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John Keats - Oda a un ruiseñor



                                               I
El corazón me duele y un pesado sopor aturde
    mis sentidos, como si hubiese bebido cicuta
o apurado algún fuerte narcótico hasta el fondo
    un minuto atrás y me hubiese sumergido en el Leteo;
y no por envidia de tu feliz destino,
    sino estando feliz a causa de tu felicidad,
        de que tú, dríade de alas ligeras de los árboles,
                    en algún melodioso lugar
    de verdes hayas y sombras incontables
        cantas del verano con ruidosa soltura.

                                               II
¡Oh, lo que daría por un trago de vino que hubiese sido
    enfriado mucho tiempo en la tierra profundamente cavada,
que supiese a Flora y al verde de los campos,
    a danza, a cantos provenzales y a soleado gozo!
¡Oh, lo que daría por un jarro del tibio Sur,
    lleno del verdadero, del rojo Hipocrene,
        con cuentas burbujeantes pestañeando en sus bordes
                    y la boca de púrpura manchada,
    de modo que pudiese beber y dejar el mundo sin ser visto
        para contigo desvanecerme en los bosques sombríos!

                                               III
Desvanecerme lejos, disolverme y olvidar
    lo que tú entre las hojas nunca has conocido:
el cansancio, la fiebre y las angustias propias de este lugar,
    donde los hombres se sientan y se escuchan gemir;
donde el temblor sacude unos pocos, tristes, últimos cabellos grises;
    donde la juventud palidece, se vuelve un espectro y muere;
        donde sólo pensar significa llenarse de tristeza
                    y de una desesperación de lóbrega mirada;
    donde la Belleza no puede en sus ojos mantener el brillo
        y el nuevo Amor se cansa de ellos después de mañana.

                                               IV
¡Lejos, lejos!, pues volaré hacia ti,
    no en el carro de Baco y sus leopardos,
sino en las invisibles alas de la Poesía,
    aunque la torpe mente quede perpleja y se retrase.
¡Ya mismo contigo! Tierna es la noche,
    y quizás la reina Luna se encuentre ya en su trono,
        rodeada por todas sus hadas estelares,
                    pero aquí no hay luz,
    salvo la que desde el cielo es por las brisas empujada
        a través de frondosas sombras y serpenteantes caminos musgosos.

                                               V
No puedo ver qué flores hay a mis pies
    ni qué suave incienso cuelga de las ramas,
pero, en la fragante oscuridad, adivino
    cada dulce encanto con que el propicio mes dota
a la hierba, el matorral y el monte de árboles frutales,
    al blanco espino y la pastoral eglantina,
        a siempre moribundas violetas cubiertas de hojas
                    y a la hija primogénita de mediados de mayo,
    la rosa almizcleña que pronto nacerá, llena de embriagante rocío,
        y que atraerá el murmullo de los insectos en las noches de verano.

                                               VI
Entre las sombras escucho; y, aunque ya muchas veces
    me he enamorado un poco de la apacible Muerte
y le he dado dulces nombres en varias rimas inspiradas
    para llevar al aire mi tranquilo aliento,
ahora más que nunca parece hermoso morir,
    dejar de ser a la medianoche sin dolor,
        mientras tú estás derramando tu alma lejos
                    en semejante éxtasis.
    Aún seguirías cantando, y yo tendría oídos en vano,
        vuelto tierra para tu sublime réquiem.

                                               VII
¡No has nacido para la muerte, ave inmortal!
    No te han derribado las generaciones hambrientas;
la voz que escucho en esta noche fugaz fue oída
    en tiempos antiguos por emperador y bufón;
quizás es el mismo canto que encontró un camino
    por el abatido corazón de Rut cuando, nostálgica de su tierra,
        derramó sus lágrimas en medio del maizal extranjero;
                    el mismo que con frecuencia
    ha hechizado mágicas ventanas que se abrían a la espuma
        de peligrosos mares en tierras de hadas ya olvidadas.

