Apesadumbrado busco la umbría solitaria
donde la lóbrega Contemplación vela la escena;
el oscuro retiro, rodeado de ramas sin hojas,
donde la mórbida Tristeza humedece la hierba;
las tenebrosas ruinas de la abadía sagrada,
pisada antaño por los hijos de la Superstición,
donde ahora unos suelos musgosos delatan
que conocemos más, pero adoramos menos, a Dios.
Allí, mientras afligido recorro una sombría nave,
a través de una amplia ventana ahora despojada
de sus misteriosas tracerías el lejano bosque
y las oscuras aguas del Avon cautivan mi mirada.
Mas pronto el velo del anochecer se despliega
y el azul asume poco a poco un tinte azabache;
las fascinantes vistas comienzan a desvanecerse
y la Naturaleza parece llorar su lento disiparse.
El Miedo repta en silencio por la penumbra,
se sobresalta con cualquier hoja que cruje,
mira a todos lados y, aterrado al ver las tumbas,
preso de todas las agonías del Infierno huye.
Los arroyos fluyen entre lastimeros murmullos;
y, con un incesante chillido, el ave de mal agüero
arrulla la mente al sueño de la contemplación
y despierta el alma a melancólicos pensamientos.
Una sombría quietud se adueña de todo el lugar;
tras las nubes, un brillo mortecino la luna emite;
pesaroso busco el valle y la colina en tinieblas;
por donde quiera que vague, la tristeza me sigue.
Traducción de E. Ehrendost.