al endurecido corazón con una obstinada paciencia cual si fuese con un triple acero. Otros, formando escuadrones y numerosas compañías, parten en audaces exploraciones para descubrir si, en algún punto de ese lúgubre mundo, existe tal vez un clima que pueda ofrecerles una más soportable morada; cuatro caminos toma su alada marcha, a lo largo de las orillas de los cuatro ríos infernales que vomitan sus funestas corrientes en el ardiente lago: el abominable Estigio, río del odio mortal; el triste Aqueronte de aflicciones, negro y profundo; el Cócito, llamado así por los grandes lamentos que se oyen en sus contristadas ondas; y el feroz Flegetón, cuyas olas de fuego torrencial se inflaman con impetuosa furia. Lejos de éstos, una lenta y silenciosa corriente, la del Leteo, río del olvido, recorre su laberinto de aguas, de las que quien bebe olvida inmediatamente su anterior estado y su existencia, olvida tanto la alegría como la tristeza, tanto el placer como el dolor. Más allá de este río se extiende, sombrío y desolado, un continente de hielos eternos, azotado por perpetuas tempestades de huracanes, por perpetuas tempestades de un horrendo granizo que en tierra firme no se derrite, sino que se amontona hasta semejar un mundo de antiguas edificaciones en ruinas; todo lo demás es espesa nieve y hielo, un golfo profundo como el del pantano de Serbonia, situado entre Damieta y el viejo monte Casio, en el cual ejércitos enteros se hundieron; donde el seco aire abrasador arde heladamente, y el frío produce el mismo efecto que el fuego. Hacia allí, por las furias de garras de arpía, son conducidos en determinadas épocas los ángeles malditos, y sienten por turnos el amargo cambio de feroces extremos, extremos más feroces aún por dicho cambio; de lechos de rabiosas llamas son llevados a extinguir en el hielo su suave calor etéreo, y a sufrir allí inmóviles, fijos, totalmente congelados en su exterior, durante largos períodos de tiempo; y entonces son de allí nuevamente precipitados al fuego. Cruzan así el estrecho del Leteo en ambas direcciones, mas sólo para aumentar sus pesares, pues desean y esfuérzanse por alcanzar, mientras pasan, sus tentadoras aguas, para con una pequeña gota perder en un dulce olvido todo su dolor y aflicción, todo en un instante, tan cercanos a la corriente; pero el destino los aparta de ella, y, para oponerse a sus intentos, Medusa guarda, con gorgóneo terror, el vado, y el agua huye por sí misma del paladar de toda criatura viviente, como una vez lo hiciera de los labios de Tántalo. Así, errando a la deriva en su confusa y desesperada marcha, las huestes exploradoras, temblorosas y pálidas de terror, y con horrorizados ojos, contemplaron por primera vez su miserable destino, y no hallaron reposo; vagaron a través de incontables valles, tenebrosos y sombríos, a través de incontables regiones dolorosas, por sobre muchos Alpes de hielo, muchos Alpes de fuego, por entre rocas, cuevas, lagos, pantanos, estanques, grutas, sombras de muerte, todo un universo de muerte, que Dios, en su maldición, creó malvado, y bueno únicamente para el mal; donde toda vida muere, y toda muerte vive; donde la naturaleza engendra, perversa, una infinidad de cosas monstruosas, de cosas prodigiosas, abominables, inmencionables, peores que todas aquellas que las fábulas han hasta ahora inventado, o el miedo concebido, gorgonas, hidras y quimeras espantosas. [...]


Traducción de E. Ehrendost.
Ilustraciones de Gustave Doré..

John Milton - L'Allegro / Il Penseroso



                              L'Allegro

De ahora en más, aborrecida Melancolía,
    nacida de Cerbero y de la más negra noche
en una desolada caverna estigia,
    entre hórridas formas, gritos y visiones impías,
encuentra alguna espantosa celda
    en la que la oscuridad despliegue sus celosas alas
mientras el cuervo de la noche canta,
    y allí, bajo sombras de ébano y ceñudas rocas
tan escabrosas como tus rizos,
    en un oscuro desierto cimerio por siempre mora.

Pero tú ven a mí, diosa hermosa y libre,
en el cielo llamada Eufrósine
y por los hombres regocijante Alegría,
a quien la hermosa Venus en un parto,
junto a otras dos gracias como hermanas,
al dios Baco coronado de hiedra dio;
o tal vez, como algunos más sabios cantan,
a quien el travieso viento de la primavera,
Céfiro, mientras jugaba con Aurora
una vez que se encontraron en mayo
sobre lechos de azules violetas
y frescas rosas bañadas de rocío,
con su amiga engendró, una hija hermosa,
tan cordial, animada y encantadora.