                                               VIII
¡Olvidadas!, la misma palabra es como una campana
    que tañendo me aleja de ti hacia mi soledad.
¡Adiós!, la fantasía no puede engañar tan bien
    como su fama cuenta, elfo embustero.
¡Adiós, adiós!, tu himno lastimero se desvanece
    más allá de estos prados, sobre el tranquilo arroyo,
        ladera arriba, y ahora se hunde profundamente
                    en los cercanos claros del valle:
    ¿fue una visión o un sueño de vigilia?
        Ha huido la música... ¿despierto o estoy dormido?.


Traducción de E. Ehrendost.

John Keats - Lamia



Hace mucho tiempo, antes de que la estirpe de las hadas
expulsara a ninfas y a sátiros de los prósperos bosques,
antes de que la brillante diadema del rey Oberón,
su cetro y su manto con gemas de rocío abrochado
alejaran con horror a las dríades y a los faunos
de los verdes juncos, los matorrales y los campos,
el siempre enamoradizo Hermes vacío dejó
su trono dorado, ardiendo en amoroso rapto;
del alto Olimpo se escabulló con presteza,
de este lado de las nubes del poderoso Júpiter,
para escapar a la vista de su gran convocador y retirarse
a un profundo bosque situado en las costas de Creta.
Pues en algún lugar de esa sagrada isla moraba una ninfa
ante la cual todos los ungulados sátiros se inclinaban,
y a cuyos blancos pies los lánguidos tritones vertían perlas
mientras en la tierra se marchitaban reverenciándola.
Velozmente por las fuentes donde ella acostumbraba bañarse,
y por aquellos prados donde en ocasiones solía vagar,
se esparcieron regalos desconocidos para cualquier Musa
aun cuando el baúl de la Fantasía abierto para elegir estuviese.
¡Ah, qué mundo de amor había a sus pies!
Así pensó Hermes, y un fuego celestial subió
ardiente desde sus alados talones hasta cada oído,
que, de una blancura tal como la de las claras azucenas,
se ruborizaron como rosas en medio de su dorada cabellera,
la cual en profusos rizos sobre sus desnudos hombros caía.
De valle en valle, de bosque en bosque voló él,
susurrando sobre las flores su nueva pasión
y recorriendo varios ríos hasta sus fuentes para descubrir
dónde esta dulce ninfa su secreto lecho poseía.
Pero en vano: la hermosa ninfa en ningún sitio podía ser hallada,
de modo que el dios descansó en un sitio desolado,
pensativo y dolorosamente celoso de las deidades
del bosque e incluso de los mismos árboles.
Y mientras allí se demoraba oyó una lastimera voz,
tal como la que una vez oída destruye, en un corazón tierno,
toda pena salvo la piedad; y así decía esta voz solitaria:
«¿Cuándo despertaré de esta tumba por guirnaldas rodeada?
¿Cuándo me moveré en un suave cuerpo apto para la vida,
el amor, el placer y la rubicunda contienda
de corazón y de labios? ¡Ah, miserable de mí!».
El dios de alados pies se deslizó silenciosamente
alrededor de árbol y arbusto, rozando a duras penas,
en su velocidad, la hierba florecida y los altos pastos,
hasta que encontró una brillante y palpitante serpiente
que, enroscada, reposaba en un umbroso matorral.

