Tuve un sueño que no fue del todo un sueño.
El brillante sol se había extinguido, las estrellas
vagaban oscuramente por el eterno espacio,
sin luz y sin rumbo, y la helada tierra
giraba ciega y ennegrecida en un aire sin luna.
La mañana vino y se fue, y volvió sin traer el día;
y los hombres olvidaron sus pasiones en el terror
de su inminente ruina, mientras sus corazones
se enfriaban en una egoísta plegaria por luz.
Pronto vivieron entre hogueras: los tronos,
los palacios de los reyes, las humildes cabañas
y las moradas de todos los habitantes del mundo
ardieron como faros; ciudades fueron quemadas,
y los hombres se reunieron en torno a sus hogares
en llamas para verse una vez más a los rostros;
felices aquellos que vivían junto a los volcanes
y sus encumbradas antorchas. En el mundo
sólo quedó una tímida esperanza; los bosques
empezaron a ser incendiados, pero hora a hora
se reducían: los troncos caían con un estrépito,
se extinguían, y una vez más todo era negro.
Los rostros de los hombres bajo esa agónica luz
ofrecían un aspecto fantasmal cuando, por azar,
se veían iluminados. Algunos se echaban al suelo,
se tapaban los ojos y lloraban; otros apoyaban
sus mentones sobre sus puños y sonreían;
y otros corrían de un lado a otro, alimentaban
sus piras funerarias con más combustible,
miraban con loco desasosiego al apagado cielo,
el velo mortuorio de un mundo perdido, y de nuevo,
profiriendo blasfemias, bajaban la mirada al polvo,
hacían rechinar sus dientes y aullaban. Las aves
chillaban y, aterradas, deambulaban por el suelo,
batiendo sus inútiles alas; las fieras salvajes
se acercaban, mansas y trémulas; y las serpientes
se arrastraban y se enroscaban entre la multitud,
siseando pero sin morder; y todos eran devorados.
Y la guerra, que por un instante había cesado,
se volvió a nutrir; un alimento se pagaba con sangre,
y cada hombre se alejaba hoscamente del resto
para llenarse entre las sombras. El amor murió.
El mundo entero era un solo pensamiento: muerte,
inmediata y sin gloria. Y la agonía del hambre
se cebó en todas las entrañas; los hombres morían
y sus huesos y su carne quedaban insepultos;
los moribundos por los moribundos eran devorados;
y hasta los perros atacaban a sus amos, salvo uno
que fue leal al cadáver del suyo y mantuvo a aves,
bestias y hombres alejados hasta que el hambre
los derribaba o los muertos que caían tentaban
a sus famélicas mandíbulas. No buscó alimento,
sino que con una triste mirada, un largo gemido
y un rápido aullido desolado, lamiendo la mano
que no respondía ya con una caricia, murió.
La humanidad pereció lentamente de hambre,
pero dos habitantes de una ciudad sobrevivieron,
y eran enemigos. Se encontraron en las cercanías
de los agonizantes rescoldos de una iglesia
en la cual una gran pila de objetos sagrados
habían servido para un uso profano; temblando,
juntaron con sus heladas y esqueléticas manos
las débiles cenizas, y sus extenuados alientos
soplaron por una pequeña vida y obtuvieron
una llama que era una burla. Entonces alzaron
sus ojos, a medida que la luminosidad crecía,
y contemplaron el aspecto del otro: se vieron,
gritaron y murieron, víctimas de su mutua fealdad,
sin saber quién era aquel sobre cuya frente
el hambre había escrito «Demonio». El mundo
estaba vacío; lo populoso y lo poderoso era ahora
un despojo sin estaciones, hierbas, árboles, hombres
o vida, una mole de muerte, un caos de fría arcilla.
Los ríos, lagos y océanos permanecían inmóviles
y ya nada se agitaba en sus silentes profundidades;
naves sin marineros se pudrían en el mar
y, cuando sus carcomidos mástiles caían al agua,
se hundían en el abismo sin causar onda alguna;
las olas estaban muertas; las mareas, sepultadas;
la luna, su señora, había expirado tiempo antes.
Los vientos se habían marchitado en el aire inmóvil
y las nubes habían perecido. La Oscuridad ya no
precisaba más de su ayuda: ella era el Universo.
Traducción de E. Ehrendost.
Disponible en Editorial Alastor:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario