¡Oh, tú, el techo de cuyo magnífico palacio se sustenta
sobre troncos hendidos, cubriendo con su sombra
eternos susurros, tinieblas, y el lento nacer, vivir y morir
de invisibles flores sumidas en tranquila quietud;
tú que amas ver a las hamadríadas arreglar
sus despeinados rizos en la oscuridad de los bosques de avellanos,
y que durante largas y solemnes horas te sientas,
mientras escuchas las melancólicas melodías de ladeados juncos,
en desolados sitios en los que la intensa humedad
hace crecer a la cicuta de manera extraña y desmesurada,
pensando allí cuán tristemente desafortunado fuiste
al perder a la bella Siringe!:
por la blanca frente de tu amada, y por todos
los temblorosos laberintos que ella corriendo atravesó,
¡escúchanos, oh gran Pan!
¡Oh, tú, por cuyo tranquilo bienestar las tórtolas
moderan sus trinos en un apasionado arrullo entre los mirtos
cada vez que durante la tarde te ven vagar
a través de los soleados prados que bordean
los límites de tus musgosos reinos; oh, tú, a quien
las higueras de grandes hojas predestinan ya
sus frutos maduros, la abeja ceñida de amarillo
sus dorados panales, los prados de nuestra aldea
sus habas más bellamente florecidas y sus trigos,
el gorjeante pardillo sus cinco crías aún no nacidas
que te dedicarán sus cantos, las fresas trepadoras
su frescor veraniego, las crisálidas de mariposa
sus moteadas alas, y el nuevo año que despierta
todo lo que la naturaleza dé: ven, ven ya a nosotros!;
por cada viento que a los pinos de las montañas sacude,
¡ven, oh, deidad de los bosques!
¡Tú, por quien cada fauno y sátiro se apresura
en obediente servicio, ya sea para sorprender
a la acurrucada liebre mientras yace dormida,
o para volar hacia escarpados precipicios a fin de salvar
de las garras de las águilas a los indefensos corderos,
o para con misteriosos señuelos conducir nuevamente
a los pastores extraviados hacia sus caminos,
o para recorrer, jadeantes, las espumosas corrientes,
recogiendo de ellas las más fantásticas conchillas
para que luego tú las arrojes a las celdas de náyades
y, escondido, rías al verlas asomarse sorprendidas,
o para llenarte de deleite con increíbles piruetas
mientras se tiran unos a otros a la cabeza,
con violencia, plateadas bellotas y piñas marrones!:
por todos los ecos que alrededor tuyo ruedan,
¡escúchanos, oh sátiro rey!
¡Oh, tú, que oyes el fuerte ruido de las tijeras
cuando cada tanto a sus ya esquilados compañeros
se dirige balando un carnero; tú que haces sonar el cuerno
cuando jabalíes de prominente hocico, pisando el tierno maíz,
enfurecen a los cazadores; tú que soplas en torno a nuestras granjas
para mantener alejado el mildiú y los daños de las estaciones;
extraño ministro de indescriptibles sonidos
que llegan desmayándose sobre vastas hondonadas
y que se marchitan tristemente luego en tierras desoladas;
temible guardián que abres las misteriosas puertas
que llevan al conocimiento universal: mira,
oh gran nieto de Dríope,
los muchos que han venido a cumplir sus votos
con la frente coronada de hojas!
¡Sé aún el inimaginable refugio
de las meditaciones solitarias, de esas que desvían
toda idea hasta las mismas lindes del cielo
para dejar a la mente desnuda luego; sé aún la influencia
que, esparciéndose en esta tierra vulgar y pedregosa,
le da un toque etéreo, un nuevo nacimiento;
sé aún un símbolo de la inmensidad,
un firmamento reflejado en un mar,
un elemento llenando el espacio intermedio,
algo desconocido!... Pero es suficiente. Ocultamos devotamente
nuestras frentes con las manos alzadas, inclinándonos,
y, elevando un grito capaz de rasgar los cielos,
te imploramos que recibas este humilde peán
sobre tu monte Liceo.
Traducción de E. Ehrendost.
Disponible en Editorial Alastor:
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