Era una anudada forma de deslumbrante colorido,
con puntos bermellones, azules, verdes y dorados,
rayada como una cebra, moteada como un leopardo,
cubierta de ojos de pavo real y de líneas carmesí,
y cargada de lunas plateadas que, cuando respiraba,
se disolvían, o resplandecían más, o entremezclaban
sus brillos con las tapicerías más oscuras de su piel.
Así, con esos flancos de arco iris, y tocada con su miseria,
parecía a un tiempo una dama élfica castigada,
la amante de un demonio, o el demonio mismo.
Sobre su soberbia cresta llevaba un pálido fuego
salpicado de estrellas, semejante a la corona de Ariadna;
su cabeza era de serpiente, pero, ¡ah, amarga dulzura!,
tenía la boca de una mujer, con todas sus perlas completas;
y en cuanto a sus ojos, ¿qué podían hacer allí tales ojos
sino llorar y llorar por haber nacido tan hermosos,
así como Proserpina aún llora por su aire siciliano?
Su garganta era de serpiente también, pero las palabras
que pronunció surgieron, como a través de burbujeante miel,
dictadas por el Amor mismo, diciendo, mientras Hermes
se sostenía en sus alas como un halcón expectante
antes de abatirse sobre su presa, de este modo:
«Bello Hermes, que aleteas coronado de plumas,
anoche soñé contigo entre espléndidas visiones:
te vi sentado en un trono de refulgente oro
en el antiguo Olimpo, entre los demás dioses,
el único apenado; pues no oías tú a las Musas
que tañían el laúd mientras entonaban sus diáfanos coros,
ni tampoco a Apolo cuando su voz cantaba en soledad,
sordo a sus largos, largos lamentos melodiosos.
Soñé luego que te veía, ataviado con purpúreos mantos,
atravesar las nubes enamorado, tal como lo hace la mañana,
y que velozmente, como un brillante dardo de Febo,
te lanzabas hacia esta isla de Creta... ¡y aquí estás!
Dime, gentil Hermes, ¿has encontrado a la doncella?».
A lo que la estrella del Leteo no demoró
su viva elocuencia y así inquirió presuroso:
«¡Oh, serpiente de suaves labios por los dioses inspirada,
belleza en espiral, criatura de melancólicos ojos!,
te daré cualquier gracia que tus deseos puedan concebir
si me dices tan sólo a dónde ha huido mi ninfa:
¿dónde respira ella?». «Brillante planeta, has hablado
–respondió la serpiente–, pero debes sellarlo con juramento,
oh bello dios.» «¡Lo juro –dijo Hermes– por las serpientes
de mi báculo, por tus ojos y por tu corona de estrellas!»
Ligeras volaron sus graves palabras entre los pétalos abiertos,
y así renovó sus acentos la brillante y femenina criatura:
«¡Demasiado débil de corazón!, esta ninfa de ti extraviada,
libre como el viento, e invisiblemente, vagabundea
por estos sitios carentes de espinas; sus placenteros días
los saborea invisible; invisibles sus ágiles pies
dejan sus huellas sobre la hierba y las dulces flores;
de los fatigados zarcillos y las inclinadas ramas verdes
arranca, invisible, la fruta, e invisible también se baña.
Y es por mi poder que su belleza se halla así velada,
para que no sea de continuo afrontada y perturbada
por las constantes miradas de amor de los indeseables ojos
de sátiros y faunos, o por los suspiros de los silenos.
Su inmortalidad comenzó a palidecer por el acoso
de tales pretendientes, y tanto se afligió ella
que sentí compasión por su persona y le ordené
humedecer sus cabellos con misteriosas pócimas
que mantendrían su belleza invisible, mas aún apta
para vagar como ella ama, en soledad.
Tú la contemplarás, Hermes, tú solo,
si, como has jurado, me concedes mi deseo».
Nuevamente dio inicio entonces el embelesado dios
a un juramento, que corrió, a través de los oídos
de la serpiente, cálido, trémulo, sincero, salmodioso.
Extasiada, ella elevó su cabeza circeana, ruborizada
con un vivo matiz damasco, y en un veloz susurro dijo:
«Yo era una mujer: concédeme nuevamente
una forma femenina, y tan encantadora como antes.
Amo a un joven de Corinto, ¡oh, felicidad!:
devuélveme mi forma de mujer y condúceme a su lado.
Agáchate, Hermes, permíteme soplar sobre tu frente
y podrás ver ahora mismo a tu dulce ninfa».
El dios, con las alas plegadas, se inclinó sereno;
ella sopló sobre sus ojos y en seguida ambos pudieron ver
a la oculta ninfa, que esbozaba, sobre el verde, una tímida sonrisa.
No era un sueño, o, aun si lo era, cierto es que reales
son los sueños de los dioses, que tranquilamente disfrutan
sus divinos placeres en un largo sueño inmortal.
Por un cálido y violento instante, suspendido en el aire,
trastornado por la belleza de la ninfa del bosque, el dios ardió;
luego, descendiendo sobre la virgen hierba, se volvió
hacia la arrobada serpiente y, con un brazo lánguido,
delicado, puso a prueba el poder mágico de su caduceo.
Hecho esto, dirigió a la ninfa sus ojos, llenos de lágrimas
y de tierna adoración, y hacia su figura caminó;
ella, como una luna menguante, se encogió ante él,
sin poder reprimir sus temerosos sollozos,
echándose al suelo y acurrucándose allí como una flor
que sobre sí misma se cierra a una hora del anochecer;
mas, al tomar el dios su helada mano, sintió ella su calidez,
de modo que sus párpados se abrieron suavemente
y, como una nueva flor bajo el zumbido matinal de las abejas,
floreció, ofreciendo hasta su última gota de miel.
Hacia los verdes reductos del bosque entonces huyeron,
y, a diferencia de los amantes mortales, jamás palidecieron.

