Aquella noche soñó el barón muchos horrores,
y todos sus guerreros huéspedes, con sombras y formas
de brujas, de demonios y de grandes gusanos de ataúd,
fueron largo tiempo acosados en pesadillas.
- John Keats.
Desgraciado aquel a quien los recuerdos de la infancia traen sólo temor y tristeza. Desdichado aquel que mira atrás hacia solitarias horas en vastas y lúgubres cámaras cubiertas de marrones cortinajes y exasperantes hileras de libros antiguos, o hacia espantosas vigilias en sombríos bosques de inmensos y grotescos árboles que, cubiertos de enredaderas, silenciosamente agitan sus retorcidas ramas en lo alto. Tal es lo que los dioses me concedieron a mí... a mí, el consternado, el decepcionado; el infecundo, el destrozado. Y, sin embargo, me siento extrañamente contento, y me aferro desesperadamente a esos marchitos recuerdos, cuando mi mente momentáneamente amenaza con alcanzar el otro.
Ignoro dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente viejo e infinitamente horrible, lleno de oscuros pasillos y rematado por altos techos en los que el ojo sólo podía encontrar telarañas y sombras. Las piedras de los desmoronados corredores veíanse siempre hórridamente húmedas, y por todas partes flotaba un maldito hedor, como si se apilaran allí los cadáveres de generaciones enteras. Jamás había luz, de modo que a veces solía encender velas a las cuales poníame a contemplar fijamente en busca de alivio; y nunca llegaba claridad alguna del sol, puesto que los terribles árboles se erguían muy por encima de la más alta torre accesible. Existía una torre negra que alcanzaba a superar a los árboles y llegaba al desconocido cielo exterior, pero se encontraba parcialmente en ruinas y no se podía ascender a ella sino practicando una casi imposible escalada por la escarpada pared, piedra a piedra.
Debo de haber vivido durante años en aquel lugar, pero no sabría decir cuánto tiempo. Alguien tuvo que cuidar de mis necesidades, y, sin embargo, no puedo recordar a ninguna persona excepto a mí mismo, ni a nada vivo salvo las silenciosas ratas, murciélagos y arañas. Supongo que quien me crió debió de ser aterradoramente anciano, puesto que mi primer idea de un ser humano fue la de alguien supuestamente como yo, aunque deforme, marchito y decrépito como el castillo. No había para mí nada de grotesco en los huesos y esqueletos que poblaban algunas de las criptas de piedra que se abrían en lo profundo, entre los cimientos. Increíblemente, asociaba aquellas cosas con los eventos cotidianos, y las creía más naturales que los coloridos grabados de seres vivos que encontraba en muchos de los enmohecidos libros que allí había. De aquellos libros aprendí todo cuanto sé. Ningún maestro me estimuló o guió, y no recuerdo haber oído voz humana alguna en todos aquellos años, ni siquiera la mía; pues, aunque había leído sobre el habla, nunca había pensado en intentar hacerlo. Mi aspecto me era algo igualmente desconocido, pues no había espejos en el castillo, y yo únicamente me consideraba por instinto como semejante a las juveniles figuras que veía dibujadas y pintadas en los libros. Estaba seguro de que era joven porque era poco lo que recordaba.
Fuera, al otro lado del pútrido foso, bajo los mudos y oscuros árboles, a menudo me acostaba y soñaba, durante horas, sobre aquello que leía en los libros; y entonces, anhelantemente, me imaginaba en medio de alegres multitudes, en el soleado mundo de más allá de los interminables bosques. Una vez intenté dejar el bosque atrás, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se volvían más densas y el aire más cargado de funestos horrores, de modo que decidí regresar en frenética carrera antes de que perdiese mi camino en un laberinto de nocturnal silencio.
Así fue que a través de inacabables crepúsculos esperé y soñé, aunque no sabía qué era lo que esperaba. Entonces, en aquella sombría soledad, mi anhelo por la luz se volvió tan vehemente que ya no pude descansar, y con frecuencia elevaba manos suplicantes hacia la negra torre en ruinas que se levantaba única por sobre el bosque y alcanzaba el desconocido cielo exterior. Finalmente resolví escalar dicha torre, aunque caer pudiese, puesto que sería mejor vislumbrar el cielo y perecer que vivir sin jamás haber contemplado el día.
