John Milton - El paraíso perdido



Libro I

[...]
Dime primero, oh musa, puesto que el cielo no esconde nada de tu vista, ni tampoco la profunda extensión del infierno, dime primero qué causa llevó a nuestros grandes Padres en su feliz estado, tan altamente favorecidos por el cielo, a separarse de su Creador y a transgredir la única restricción de su voluntad, señores del resto del mundo. ¿Quién los indujo a esa vergonzosa sublevación?

La Serpiente infernal; ella fue, cuya malicia, animada por la envidia y la venganza, engañó a la madre del género humano. Su orgullo habíala precipitado desde el cielo, junto con toda la hueste de ángeles rebeldes con cuya ayuda aspiró a glorificarse por sobre sus pares, confiando haber igualado al Más Alto, si a éste se oponía, cuando, en ambiciosa mira contra el trono y la monarquía de Dios, levantó una impía guerra en el cielo, y una orgullosa batalla, en vano intento. El Poder supremo la arrojó envuelta en llamas desde la bóveda etérea, en atroz ruina y combustión, hacia una perdición sin fondo, para allí morar entre cadenas adamantinas y fuegos de castigo, por haber osado desafiar a las armas al Todopoderoso.

Nueve veces el espacio de tiempo que miden el día y la noche entre los mortales, aquel espíritu con su hórrida banda yació vencido, revolcándose en el ardiente abismo, maldito, aunque inmortal. Pero su condena le reservaba aún más rabia; pues ahora el pensamiento tanto de felicidad perdida como de eterno dolor le atormenta; a su alrededor pasea sus funestos ojos, que testimonian inmensa aflicción y consternación, junto con un inquebrantable orgullo, y perpetuo odio. De una sola mirada, que llega tan lejos como es dado a la penetración de los ángeles, ve el espantoso sitio, desolado y sombrío: un calabozo horrible, en toda su periferia, como un gran horno, llameando; pero de aquellas llamas ninguna luz brota, sino más bien visibles tinieblas, que sirven sólo para descubrir vistas de horror, regiones de tristeza, lúgubres sombras, donde la paz y el descanso no pueden jamás morar; la esperanza nunca llega, que llega a todo; pero una tortura sin fin impera, y un diluvio de fuego, alimentado con un inconsumible azufre que por siempre arde.

Tal el sitio que la justicia eterna había preparado para aquellos rebeldes; aquí estaba destinada su prisión en completa oscuridad, tan alejada de Dios y la luz del cielo como tres veces la distancia que media entre el centro del universo y el polo más distante; ¡oh, cuán distinto del lugar del cual cayeron!

Allí a los compañeros de su caída, sepultados en olas y torbellinos de tempestuoso fuego, pronto divisa; y, agitándose a su lado, a uno que le era el siguiente en poder, y el siguiente en crimen, mucho tiempo después conocido en Palestina, y llamado Beëlzebub; a quien el gran enemigo, desde entonces en el cielo llamado Satán, rompiendo el horrible silencio con altivas palabras, así comenzó a decir:

«Si eres tú aquél... pero oh, ¡cuán caído!, ¡cuán diferente de ese que, en los felices reinos de la luz, vestido en trascendental brillo, sobrepasaba en esplendor a miríadas, aunque brillantes! Si eres aquél, a quien una mutua alianza, pensamientos y consejos afines, e iguales esperanza y riesgo en la gloriosa empresa, unieron conmigo una vez, y que ahora la miseria ha unido en idéntica ruina, ¿puedes ver en qué abismo y desde qué altura hemos caído?, tan poderoso se probó él con su trueno. Mas ¿quién conocía hasta entonces la fuerza de esas terribles armas? Sin embargo ni por ellas, ni por lo que el Vencedor pueda aún infligir en su cólera, me arrepiento, o cambio, aunque cambiado en brillo exterior, la firme mente, y el alto desdén, nacido del sentido del mérito herido, que con el Todopoderoso me llevaron a combatir, arrastrando al furioso combate a innumerables fuerzas de espíritus armados que se atrevieron a despreciar su dominio y, prefiriéndome a mí, a su poder supremo un poder adverso opusieron, en una indecisa batalla, mantenida en las llanuras del cielo, que hizo oscilar su trono. ¡Qué hay con que el campo haya sido perdido! Aún no está perdido todo: la voluntad inconquistable, los planes de venganza, el odio inmortal, un valor que jamás se someterá o se rendirá... ¿y qué si no eso es no haber sido vencidos? Esa gloria no la arrebatará de mí nunca, ni por su rabia ni por su fuerza: el verme inclinarme, rogar su perdón con rodilla suplicante, y alabar su poder, cuyo imperio acaba de ser puesto en duda por el terror de mi brazo. Tal cosa sería una verdadera bajeza, una ignominia y una vergüenza peores que esta caída; puesto que, por el destino, la fuerza de los dioses y esta sustancia empírea no pueden perecer; puesto que con la experiencia de este gran suceso, no peores en armas, y mucho más avanzados en previsión, podemos resolver con mayor esperanza hacer, ya por medio de la fuerza o de la astucia, una guerra eterna, irreconciliables con nuestro gran enemigo, que ahora triunfa y, en el exceso del gozo, reinando solo, retiene la tiranía del cielo».

Así habló el ángel apóstata, aunque en dolor; vanagloriándose en voz alta, pero despedazado por una profunda desesperación. Y así respondiole pronto su osado compañero:

«¡Oh, príncipe! ¡Oh, jefe de tantos tronos, que llevaste a la guerra a los serafines ordenados en batalla bajo tu conducción, y que, impávido en situaciones pavorosas, hiciste peligrar al perpetuo Rey del cielo, y pusiste a prueba su alta supremacía, ya nacida de la fuerza, el azar o el destino! Muy bien veo y maldigo el espantoso evento que, con triste derrocamiento y dolorosa derrota, nos hizo perder el cielo, y que a toda esta poderosa hueste en horrible destrucción así aplastó, tanto como los dioses y las esencias empíreas pueden perecer: pues la mente y el espíritu permanecen invencibles, y el vigor pronto retorna, aunque toda nuestra gloria ha quedado extinta, y el feliz estado ha sido aquí arrasado a una interminable miseria. Pero ¿y si nuestro Conquistador, a quien ahora de fuerza creo Todopoderoso, pues no menos que como tal pudo haber vencido un poder semejante al nuestro, nos ha dejado enteros nuestro espíritu y nuestro vigor sólo para que suframos y soportemos nuestros dolores, de modo que podamos así dejar satisfecha su vengativa ira, o para que le prestemos mayores servicios como sus esclavos por derecho de guerra, según sus necesidades, trabajando en el fuego aquí en el corazón del infierno, o sirviéndole de mensajeros en el negro abismo? ¿De qué nos puede servir, entonces, sentir que nuestra fuerza no ha disminuido, y que nuestra existencia es eterna, para soportar un castigo eterno?».

A lo que con presurosas palabras el gran enemigo respondió:

«Querubín caído, mostrarse débil es miserable, ya obrando o sufriendo; pero de esto puedes estar seguro: hacer algún bien nunca será nuestra tarea, mas siempre hacer el mal nuestro único deleite, actuando como la fuerza contraria a la alta voluntad de aquel a quien resistimos. Si entonces su providencia busca de nuestra maldad generar el bien, nuestra labor será pervertir ese fin, y encontrar en el bien medios que aún conduzcan al mal, lo cual podremos lograr con frecuencia, de modo que quizás lleguemos a afligirlo, si no me equivoco, y a desviar sus más profundos designios del fin al que se dirigían. ¡Mas ved!, el irritado Vencedor ha convocado nuevamente a sus ministros de venganza y persecución a las puertas del cielo; la lluvia de azufre, lanzada tras nosotros en tormenta, ya pasada, ha allanado la ardiente oleada que nos recibió al caer desde el precipicio del cielo; y el trueno, alado con rojos relámpagos e impetuosa furia, quizás ha agotado ya sus rayos, y cesa ahora de bramar a través de este vasto abismo sin límites. No dejemos escapar la ocasión, sea proporcionada por el desdén o la furia saciada de nuestro enemigo. ¿Puedes ver aquella tenebrosa llanura, abandonada y olvidada, refugio de la desolación, vacía de toda luz a no ser por la que el tenue brillar de estas llamas arroja pálida y sombría? Hacia allí dirijámonos, escapando del agitarse de estas ardientes olas; allí descansemos, si es que algún descanso puede allí encontrarse; y, volviendo a reunir nuestros afligidos poderes, examinemos cómo podremos desde ahora ofender más a nuestro enemigo, cómo reparar nuestras pérdidas, cómo sobreponernos a esta horrenda calamidad, qué refuerzo podremos sacar de la esperanza, o si no, qué resolución de la desesperación».

Así habló Satán a su más próximo compañero, elevando su cabeza por sobre las olas, y con sus ojos brillando centelleantes; el resto de su cuerpo extendíase, enorme, flotando en la marea, ocupando un gran espacio, tan voluminoso en estatura como aquellos a quienes en las leyendas se menciona como de una altura monstruosa, los titanes, o hijos de la Tierra, que hicieron la guerra a Júpiter; o como Briareo, o Tifón, que estuvo cautivo en una guarida próxima a la antigua Tarso; o como la bestia marina Leviatán, que Dios hizo de entre todas sus creaciones la más grande que jamás nadara las corrientes oceánicas, y a la cual, a menudo, mientras duerme en las espumas de las aguas noruegas, el piloto de alguna pequeña embarcación extraviada en las tinieblas toma por una isla, según refieren los marinos, y de ese modo, fijando el ancla a su escamosa piel, permanece a su abrigo, mientras la noche cubre el mar y la anhelada aurora se demora. Así de enorme yacía extendido el gran demonio, encadenado al ardiente lago; y jamás habría salido de allí, ni levantado su cabeza, si no fuese porque la voluntad y el alto permiso del cielo le dejaron llevar a cabo sus oscuros designios, a fin de que con sus reiterados crímenes pudiese amontonar sobre sí mismo más condenación, mientras buscaba hacer el mal a otros, y, encolerizado, pudiese ver cómo su malicia sólo servía para generar infinitas bondad, gracia y misericordia, mostradas sobre los hombres por él seducidos, generando asimismo en él triples confusión, rabia y venganza frustrada.

Inmediatamente eleva el arcángel caído su gran estatura por sobre el lago; en cada una de sus manos las llamas, apartadas por él hacia atrás, inclinan sus afiladas puntas y, rodando como olas, abren en el medio un hórrido valle. Entonces, desplegando sus alas, dirige su vuelo hacia arriba, gravitando en el aire crepuscular, que siente un inusual peso, hasta que desciende sobre una tierra árida, si así puede ser llamada una tierra que por siempre arde con fuego sólido así como el lago lo hace con fuego líquido; pues tal es su matiz, como cuando la violencia de vientos subterráneos derriban una colina del Péloro, o como los destruidos costado del mugiente Etna, cuyas combustibles e inflamadas entrañas, concibiendo fuego en su interior, sublimadas por la furia mineral, y ayudadas por los vientos, dejan un suelo arrasado, todo cubierto de miasmas y humo: tal el lugar de descanso que encontraron las plantas de esos pies malditos. Tras él llegó su más cercano compañero, ambos glorificándose por haber escapado de la corriente estigia como dioses, y por su propia fuerza recobrada, no por la tolerancia del poder superior.

«¿Es ésta la región, éste el suelo, éste el clima -dijo entonces el arcángel caído-, ésta la mansión que debemos cambiar por el cielo, esta triste lobreguez por la luz celeste? Sea, puesto que él, que ahora es Soberano, puede disponer y decidir lo que crea justo; cuanto más lejos de su presencia, mejor, que si la razón lo ha hecho igual, la fuerza lo ha hecho el supremo entre sus iguales. ¡Adiós, felices campos, donde la alegría por siempre mora! ¡Salve, horrores! ¡Salve, mundo infernal! ¡Y tú, oh profundo infierno, recibe a tu nuevo posesor, uno que ostenta una mente que no será cambiada por tiempo o lugar algunos, pues la mente es su propio lugar, y en ella misma puede hacer un cielo del infierno, un infierno del cielo! ¿Qué importa dónde esté, si siempre seré el mismo, y lo que debo ser; si lo soy todo, aunque menor que aquel a quien el trueno ha hecho más grande? Aquí al menos seremos libres; el Todopoderoso no ha construido este sitio para envidiárnoslo, y no nos querrá sacar de aquí; en este lugar podremos reinar seguros, y, a mi parecer, reinar es digno de ambición, aunque en el infierno: mejor reinar en el infierno, que servir en el cielo. Pero ¿por qué dejar entonces que nuestros leales compañeros, los asociados y copartícipes de nuestra pérdida, queden así confundidos en la laguna del olvido; por qué no llamarlos para que compartan con nosotros esta desolada mansión, o para que una vez más, reuniendo nuestras fuerzas, intentemos combatir por lo que aún pueda ser reganado en el cielo, o perdido en el infierno?»

Así habló Satán, a lo que respondiole Beëlzebub:

«Líder de esos brillantes ejércitos que, salvo el Omnipotente, nadie podría haber vencido: si ellos vuelven a oír tu voz, la más segura prenda de esperanza en sus temores y peligros, tan frecuentemente oída en los peores y más extremos trances, y en el peligroso filo de la batalla cuando ésta rugía, la más tranquilizadora señal en todos los asaltos, cobrarán de inmediato un nuevo valor, y revivirán, aunque ahora yacen postrados o arrastrándose en aquel lago de fuego, como nosotros hasta hace un momento, confundidos y pasmados, lo que, después de haber caído desde tan perniciosa altura, no es nada digno de asombro».

Apenas hubo terminado de decir esto, ya el demonio superior adelantábase hacia la orilla; llevaba su pesado escudo, de etéreo temple, sólido, ancho y redondo, echado hacia atrás, su amplia circunferencia colgando de sus hombros como la luna, cuya orbe el astrónomo toscano observa al anochecer a través de un vidrio óptico, desde la cumbre de Fiésole, o desde Valdarno, para descubrir nuevas tierras, ríos o montañas en su manchada esfera. Su lanza, junto a la cual el más alto pino talado en las colinas de Noruega para hacer el mástil de algún gran navío no parecería más que una rama, le servía de apoyo mientras caminaba sobre la ardiente marga con inseguros pasos, muy diferentes a los que diera en los azules campos del cielo, y mientras el tórrido clima, bajo esa bóveda de fuego, infligíale nuevas heridas; sin embargo, sopórtalo todo hasta llegar a la orilla de ese mar de llamas, donde se detiene y llama a sus legiones, formas de ángeles que yacen en trance, amontonadas como las hojas de otoño que cubren los arroyos de Valleumbrosa, a los que las sombras etruscas, describiendo elevados arcos de follaje, cobijan; o como los esparcidos juncos que flotan cuando Orión, armado con furiosos vientos, ha azotado las costas del mar Rojo, cuyas olas derribaron a Busiris y su caballería de Menfis mientras perseguían éstos con pérfido odio a los extranjeros de Gessen, que contemplaron luego, desde la segura orilla, sus cadáveres flotando junto con las ruedas destrozadas de los carros; así de amontonadas yacían estas legiones, abyectas y perdidas, cubriendo el lago, bajo el asombro producido por su atroz cambio.

Satán elevó tanto su voz, que toda la profundidad del infierno retumbó:

«¡Príncipes, potestades, guerreros, la flor del cielo, una vez vuestro, ahora perdido!, ¿es posible que un estupor como éste pueda apoderarse de espíritus eternos? ¿O es que habéis escogido este sitio, tras las fatigas de la batalla, para dar reposo a vuestro extenuado valor, por lo fácil que encontráis dormir aquí, como en los valles del cielo? ¿O, ya bien, es que habéis jurado adorar en esta abyecta postura al Conquistador, que ahora contempla a querubines y serafines revolcándose, con armas y estandartes destrozados, en este lago, hasta que en breve sus rápidos ministros divisen desde las puertas del cielo la ventajosa ocasión y, descendiendo, nos pisoteen al vernos así postrados, o, con una sucesión de rayos, nos sepulten en el fondo de este abismo? ¡Despertad, levantaos, o quedad caídos para siempre!».

Todos oyéronle, y se sintieron avergonzados, y se levantaron sobre un ala, como centinelas que, encontrados durmiendo por aquel a quien temen, se ponen de pie y se esfuerzan por verse bien despiertos. Y aunque no habían dejado de percibir la horrible situación en la que se hallaban, ni de sentir crueles tormentos, a la voz de su general pronto obedecieron, innumerables. Y, así como cuando la poderosa vara del hijo de Amram, en un día funesto para Egipto, describió un círculo por la costa y atrajo una negra nube de langostas que, volando con el viento oriental, sobre el reino del impío Faraón se extendieron como la noche, oscureciendo todas las tierras del Nilo, del mismo modo esos ángeles malditos, igual de incontables, se cernieron con sus alas bajo la bóveda del infierno, en medio de las llamas superiores, inferiores y circundantes, hasta que, a una señal de la lanza elevada de su gran jefe, que les indicaba el curso que debían seguir, con un movimiento uniforme descendieron sobre aquella tierra de azufre solidificado, e inundaron la llanura, formando una multitud como la que jamás vertiera el populoso Norte de sus heladas tierras para atravesar el Rhin o el Danubio cuando sus bárbaros hijos, como un diluvio, sobre el Sur cayeron, extendiéndose más allá de Gibraltar, hasta las arenas de Libia. [...]

Acercáronse entonces a su líder, congregándose en tropel, aunque con miradas bajas y llorosas, si bien tales en las que aparecía un oscuro destello de alegría por no haber encontrado a su jefe en la desesperación, por no haberse encontrado ellos mismos perdidos en la total perdición; y Satán, cuyo rostro también reflejaba ese doloroso matiz, pronto su habitual orgullo recobrando, con altivas palabras que ostentaban la apariencia, si no la realidad, de dignidad, poco a poco reavivó el abatido valor de todos, y sus temores disipó. Inmediatamente ordena que, al bélico clamor de clarines y fuertes trompetas, su poderoso estandarte sea elevado; tan orgulloso honor es reclamado como derecho propio por Azazel, un alto querubín, quien en seguida de una resplandeciente asta despliega la enseña imperial, que, bien alta y adelante, comenzó a brillar como un meteoro, agitándose en el viento, encendida con gemas y el lustre del oro, los cuales ricamente bordaban armas y trofeos seráficos, mientras todo el tiempo el sonoro metal soplaba sonidos marciales, a lo que la hueste universal respondió con un grito que desgarró la concavidad del infierno y, más allá, llevó el espanto al reino del Caos y la antigua Noche.

En un instante pudieron verse, a través de las tinieblas, diez mil banderas elevándose en el aire, ondeando con crepusculares colores; y con ellas se alzó un inmenso bosque de lanzas, y apiñados cascos aparecieron, así como innúmeros escudos reunidos en una densa alineación de inconmensurable profundidad. En breve se mueven los guerreros en una perfecta falange a los dóricos sonidos de flautas y suaves oboes, sonidos tales como los que elevaban a una altura del más noble temple a los antiguos héroes armados para la batalla, y que, en lugar de cólera, inspirábanles un valor prudente, firme, incapaz de dejarse arrastrar, por el temor a la muerte, a una huida o una vergonzosa retirada; sonidos que no carecían de poder para mitigar o apaciguar con solemnes acordes los pensamientos tumultuosos y para ahuyentar la angustia, la duda, el miedo, la tristeza y el dolor tanto de espíritus mortales como inmortales. Así todos, animados por una misma fuerza, con un designio fijo, se movieron en silencio, al sonido de dulces caramillos que calmaban sus dolorosos pasos sobre el ardiente suelo; hasta que, más al alcance de la vista, se detienen, un hórrido frente de espantosa longitud, centelleante de armas, espíritus semejantes a los antiguos guerreros alineados con lanzas y escudos, aguardando por la orden que su poderoso general tuviese para imponerles. Éste pasea a través de las armadas filas su experta mirada, pronto abarcando la totalidad del batallón, observando su correcta disposición, sus rostros y estaturas de dioses, y calculando finalmente su número. Dilátase entonces su corazón con orgullo, y, confiando más en su poder, se gloria; pues, desde que fue creado, jamás vio el hombre una fuerza reunida que, comparada con ésta, pudiese aspirar a un mérito mayor que el de aquella pequeña infantería vencida por unas grullas; ni aun cuando se reuniese toda la gigantesca estirpe de Flegra con la heroica raza que combatió en Tebas e Ilión, mezclada en ambas partes con dioses auxiliares, y con aquella que resuena en fábula y novela sobre el hijo de Uther, rodeado de caballeros bretones y armoricanos, y con todos aquellos que después, infieles o bautizados, brillaron en las justas de Aspramonte, Montaubán, Damasco, Marruecos o Trebisonda, o los que Bizerta envió desde la costa africana cuando Carlomagno, con todos sus pares, fue derrotado cerca de Fontarrabia.

Así de lejos estaban de toda comparación con fuerza mortal, y sin embargo respetaban a su terrible comandante; él, orgullosamente eminente por sobre el resto en gesto y estatura, se elevaba como una torre; su figura aún no había perdido todo su esplendor original, y no parecía un arcángel caído, sino un exceso de gloria ensombrecida, similar al sol naciente cuando se ve, a través del brumoso aire del horizonte, privado de sus rayos, o como cuando desde detrás de la luna, en sombrío eclipse, esparce un funesto crepúsculo sobre la mitad de las naciones y atormenta a los monarcas infundiéndoles el temor de un cambio. De este modo oscurecido, aún brillaba por sobre todos el arcángel; pero su rostro ostenta las profundas cicatrices del rayo, y la inquietud marca sus marchitas mejillas, si bien bajo cejas de impávido valor y de un paciente orgullo que anhela venganza; cruel su mirada, aunque arroja signos de remordimiento y compasión al observar a los compañeros de su crimen, o más bien los seguidores, tiempo atrás contemplados en la dicha, condenados para siempre ahora a vivir en el dolor; millones de espíritus soportando por su culpa un castigo del cielo, lanzados lejos de los esplendores eternos por su rebelión; mas leales aún éstos le permanecen, marchita su gloria, como robles del bosque o pinos de la montaña que, cuando el fuego del cielo les ha privado de su verdor, sostienen aún un tronco majestuoso, aunque desnudo, sobre el abrasado páramo. Dispúsose entonces Satán a hablar, a lo que las dobles filas de su batallón se movieron de ala a ala, formando un arco, y rodeándolo así todos sus pares; la atención los mantenía mudos. Tres veces intentó comenzar, y tres veces, a pesar de su orgullo, lágrimas, lágrimas como las que los ángeles lloran, irrumpieron; hasta que por fin palabras, entretejidas con suspiros, lograron abrirse paso:

«¡Oh, miríadas de espíritus inmortales! ¡Oh, poderes que sólo el Todopoderoso pudo igualar; y aquel combate no careció de gloria, aunque el evento fue desastroso, como lo puede testificar este lugar, y este horrendo cambio, odioso de mencionar! Pero ¿qué facultad mental, previendo o presagiando desde las profundidades del conocimiento pasado o presente, podría haber concebido que semejante fuerza unida de dioses, que un ejército como éste, pudiese conocer alguna vez el rechazo? ¿Y quién podría ahora creer, aun después de la derrota, que estas poderosas legiones, cuyo exilio ha dejado vacío el cielo, pueden dejar de reascender, levantados por sus propios medios, para reposeer su morada nativa? En cuanto a mí, sea testigo toda la hueste del cielo, ni por consejos distintos del mío, ni por peligro alguno que quiera yo evitar, he perdido aún nuestras esperanzas. Pero aquel que reina como Monarca en el cielo había permanecido hasta entonces sentado con seguridad en su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consenso o por costumbre, y hacia plena ostentación de su fausto real, mas nos ocultaba su fuerza, lo que nos impulsó a nuestra tentativa, y nuestra caída ocasionó. Ahora conocemos su poder, y conocemos el nuestro, de tal manera como para no provocar una nueva guerra, ni temer una provocados nosotros; el mejor partido que nos queda es el de llevar adelante en secreto designio, por fraude o astucia, lo que la fuerza no logró, de modo que él finalmente pueda aprender de nosotros que, quien vence por la fuerza, sólo ha vencido a su enemigo a medias. El espacio puede producir nuevos mundos; a partir de esto era algo conocido en el cielo que, antes de mucho, él quería crear uno en el cual colocar una generación a la que su superior mirada favorecería en igual medida que a los hijos del cielo. Allí, aun cuando sólo sea con el objeto de entrometernos, tendrá lugar tal vez nuestra primer irrupción; allí o en cualquier otro lado, pues este pozo infernal nunca retendrá espíritus celestiales en cautiverio, ni el abismo los envolverá por mucho más tiempo bajo sus tinieblas. Pero estos pensamientos deben aún madurar en un pleno consejo. La paz es desesperada, pues ¿quién puede pensar en sumisión? ¡Guerra, entonces, guerra; abierta u oculta es lo que debemos resolver!».

Así habló; y, para confirmar sus palabras, agitáronse en el aire millones de flamígeras espadas desenvainadas por poderosos querubines; el súbito fulgor iluminó todos los antros del infierno; potentemente los demonios lanzaron gritos de rabia contra el Altísimo, y furiosamente golpearon con las armas que empuñaban sus resonantes escudos, produciendo el estruendo de la guerra, y arrojando así un desafío hacia la bóveda del cielo. [...]



Libro II

[...]
Así se disolvió aquel consejo estigio, y en orden salieron los grandes pares infernales; en medio de ellos avanzaba su poderoso principal, y parecía él solo el antagonista del cielo, no menos que el temible emperador del infierno, con un fausto supremo y una estatura divina; a su alrededor se cierra un círculo de ardientes serafines con brillantes estandartes y terroríficas armas, quienes ordenan anunciar con el sonido de trompetas reales el gran resultado del fin de la sesión; hacia los cuatro vientos, cuatro presurosos querubines hacen sonar con sus bocas los metales, explicados por las voces de los heraldos; el profundo abismo los oye hasta grandes distancias, y toda la hueste del infierno, con un grito ensordecedor, les devuelve una fuerte aclamación.

Con sus mentes ya más tranquilas, y algo reanimados por falsas y presuntuosas esperanzas, disuélvense los formados batallones, y cada ángel errante toma por un camino diferente, guiado, en su perplejidad, por la inclinación o una triste elección, hacia donde más confía en poder hallar tregua para sus agitados pensamientos y entretener las fastidiosas horas hasta que su gran jefe regrese. Unos, en la llanura o en los aires sublimes, sobre sus alas o en veloces carreras contienden, como en los juegos olímpicos o en los campos píticos; otros refrenan sus briosos corceles, o esquivan las metas con rápidas ruedas, o forman frentes de escuadrones, como cuando, para prevenir a ciudades orgullosas, la guerra aparece en los turbados cielos, los ejércitos se precipitan a batallar en las nubes, y al frente de cada vanguardia los caballeros aéreos avanzan enristrando sus lanzas, hasta que las apiñadas legiones se confunden, de modo que de un extremo al otro del cielo el firmamento arde con hechos de armas. Otros más feroces, con una enorme rabia, similar a la de Tifón, arrancan rocas y colinas, cabalgan el aire sobre torbellinos, y apenas puede el infierno contener su salvaje tumulto, como cuando Alcides, al regresar, coronado por la conquista, de Ecalia, sintió la túnica envenenada y, transido de dolor, arrancó de raíz los pinos de Tesalia y arrojó a Licas, desde la cumbre del Eta, al mar de Eubea. Otros más tranquilos, retirados en algún silencioso valle, cantan, acompañándose con arpas de notas angelicales, sus propios hechos heroicos y su caída ocasionada por la fortuna de la batalla, y lamentan que el destino someta el valor independiente a la fuerza o al azar; parciales eran sus cantos, pero la armonía tenía suspendido al infierno y arrobada a la congregada audiencia, pues ¿qué menos podía esperarse siendo espíritus inmortales los que cantaban? En discursos más dulces, pues la elocuencia hechiza el alma así como la música los sentidos, sentábanse otros aparte en alguna lejana colina, sumidos en pensamientos más elevados, y razonaban sobre la providencia, la presciencia, la voluntad, el sino, el destino inmutable, el libre albedrío, la presciencia absoluta, y no encontraban fin, perdidos en tortuosos laberintos; y entonces argüían sobre el bien y el mal, sobre la felicidad y la miseria final, sobre la pasión y la apatía, sobre la gloria y la vergüenza, toda vana sabiduría y falsa filosofía, pero que sin embargo con una agradable magia podía encantar el dolor o la angustia por un momento, excitando una falaz esperanza, o armar al endurecido corazón con una obstinada paciencia cual si fuese con un triple acero. Otros, formando escuadrones y numerosas compañías, parten en audaces exploraciones para descubrir si, en algún punto de ese lúgubre mundo, existe tal vez un clima que pueda ofrecerles una más soportable morada; cuatro caminos toma su alada marcha, a lo largo de las orillas de los cuatro ríos infernales que vomitan sus funestas corrientes en el ardiente lago: el abominable Estigio, río del odio mortal; el triste Aqueronte de aflicciones, negro y profundo; el Cócito, llamado así por los grandes lamentos que se oyen en sus contristadas ondas; y el feroz Flegetón, cuyas olas de fuego torrencial se inflaman con impetuosa furia. Lejos de éstos, una lenta y silenciosa corriente, la del Leteo, río del olvido, recorre su laberinto de aguas, de las que quien bebe olvida inmediatamente su anterior estado y su existencia, olvida tanto la alegría como la tristeza, tanto el placer como el dolor. Más allá de este río se extiende, sombrío y desolado, un continente de hielos eternos, azotado por perpetuas tempestades de huracanes, por perpetuas tempestades de un horrendo granizo que en tierra firme no se derrite, sino que se amontona hasta semejar un mundo de antiguas edificaciones en ruinas; todo lo demás es espesa nieve y hielo, un golfo profundo como el del pantano de Serbonia, situado entre Damieta y el viejo monte Casio, en el cual ejércitos enteros se hundieron; donde el seco aire abrasador arde heladamente, y el frío produce el mismo efecto que el fuego. Hacia allí, por las furias de garras de arpía, son conducidos en determinadas épocas los ángeles malditos, y sienten por turnos el amargo cambio de feroces extremos, extremos más feroces aún por dicho cambio; de lechos de rabiosas llamas son llevados a extinguir en el hielo su suave calor etéreo, y a sufrir allí inmóviles, fijos, totalmente congelados en su exterior, durante largos períodos de tiempo; y entonces son de allí nuevamente precipitados al fuego. Cruzan así el estrecho del Leteo en ambas direcciones, mas sólo para aumentar sus pesares, pues desean y esfuérzanse por alcanzar, mientras pasan, sus tentadoras aguas, para con una pequeña gota perder en un dulce olvido todo su dolor y aflicción, todo en un instante, tan cercanos a la corriente; pero el destino los aparta de ella, y, para oponerse a sus intentos, Medusa guarda, con gorgóneo terror, el vado, y el agua huye por sí misma del paladar de toda criatura viviente, como una vez lo hiciera de los labios de Tántalo. Así, errando a la deriva en su confusa y desesperada marcha, las huestes exploradoras, temblorosas y pálidas de terror, y con horrorizados ojos, contemplaron por primera vez su miserable destino, y no hallaron reposo; vagaron a través de incontables valles, tenebrosos y sombríos, a través de incontables regiones dolorosas, por sobre muchos Alpes de hielo, muchos Alpes de fuego, por entre rocas, cuevas, lagos, pantanos, estanques, grutas, sombras de muerte, todo un universo de muerte, que Dios, en su maldición, creó malvado, y bueno únicamente para el mal; donde toda vida muere, y toda muerte vive; donde la naturaleza engendra, perversa, una infinidad de cosas monstruosas, de cosas prodigiosas, abominables, inmencionables, peores que todas aquellas que las fábulas han hasta ahora inventado, o el miedo concebido, gorgonas, hidras y quimeras espantosas. [...]


Traducción de E. Ehrendost.
Ilustraciones de Gustave Doré.


Versión ampliada y en verso
disponible en Editorial Alastor:

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