No bien quedó sola, la serpiente comenzó a transformarse;
su sangre corría frenéticamente, su boca echaba espuma,
y el verde pasto, allí donde se veía salpicado,
marchitábase bajo rocío tan dulce y virulento;
sus ojos, inmóviles por la tortura y la aterradora angustia,
ardientes, vidriosos y muy abiertos entre resecas pestañas,
lanzaban fosfóricas chispas, sin una lágrima que los refrescara.
Con todos los colores de su largo cuerpo inflamados,
retorcíase sobre sí misma en las convulsiones de un dolor
escarlata; un profundo amarillo volcánico tomó el lugar
de toda la gracia de su figura cubierta de suaves lunas
y, así como la lava arrasa la tranquila pradera,
destruyó toda su malla de plata y su recamado de oro,
oscureció todas sus pecas, listas y rayas,
eclipsó sus cuartos crecientes y nubló sus estrellas,
de modo que, en pocos minutos, desnuda quedó
de todos sus zafiros, sus rubíes, sus amatistas
y sus esmeraldas; despojada de toda su riqueza,
nada le quedó salvo sufrimiento y horror. Aún brillaba
su corona, mas de pronto desapareció y, tras ella,
se desvaneció la serpiente; y en el aire su nueva voz,
con suaves tonos, exclamó: «¡Licio, hermoso Licio!».
Ascendiendo con las espectrales y pálidas brumas,
entre las nevadas montañas estas palabras se disolvieron
y los bosques de Creta no oyeron ya más.

                                               [...]


Traducción de E. Ehrendost.

John Keats - Hiperión



Profundo en la umbrosa tristeza de un valle
cobijado lejos del saludable aliento de la mañana,
lejos del ardiente mediodía y del primer astro vespertino,
descansaba el canoso Saturno, quieto como una piedra,
callado como el silencio que envolvía todo aquel lugar;
bosque sobre bosque pendían, cual nube sobre nube,
por encima de su cabeza. Ni un soplo de aire se movía allí,
ni tanta vida como la que, en un caluroso día de verano,
no roba ni una liviana semilla del abundante pasto,
sino que, donde la hoja muerta cae, allí queda.
Un arroyo corría mudo a un lado, más amortiguado aún
a causa de que su caída divinidad sobre sus aguas
una sombra proyectaba: la náyade entre sus cañas
con un frío dedo oprimíase fuertemente los labios.

A lo largo de la arena de las márgenes, grandes huellas
llegaban hasta el sitio en el que sus pies habíanse extraviado
y en el cual desde entonces dormitaba. Sobre la tierra
su vieja mano derecha yacía inerte, exánime, muerta,
despojada de cetro; sus ojos sin reino hallábanse cerrados,
mientras que su inclinada cabeza parecía escuchar a la Tierra,
su anciana madre, en busca de aún algún consuelo.