Apresúrate, ninfa, y trae contigo
las bromas y el juvenil espíritu festivo,
las burlas, las ocurrencias, las joviales tretas,
las señas, los guiños y las amplias sonrisas
similares a las que rondan las mejillas de Hebe
y aman vivir en esos radiantes hoyuelos;
la Diversión, que a la adusta Inquietud ridiculiza,
y la Risa, que sin cesar sus dos lados estira.
Ven y danza con agilidad mientras caminas
sobre las ligeras y fantásticas puntas de tus pies;
conduce contigo, tomada de tu mano derecha,
a esa ninfa de la montaña, la dulce Libertad;
y si te rindo el honor debido,
Alegría, admíteme entre los tuyos
para vivir con ella y para vivir contigo
en placeres libres y permitidos;
para oír a la alondra iniciar su vuelo
y sobresaltar a la noche con su canto,
desde su torre vigía en los cielos,
hasta el despertar de la moteada mañana,
y entonces levantarme, a pesar de la tristeza,
y en mi ventana dar los buenos días
a través de la zarza, la viña
o la retorcida madreselva,
mientras el gallo con su viva melodía
disipa la retaguardia de la oscuridad
y en el almiar, o a la puerta del granero,
ufanamente ante sus damas se pavonea;
y escuchar a menudo a los sabuesos y el cuerno
despertar alegremente al dormido amanecer
desde la falda de alguna neblinosa colina
produciendo agudos ecos en los bosques;
y a veces caminar, no sin ser visto,
entre olmos y arbustos, por verdes montes,
derecho hacia el portal oriental
desde el cual el sol inicia su ceremonia,
ataviado en llamas y luz ambarina
y bajo nubes engalanadas con mil libreas,
mientras el labrador, en las cercanías,
silba sobre la tierra surcada,
la joven lechera feliz canturrea,
el segador afila su guadaña
y cada pastor cuenta sus ovejas
bajo los espinos del valle.

Y ya mis ojos nuevos placeres atrapan
mientras recorren el paisaje circundante:
céspedes rojizos y grises barbechos
donde se pierden los rebaños que pastan;
montañas en cuyos áridos pechos
las henchidas nubes con frecuencia descansan;
prados adornados con coloridas margaritas;
arroyos poco profundos y ríos anchurosos;
y enhiestas torres de robustos almenajes
por sobre frondosos árboles erguidas
en las que acaso alguna bella dama viva,
la atracción de todas las miradas vecinas.
Cerca de allí, la chimenea de una cabaña
humea en medio de dos añosos robles,
donde Coridón y Tirsis juntos se sientan
ante una sabroso plato de hierbas
y de otros manjares de la región
que la pulcra Filis adereza
antes de salir, presurosa,
para con Testilis atar gavillas
o, en una estación más temprana,
dirigirse al viejo henil en la pradera.
A veces con despreocupado deleite
los caseríos de las tierras altas nos convocarán,
cuando las alegres campanas repiquen
y los jocundos violines suenen
para numerosos mozos y doncellas
que bailarán entre las sombras dispersas;
y jóvenes y ancianos irán a entretenerse
por igual en el soleado día de fiesta
hasta que la luz del sol desaparezca;
entonces beberán la sabrosa y oscura cerveza
y contarán muchas historias de proezas
o de cómo el hada Mab los dulces saborea;
una asegurará que fue pellizcada por espíritus,
otro dirá que por fuegos fatuos fue conducido
y narrará cómo transpiró el afanoso duende
para ganarse su merecido cuenco de crema
cuando, en una sola noche, antes del despuntar
de la aurora, con su ligero mayal molió el maíz
que diez hombres no habrían podido en un día
para luego recostarse, el benéfico trasgo,
y, estirado al lado de la chimenea,
calentar junto al fuego su peluda fuerza,
huyendo por último totalmente saciado
antes de que el primer gallo entonara su canto.
Terminados los cuentos, a la cama se dirigen
y el susurrar del viento pronto al sueño los arrulla.
Entonces nos atraen ciudadelas de torres
y el atareado canturrear de sus hombres,
donde numerosos caballeros y audaces barones
en atavíos de paz grandes triunfos celebran
frente a muchas doncellas cuyos brillantes ojos
llueven influencia mientras juzgan el premio
de astucia o de armas cuando ellos contienden
para ganar su gracia, que todos alaban.
Y que a menudo aparezca allí Himeneo
en vestiduras azafranadas y con antorchas,
pompa, diversión, máscaras y antiguo fausto,
vistas tales como las que los jóvenes poetas
sueñan junto a arroyos encantados
en las cálidas noches de verano.
Luego acudiremos al meritorio teatro
si pisan el escenario los zuecos del sabio Jonson
o si el dulce Shakespeare, el hijo de la Fantasía,
entona las salvajes notas de sus bosques nativos;
y que siempre, haciéndome olvidar mi apetito,
me envuelvan esos suaves aires lidios
casados con versos inmortales,
tales como los que pueden penetrar el alma
con notas, con muchas cautivadoras ráfagas
de encadenada dulzura exhalada,
con voluptuosa atención y vertiginoso saber,
y con la voz deshaciéndose a través de laberintos
y desentrelazando todas las cadenas que atan
el oculto espíritu de la armonía,
de modo tal que el mismo Orfeo,
alzando su cabeza de su dorado sueño
en un lecho de amontonadas flores elíseas,
podría oír melodías como las que acaso
ganaron el oído de Plutón hasta el punto
de moverlo a liberar a su casi recuperada Eurídice.