En un húmedo crepúsculo ascendí por los desgastados y añosos peldaños de piedra hasta que llegué al nivel en donde terminaban, y de allí en adelante me aferré peligrosamente a pequeños puntos de apoyo y continué subiendo. Espantoso y terrible era aquel muerto cilindro de roca carente de escaleras; negro, ruinoso, abandonado y siniestro, poblado por sobrecogedores murciélagos cuyas batientes alas no emitían sonido alguno. Pero más espantosa y terrible aún era la lentitud de mi progreso; pues, por más que subía, la oscuridad arriba no se atenuaba, y un nuevo escalofrío, de índole venerable y maldita, me asaltó. Me estremecí al preguntarme por qué no alcanzaba la luz, y habría mirado hacia abajo si me hubiese atrevido. Imaginé que la noche habíase cerrado súbitamente sobre mí, y vanamente busqué a tientas, con una mano libre, el alféizar de alguna ventana por la cual pudiese escudriñar afuera y hacia arriba e intentar juzgar la altura que había alcanzado.
De repente, tras una eternidad de horrorosa y ciega ascensión por ese cóncavo y desesperado precipicio, sentí que mi cabeza daba con algo sólido, y supe que había llegado al techo o, al menos, a algún tipo de plataforma. En las tinieblas elevé mi mano libre y tanteé la barrera, encontrando que era de piedra e inamovible. Entonces realicé un mortal rodeo de la torre, aferrándome a cualquier asidero que el viscoso muro pudiese ofrecer; hasta que finalmente mi mano exploradora descubrió que una parte de la barrera cedía, y comencé a subir nuevamente, empujando la losa o puerta con mi cabeza mientras empleaba ambas manos en mi espantosa ascensión. No se revelaba ninguna luz allí arriba, y a medida que mis manos llegaban más alto supe que mi escalada había por el momento terminado, puesto que la losa era la trampa de una abertura que conducía a una superficie de piedra plana de mayor circunferencia que la torre inferior, indudablemente el suelo de alguna alta y espaciosa cámara de observación. Me arrastré por la abertura cuidadosamente, tratando de evitar que la pesada losa volviese a caer en su sitio, pero fallé en este último propósito. Mientras yacía exhausto sobre el suelo de piedra oí los lúgubres ecos de su golpe, pero confiaba en que podría forzarla nuevamente hacia arriba cuando fuese necesario.
Creyendo que me hallaba ahora a una altura prodigiosa, muy por encima de las malditas ramas del bosque, me levanté del suelo con dificultad y avancé a tientas en busca de ventanas desde las cuales pudiese ver por primera vez el cielo y la luna y las estrellas de las que había leído. Pero quedé totalmente decepcionado, ya que todo lo que encontré fueron vastas estanterías de mármol, que contenían odiosas cajas oblongas de perturbadoras dimensiones. Cada vez reflexionaba más, y me preguntaba qué ancestrales secretos podrían aún permanecer en esa alta estancia por tantos eones aislada del castillo debajo. Entonces mis manos tropezaron inesperadamente con un umbral, en el cual se fijaba un portal de piedra labrado con extraños relieves. Al probarlo lo encontré acerrojado; pero con un supremo esfuerzo vencí todos los obstáculos y logré abrirlo. Al hacerlo, me alcanzó el más puro éxtasis que jamás hubiese conocido, pues, brillando tranquilamente tras una ornada verja de hierro, y al final de una corta escalinata de piedra que ascendía desde el recientemente hallado umbral, distinguíase la radiante luna llena, a la cual jamás había contemplado salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevería a llamar recuerdos.
Imaginando que había ahora alcanzado el mismísimo pináculo del castillo, comencé a subir precipitadamente por los pocos peldaños que había al otro lado del portal; pero el súbito ocultamiento de la luna tras una nube me llevó a tropezar, y proseguí mi camino más lentamente en medio de la oscuridad. Aún estaba muy oscuro cuando llegué a la verja, a la que probé cuidadosamente y encontré sin cerrar, pero que no abrí por miedo a caer desde la asombrosa altura que había escalado. Entonces reapareció la luna.