Parecía que ninguna fuerza podría despertarle de aquel lugar;
pero entonces llegó una que, con mano familiar,
tocó sus anchos hombros tras haberse inclinado
con reverencia aun ante uno que no la veía.
Se trataba de una diosa de la infancia del mundo;
a su lado, en estatura, una alta amazona habría parecido
de la altura de un pigmeo; bien podría ella haber tomado
a Aquiles por los cabellos y haberle roto el cuello
o detenido con uno de sus dedos la rueda de Ixión.
Su rostro era tan grande como el de una esfinge de Menfis
situada sobre un pedestal en el patio de un viejo palacio
cuando los sabios aún buscaban en Egipto sus ciencias,
¡pero cuán distinto al mármol era este rostro;
cuán bello, si la tristeza no hubiese hecho
a la Tristeza más bella que la misma Belleza!
Y había un expectante temor en su mirada,
como si la calamidad hubiese recién comenzado,
como si las nubes de vanguardia de terribles días
hubiesen apenas derrochado su malicia y la hosca retaguardia
estuviese con su provisión de truenos ya manifestándose.
La diosa se presionó con una mano ese doloroso punto
en el cual el corazón humano late, como si justo allí,
aunque una inmortal, sintiese ella un cruel dolor;
la otra la posó sobre el inclinado cuello de Saturno
y, arrimándose a la altura de los oídos del dios
con entreabiertos labios, unas palabras pronunció
con un profundo tono de grave órgano y solemne tenor,
unas pesarosas palabras que, en nuestra débil lengua,
verteríanse en acentos similares a estos, ¡oh, tan frágiles
comparados con aquella gran expresión de los dioses de antaño!:
«¡Saturno, levanta tu cabeza! Mas ¿para qué,
pobre anciano rey? No tengo consuelo para ti, no, ni uno;
no puedo decir: “¡Oh!, ¿por qué duermes tú?”,
pues el cielo se ha apartado de ti, y la tierra
no te reconoce, así afligido, como un dios;
y tampoco el océano, con su solemne sonido,
se inclina ya ante tu cetro; y todo el aire
ha sido vaciado de tu encanecida majestad.
Tu trueno, consciente del nuevo mando,
retumba renuente sobre nuestra casa caída;
y tu afilado rayo, blandido por inexpertas manos,
incendia y quema nuestros otrora serenos dominios.
¡Oh, dolorosos días!, ¡oh, momentos largos como años!,
mientras pasáis todo nos evidencia más la monstruosa verdad
y la oprime de tal modo contra nuestras penosas desdichas
que no le queda ya espacio alguno a la duda para respirar.
¡Saturno, sigue durmiendo! ¡Oh, irreflexiva!,
¿por qué tu soledad de tranquilos sueños he así violado?
¿Por qué debería yo abrir tus melancólicos ojos?
Saturno, sigue durmiendo, mientras a tus pies yo lloro».