Si puedes concederme todos estos deleites,
Alegría, contigo entonces viviré para siempre.



                              Il Penseroso

De ahora en más, vanas alegrías engañosas,
    hijas de la locura concebidas sin padre alguno,
por poco que ayudabais o distraíais
    con vuestros juguetes a la mente concentrada,
morad en algún cerebro ocioso
    y atraed sus necias fantasías con formas llamativas,
tan apiñadas e incontables
    como las motas que danzan en los rayos de sol,
o como fluctuantes sueños mejor,
    los volubles acompañantes del séquito de Morfeo.

Pero a ti te saludo, diosa sabia y sagrada,
te saludo, oh, divina Melancolía,
tú cuyo santo rostro es demasiado brillante
para ser percibido por la vista humana,
y que por consiguiente nuestra débil visión ve
cubierto por el oscuro matiz de la grave Sabiduría,
negro, pero tal como el que en estima podría
el de una hermana del príncipe Memnón parecer,
o el de esa constelada reina etíope que intentó
poner las alabanzas a su belleza por encima
de las nereidas, y que así sus poderes ofendió;
mas tú desciendes de un linaje aún más alto:
Vesta la de lustrosos cabellos, mucho tiempo atrás,
de los abrazos del solitario Saturno te engendró,
aun siendo ella su hija, pues en el reino de aquel
tales uniones no eran consideradas una mancha;
con frecuencia en esplendorosas glorietas y claros
se encontraron, así como en las secretas umbrías
de la arboleda más oculta del boscoso Ida,
mientras el temor a Júpiter aún no existía.

Ven, pensativa monja, pura y devota,
constante, recatada y sobria,
ataviada con un manto de oscura tela
fluyendo en una majestuosa cola
y con una negra estela de lana de Chipre
echada sobre tus decentes hombros;
ven, mas tu habitual comportamiento mantén,
con paso medido y andar pensativo,
con miradas que comercian con los cielos
y tu alma extasiada asomando en tus ojos,
y así, retenida en pasión divina,
olvídate de ti hasta volverte mármol
para por último, dejando caer tu triste rostro,
fijar tus pupilas igual de firmemente en el suelo;
y que se unan a ti la calma Paz y el Sosiego;
y guarda el Ayuno, que con los dioses a menudo
lleva su dieta, oyendo a las musas cantar
en un círculo alrededor del altar de Jove;
y añade a estos el retirado Ocio,
que en elegantes jardines su placer encuentra;
pero primero, y principalmente, trae contigo
a aquel que allí vuela con doradas alas
guiando el trono de ardientes ruedas,
el querube de la Contemplación;
y al mudo Silencio chista hasta aquí,
a no ser que Filomela se digne a cantar
con su dulce y triste solemnidad,
suavizando el áspero ceño de la noche,
mientras Cintia detiene su tiro de dragones
apaciblemente sobre el acostumbrado roble.
¡Dulce ave que rehúyes el bullicio del vulgo,
tú, la más musical, la más melancólica!,
a ti, eterna cantora, a través de los bosques
a menudo busco, a fin de oír tu canto nocturno,
y, no pudiendo hallarte, camino, sin ser visto,
sobre el seco y suavemente recortado verde
con el propósito de ver a la errante luna
cabalgar cerca de su más alto cénit,
cual si se hubiese extraviado
a través de la llanura sin senderos del cielo,
para luego, como si sólo inclinara su cabeza,
sobre alguna mullida nube recostarse.