El más demoníaco de todos los horrores es aquel que proviene de lo abismalmente inesperado y lo grotescamente increíble. Nada de lo que hubiese experimentado hasta entonces podía compararse en terror con lo que veía ahora, con las extravagantes maravillas que aquella visión implicaba. La visión en sí era tan simple como pasmosa, pues se trataba tan sólo de lo siguiente: en lugar de una vertiginosa perspectiva de copas de árboles vistas desde una alta eminencia, extendíase a mi alrededor, al nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, adornada y diversificada por losas y columnas de mármol, y ensombrecida por una antigua iglesia de piedra, cuyo ruinoso chapitel brillaba espectralmente bajo la luz lunar.
Medio inconsciente, abrí la verja y salí tambaleándome por un sendero de grava blanca que se alejaba en dos direcciones. Mi mente, en el aturdimiento y el caos en que se encontraba, aún mantenía el frenético anhelo por la luz, y ni siquiera el fantástico portento que me había acontecido podía detenerme en mi camino. Ni sabía ni me importaba si mi experiencia era locura, sueño o magia; sólo estaba determinado a contemplar brillo y alegría a toda costa. Ignoraba quién o qué era yo, o qué podía ser lo que me rodeaba; sin embargo, mientras continuaba avanzando a traspiés, me volví consciente de una especie de memoria latente que hacía que mi progreso no fuese del todo fortuito. Pasando por debajo de una gran arcada salí al exterior de esa región de losas y columnas, y vagué entonces por el campo abierto, algunas veces siguiendo el camino visible, pero abandonándolo curiosamente en otras para atravesar prados donde sólo ocasionales ruinas señalaban la antigua presencia de una senda olvidada. En un momento determinado crucé a nado un veloz riacho por el sitio donde una desmoronada y musgosa albañilería hablaba de un puente hacía tiempo desaparecido.
Más de dos horas debían de haber transcurrido cuando llegué a lo que parecía ser mi meta, un venerable castillo cubierto de hiedra en un parque espesamente arbolado, exasperantemente familiar, aunque de una extrañeza que me resultaba consternante. Vi que el foso estaba lleno, y que algunas de las bien conocidas torres habían sido demolidas; en cambio, existían nuevas alas que me confundían. Pero lo que contemplé con mayor interés y deleite fueron las abiertas ventanas, que resplandecían magníficamente con luz y difundían sonidos del más alegre bullicio. Acercándome a una de ellas miré hacia dentro y vi un grupo de personas extrañamente vestidas; estaban divirtiéndose, y hablaban animadamente entre sí. Yo no había nunca, aparentemente, oído el habla humana antes, y sólo vagamente podía conjeturar lo que decían. Algunos de los rostros parecían asumir expresiones que me evocaban recuerdos increíblemente remotos; otros éranme completamente extraños.
Entonces pasé, a través de la baja ventana, al interior de la estancia brillantemente iluminada, pasando también, mientras lo hacía, de mi único luminoso momento de esperanza a la más negra convulsión de desesperación y repentina comprensión. La pesadilla estaba lista para llegar, pues, en cuanto entré, se suscitó en forma inmediata una de las más aterradoras manifestaciones de pánico que yo jamás hubiese concebido. Apenas hube cruzado el antepecho, descendió sobre el grupo entero un súbito e inesperado horror de atroz intensidad, deformando todos los rostros y evocando los más horribles gritos de casi todas las gargantas. La huida fue general, y, en medio del clamor y el pánico, varios cayeron en un desmayo y fueron arrastrados hacia fuera por sus compañeros, que huían demencialmente. Muchos cubriéronse los ojos con las manos y tropezaron así ciega y torpemente en su afán por escapar, derribando el mobiliario y dándose de bruces contra las paredes antes de arreglárselas para alcanzar alguna de las numerosas puertas.
Los gritos eran aterradores; y mientras yo seguía de pie en la brillante habitación, solo y confundido, escuchando sus evanescentes ecos, temblé ante el pensamiento de lo que podría estar acechando cerca de mí sin que yo lo viese. A simple vista el cuarto parecía desierto, pero al dirigirme a uno de los rincones creí detectar una presencia: una insinuación de movimiento tras una puerta de arco dorado que conducía a otro cuarto similar. Mientras me aproximaba a dicho arco, comencé a percibir la presencia más claramente; y entonces, con el primer y último sonido que alguna vez proferí –un espantoso lamento que me repugnó casi tan intensamente como su nociva causa–, contemplé, con total y horrible claridad, la inconcebible, indescriptible e inmencionable monstruosidad que había con su sola aparición transformado una alegre compañía en una manada de delirantes fugitivos.