Así como cuando, durante una estancada noche de verano,
esos patricios siempre en verde ataviados de los vastos bosques,
los altos robles, con sus ramas hechizadas bajo las graves estrellas
sueñan y sueñan hasta el amanecer sin un solo movimiento,
a no ser por una suave brisa solitaria
que sopla sobre el silencio y muere luego,
como si el aire en el reflujo de su marea sólo una ola tuviera,
así brotaron estas palabras y se perdieron, mientras ella apoyaba,
llorando, su bella e imponente frente en el suelo,
justo donde sus caídos cabellos podían extenderse
como una suave y sedosa alfombra para los pies del dios.
La luna, con una lenta alteración, derramó
sus cuatro estaciones plateadas sobre la noche,
y aún los dos seguían en esas inmóviles posturas,
como una escultura natural en una caverna sagrada,
el helado dios aún recostado sobre la tierra
y la atribulada diosa aún llorando a sus pies,
hasta que, finalmente, el viejo Saturno abrió
sus marchitos ojos y vio su reino perdido,
y toda la lobreguez y tristeza de ese sitio,
y a aquella excelsa diosa arrodillada; y entonces habló,
como con una lengua paralizada, mientras su barba
se agitaba horrorosa bajo el temblor de la enfermedad:
«¡Oh, tierna esposa del dorado Hiperión, Teia,
puedo sentirte incluso antes de ver tu rostro!
Levanta tus ojos, y déjame ver en ellos nuestra miseria;
levanta tus ojos, y dime si esta débil figura que ves
es la figura de Saturno; dime si esta voz que ahora oyes
es la voz de Saturno; dime si esta arrugada frente,
desnuda y despojada de su gran diadema,
se ve como la frente de Saturno. ¿Quién ha tenido el poder
para dejarme así desolado?, ¿de dónde provino su fuerza?,
¿cómo fue nutrido hasta semejante irrupción
mientras el Destino parecía sofocado en mis vigorosas manos?
Pero ya es tarde; ahora estoy acabado
y enterrado para todo ejercicio divino
de benigna influencia sobre pálidos planetas,
de admoniciones a los vientos y los mares,
de propicio dominio sobre las cosechas del hombre,
y de todos esos actos en los que la deidad suprema
alivia a su corazón del peso del amor. Me he extraviado
lejos de mi propio pecho; he abandonado
mi poderosa identidad, mi verdadero ser,
en algún punto entre el trono y este sitio de la Tierra
en el cual ahora descanso. ¡Busca, Teia, busca!;
abre tus eternos ojos y hazlos girar en torno,
abarcándolo todo: el espacio estrellado y el de luz privado;
el espacio rodeado de aire vital y el árido vacío;
los espacios de fuego y todo el abismo del Infierno.
¡Busca, Teia, busca!, y dime si logras ver
en algún lugar una figura o sombra abriéndose paso,
en alas o sobre feroz carro de guerra, a fin de reconquistar
un cielo que ha perdido; debe hallarse ya
muy avanzada su marcha... ¡Saturno debe ser rey!
¡Sí!, tiene que haber una dorada victoria,
y un gran número de dioses derribados, y trompetas
anunciando el triunfo, y festivos himnos y cantos
sobre las esplendorosas nubes metropolitanas,
y voces de dulce proclamación, y un plateado vibrar
de cuerdas en huecas armazones, y también
muchas bellas cosas recién creadas para sorpresa
de los hijos del Cielo... ¡Sí, ya mismo daré la orden!
¡Teia, Teia, Teia!, ¿dónde está Saturno?».

                                               [...]


Traducción de E. Ehrendost.

John Keats - Oda a una urna griega



                                               I
¡Tú, novia de la calma que aún tu doncellez conservas!,
¡tú, criatura alimentada por el silencio y por el lento tiempo,
historiadora del bosque, que así expresar puedes
    un florido relato de forma más dulce que nuestras rimas!:
¿qué leyenda con hojas orlada vaga en torno a tu figura,
    ya de deidades, de mortales o de ambos,
          situada en el Tempe o en los valles de Arcadia?
    ¿Qué hombres o dioses son ellos?, ¿qué esquivas doncellas?,
¿qué persecución delirante?, ¿qué lucha por escapar?,
          ¿qué flautas y panderos?, ¿qué éxtasis salvaje?

                                               II
Dulces son las melodías oídas, pero aquellas nunca oídas
mucho más dulces son aún; por lo tanto, seguid tocando,
suaves flautas, no para el sensual oído, sino, más encariñadas,
    tocad canciones silenciosas para el alma.
Bello joven, bajo los árboles, no puedes tú abandonar tu canto,
    así como tampoco pueden quedar sin hojas esas ramas.
          Osado amante, nunca, nunca podrás tú besarla,
    por mucho que a sus labios te acerques; mas no te aflijas:
nunca podrá ella marchitarse, aunque no puedas tú la dicha alcanzar,
          ¡por siempre tú amarás, y ella hermosa permanecerá!