A menudo, desde un terreno elevado, escucharé
el lejano sonido de la campana del toque de queda
elevándose sobre alguna extensa zona costera
mientras oscila con lento y melancólico tañido;
o, si el clima tal cosa no permite,
algún tranquilo y apartado lugar servirá,
donde a través del cuarto brillantes rescoldos
enseñen a la luz a imitar a la oscuridad,
lejos de toda presencia de alegría
salvo por la del grillo en la chimenea
o la del somnoliento ensalmo con que el centinela
bendice contra nocturnos daños a las puertas.
O que mi lámpara, a la hora de medianoche,
sea vista en alguna alta y solitaria torre
en la cual pueda yo a menudo superar en vigilia
a la Osa con el tres veces grande Hermes,
o invocar al espíritu de Platón para aclarar
qué mundos o qué vastas regiones albergan
a la mente inmortal que ha abandonado
su etérea mansión en este rincón mortal,
o a los de aquellos demonios que habitan
en el fuego, en el aire, bajo tierra o en el mar,
y cuyos poderes tienen un verdadero acuerdo
con los planetas o con los elementos.
Y que a veces la magnífica Tragedia,
con su pompa real, se acerque majestuosa
presentando a Tebas, a la estirpe de Pélope
o alguna narración de la divina Troya,
o aquello, aunque raro, con que recientes tiempos
han ennoblecido el escenario por coturnos pisado.
¡Mas, oh, triste virgen, si tan sólo tu poder
pudiese resucitar a Museo de su bosquecillo
o hacer al alma de Orfeo cantar tales notas
como las que, entonadas con las cuerdas,
pudieron arrancar lágrimas de hierro a Plutón
y moverlo a conceder lo que buscaba el amor;
si pudieses llamar a aquel que por la mitad
dejó la historia del audaz Cambuscán,
de Cambalo, de Algarsif y de aquel
que tomó por esposa a Canacé
y que poseía el anillo y el cristal mágicos,
así como el maravilloso corcel de bronce
en el cual el rey tártaro cabalgó;
y sumado a ello todas las otras cosas
que los grandes bardos, con solemnes tonos,
han cantado de torneos, de colgados trofeos,
de bosques umbrosos y de hechizos espantosos,
donde se dice mucho más de lo que al oído llega!
Así me verás a menudo en tu pálida carrera,
Noche, hasta que la amable Mañana aparezca,
no ataviada y adornada como acostumbraba
al salir de caza con el joven de Atenas,
sino envuelta en una decente nube
mientras los feroces vientos silban y arrecian,
o precedida por un apacible chaparrón
que, cuando las ráfagas han agotado su fuerza,
termina cayendo sobre las susurrantes hojas
en espaciadas gotas desde los aleros.
Y cuando el sol comience a arrojar
sus flamígeros rayos, diosa, llévame
a las abovedadas sendas de bosques umbrosos
y a las marrones sombras, por Silvano amadas,
de pinos o de monumentales robles
donde la ruda hacha, con esforzado golpe,
nunca haya sido oída asustando a las ninfas
o ahuyentándolas de sus sagradas arboledas.
Allí, en un secreto refugio junto a algún arroyo
donde ninguna mirada profana pueda verme,
ocúltame del dorado ojo del día,
mientras la abeja manchada de miel,
que canta durante sus floridas labores,
y el monótono murmullo de las aguas
inviten, uniéndose en solemne armonía,
al apacible Reposo de plumas de rocío;
y que algún extraño y misterioso sueño
agite de sus alas una etérea visión onírica
que de vívida manera ante mi mente se exhiba,
suavemente proyectada sobre mis párpados;
y, cuando despierte, suspira dulce música
arriba, alrededor y por debajo de mí,
enviada por algún espíritu para bien mortal
o por el invisible genio de los bosques.
Pero que mis rectos pasos nunca dejen
de hollar los reductos del estudioso claustro
ni yo de amar el alto techo abovedado,
con sus antiguos y resistentes pilares
y los ventanales, ricamente ornados con historias,
que sólo dejan filtrar una luz lóbrega y religiosa;
y que allí el atronador órgano resuene,
junto al coro de variadas voces debajo,
en altos servicios y claros himnos
capaces de cautivar con su dulzura mis oídos
para disolverme en éxtasis prolongados
y traer al mismo Cielo ante mis ojos.
Y que finalmente mi cansada edad
encuentre la tranquila ermita,
el abrigado ropaje y la musgosa celda
donde pueda sentarme y nombrar correctamente
cada estrella que el firmamento ostenta
y cada hierba que del rocío abreva
hasta que la vieja experiencia alcance
algo similar a los saberes de un profeta.

Otórgame, Melancolía, todos estos placeres
y contigo entonces elegiré morar para siempre.


Traducción de E. Ehrendost.