No puedo ni aun insinuar a qué se parecía, pues era una combinación de todo lo que es sucio, siniestro, indeseable, anormal y detestable. Era la demoníaca sombra de la podredumbre, la antigüedad y la descomposición; la pútrida y goteante imagen de una malsana revelación, la atroz desnudez de lo que la misericordiosa tierra debería por siempre esconder. Dios sabe que no era de este mundo –o que ya había dejado de ser de este mundo–, y sin embargo, para horror mío, descubrí en sus consumidos y esqueléticos contornos una fatal y aborrecible parodia del cuerpo humano, y en su mohoso y desintegrado atavío una indecible cualidad que me estremeció aún más.
Me encontraba casi paralizado, pero no tanto como para no realizar un débil esfuerzo por huir: un único traspié hacia atrás, que no logró romper el hechizo en el que el mudo monstruo sin nombre me retenía. Mis ojos, fascinados por las vidriosas órbitas que miraban abominablemente en ellos, se negaban a cerrarse, aunque habían sido misericordiosamente velados y veían al terrible ser muy indistintamente tras la primer impresión. Intenté levantar mi mano para tapar la visión, pero tan aturdidos se hallaban mis nervios que mi brazo no pudo obedecer completamente mi voluntad. El intento, no obstante, fue suficiente para perturbar mi equilibrio, de modo que tuve que tambalearme varios pasos hacia adelante para evitar una caída. En cuanto lo hube hecho me di cuenta, súbita y angustiosamente, de la proximidad de la carroña, cuya horrible y profunda respiración me pareció a medias que podía oír. Casi en garras de la locura, me encontré aún capaz de alzar una mano para mantener alejada a la fétida aparición que me abrumaba tan de cerca, cuando, en un cataclísmico segundo de cósmica pesadilla e infernal accidente, mis dedos tocaron la putrescente zarpa extendida del monstruo bajo el arco dorado.
No grité, pero todos los demoníacos seres necrófagos que cabalgan sobre el viento nocturno lo hicieron por mí, al tiempo en que estallaba sobre mi mente una única y fugaz avalancha de recuerdos aniquiladores del alma. En ese segundo recordé todo lo que había sido; recordé aun más allá del espantoso castillo y los árboles, y reconocí el alterado edificio en el que me hallaba; y, más terrible que todo, reconocí la impía abominación que se erguía frente a mí, contemplándome mientras yo apartaba mis manchados dedos de los suyos.
Pero en el cosmos hay bálsamo así como amargura, y ese bálsamo es la nepente. En el supremo horror de ese segundo olvidé aquello que me había horrorizado, y el estallido de negros recuerdos se desvaneció en un caos de imágenes reverberantes. Como en un sueño, huí de ese hechizado y maldito lugar, y corrí rápida y silenciosamente bajo la luz de la luna. Cuando retorné a la cripta de mármol y descendí los peldaños, encontré que la trampa habíase vuelto inamovible, pero no lo lamenté, pues odiaba al viejo castillo y a los árboles. Ahora cabalgo con los blasfemantes demonios nocturnos sobre los vientos de la noche, y me entretengo durante el día entre las catacumbas de Nefren-Ka, en el oculto y desconocido valle de Hadoth junto al Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la de la luna sobre los rocosos sepulcros de Neb, ni tampoco diversión alguna, salvo los inefables festines de Nitokris bajo la Gran Pirámide; sin embargo, en mi nuevo estado de salvajismo y libertad, casi agradezco la amargura de ser un extraño.
Pues aunque la nepente me ha calmado sé que siempre seré un extraño; un extraño en este siglo y entre aquellos que aún son hombres. Esto es lo que he comprendido desde que extendí mis dedos hacia la abominación bajo aquel gran marco dorado, desde que extendí mis dedos y toqué una fría y firme superficie de cristal pulido.
Traducción de E. Ehrendost.
Disponible en Editorial Alastor:
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