                                               III
¡Ah, felices, felices ramas, que no podéis perder
las hojas, ni decir jamás adiós a la perenne Primavera!;
¡y tú, feliz melodista, que, infatigable,
    por siempre entonas con tu flauta canciones nuevas!;
¡y tú, amor, aún más feliz, más feliz, feliz amor,
    por siempre cálido y aún por ser disfrutado,
          por siempre anhelante y por siempre joven!,
    todos muy por encima de la pasión humana,
la cual nos deja siempre el corazón triste y hastiado,
          la frente ardiente y la lengua penosamente abrasada.

                                               IV
¿Quiénes son aquellos que se dirigen hacia el sacrificio?
¿A qué verde altar, oh, misterioso sacerdote,
conduces tú a esa ternera que al cielo muge
    con sus sedosos flancos por guirnaldas cubiertos?
¿Qué pequeña aldea con río o costa lindante,
    o sobre montaña construida con pacífica ciudadela,
          quedó vacía de sus gentes esta piadosa mañana?
    ¡Ah, pequeña aldea, tus calles por siempre
en silencio quedarán, y ni un alma para explicar
          por qué tú desolada estás podrá jamás retornar!

                                               V
¡Oh, figura ática!, ¡noble actitud!, profusamente ornada
con hombres y doncellas en mármol cincelados,
con ramas de bosques y con hierbas holladas;
    ¡tú, forma silenciosa!, que nos sumes en el pensamiento
tal como la eternidad lo hace, ¡oh, fría pastoral!:
    cuando la vejez consuma a esta generación,
          tú sobrevivirás, entre aflicciones distintas a las nuestras,
    como una amiga para el hombre, a quien dices:
«La belleza es verdad, la verdad, belleza»; eso es todo
          lo que sabes en la tierra, y todo lo que saber necesitas.


Traducción de E. Ehrendost.

John Keats - Himno a Pan (Endimión - Libro I)



¡Oh, tú, el techo de cuyo magnífico palacio se sustenta
sobre troncos hendidos, cubriendo con su sombra
eternos susurros, tinieblas, y el lento nacer, vivir y morir
de invisibles flores sumidas en tranquila quietud;
tú que amas ver a las hamadríadas arreglar
sus despeinados rizos en la oscuridad de los bosques de avellanos,
y que durante largas y solemnes horas te sientas,
mientras escuchas las melancólicas melodías de ladeados juncos,
en desolados sitios en los que la intensa humedad
hace crecer a la cicuta de manera extraña y desmesurada,
pensando allí cuán tristemente desafortunado fuiste
al perder a la bella Siringe!:
por la blanca frente de tu amada, y por todos
los temblorosos laberintos que ella corriendo atravesó,
¡escúchanos, oh gran Pan!

¡Oh, tú, por cuyo tranquilo bienestar las tórtolas
moderan sus trinos en un apasionado arrullo entre los mirtos
cada vez que durante la tarde te ven vagar
a través de los soleados prados que bordean
los límites de tus musgosos reinos; oh, tú, a quien
las higueras de grandes hojas predestinan ya
sus frutos maduros, la abeja ceñida de amarillo
sus dorados panales, los prados de nuestra aldea
sus habas más bellamente florecidas y sus trigos,
el gorjeante pardillo sus cinco crías aún no nacidas
que te dedicarán sus cantos, las fresas trepadoras
su frescor veraniego, las crisálidas de mariposa
sus moteadas alas, y el nuevo año que despierta
todo lo que la naturaleza dé: ven, ven ya a nosotros!;
por cada viento que a los pinos de las montañas sacude,
¡ven, oh, deidad de los bosques!

¡Tú, por quien cada fauno y sátiro se apresura
en obediente servicio, ya sea para sorprender
a la acurrucada liebre mientras yace dormida,
o para volar hacia escarpados precipicios a fin de salvar
de las garras de las águilas a los indefensos corderos,
o para con misteriosos señuelos conducir nuevamente
a los pastores extraviados hacia sus caminos,
o para recorrer, jadeantes, las espumosas corrientes,
recogiendo de ellas las más fantásticas conchillas
para que luego tú las arrojes a las celdas de náyades
y, escondido, rías al verlas asomarse sorprendidas,
o para llenarte de deleite con increíbles piruetas
mientras se tiran unos a otros a la cabeza,
con violencia, plateadas bellotas y piñas marrones!:
por todos los ecos que alrededor tuyo ruedan,
¡escúchanos, oh sátiro rey!

¡Oh, tú, que oyes el fuerte ruido de las tijeras
cuando cada tanto a sus ya esquilados compañeros
se dirige balando un carnero; tú que haces sonar el cuerno
cuando jabalíes de prominente hocico, pisando el tierno maíz,
enfurecen a los cazadores; tú que soplas en torno a nuestras granjas
para mantener alejado el mildiú y los daños de las estaciones;
extraño ministro de indescriptibles sonidos
que llegan desmayándose sobre vastas hondonadas
y que se marchitan tristemente luego en tierras desoladas;
temible guardián que abres las misteriosas puertas
que llevan al conocimiento universal: mira,
oh gran nieto de Dríope,
los muchos que han venido a cumplir sus votos
con la frente coronada de hojas!

¡Sé aún el inimaginable refugio
de las meditaciones solitarias, de esas que desvían
toda idea hasta las mismas lindes del cielo
para dejar a la mente desnuda luego; sé aún la influencia
que, esparciéndose en esta tierra vulgar y pedregosa,
le da un toque etéreo, un nuevo nacimiento;
sé aún un símbolo de la inmensidad,
un firmamento reflejado en un mar,
un elemento llenando el espacio intermedio,
algo desconocido!... Pero es suficiente. Ocultamos devotamente
nuestras frentes con las manos alzadas, inclinándonos,
y, elevando un grito capaz de rasgar los cielos,
te imploramos que recibas este humilde peán
sobre tu monte Liceo.


Traducción de E. Ehrendost.

John Keats - La Belle Dame sans Merci



                                 I
Oh, ¿qué puede afligirte, caballero armado,
que vagas tan pálido y tan solitario?
El junco está marchito en el lago
y de aves no hay un solo canto.

                                 II
Oh, ¿qué puede afligirte, caballero armado,
que te ves tan macilento y tan apenado?
Lleno está el granero de la ardilla
y la cosecha ya ha sido recogida.

                                 III
En tu frente veo un lirio
humedecido de angustia y febril rocío;
y en tu mejilla una rosa desteñida
velozmente también se marchita.

                                 IV
«Encontré a una dama en el prado,
muy hermosa, una doncella de las hadas;
su cabello era largo, sus pies eran ligeros,
y salvajes sus ojos miraban.

                                 V
Hice una guirnalda para su cabeza,
y también brazaletes, y un fragante cinturón;
me miró ella al tiempo en que me amaba
y un dulce gemido profirió.

                                 VI
La senté sobre mi corcel al paso
y en todo el día ya no vi más nada,
pues hacia un lado ella se inclinaba
entonando una canción de hadas.

                                 VII
Me encontró raíces de dulce sabor,
y miel silvestre y rocío de maná;
y en una extraña lengua me dijo:
“¡Te amaré con fidelidad!”.

                                 VIII
A su gruta élfica me llevó,
y allí lloró y suspiró con aflicción,
y allí cerré sus ojos frenéticos
con cuatro largos besos.

                                 IX
Y allí me arrulló hasta que me dormí,
y allí soñé, ¡ah, presagio de tormento!,
el último sueño que jamás soñé
en la ladera del frío cerro.

                                 X
Vi pálidos reyes, y príncipes también,
pálidos guerreros, todos con una palidez de muerte;
y al verme me gritaron: “¡La Bella Dama sin Piedad
esclavizado te tiene!”.

                                 XI
Vi sus hambrientos labios en la oscuridad
en horrible advertencia abiertos,
y entonces desperté y aquí me encontré,
en la ladera del frío cerro.

                                 XII
Y es por eso que permanezco aquí,
vagando tan pálido y tan solitario
aunque el junco esté marchito en el lago
y de aves no haya un solo canto.»


Traducción de E. Ehrendost.