Libro I
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Dime primero, oh musa, puesto que el cielo no esconde nada de tu vista, ni tampoco la profunda extensión del infierno, dime primero qué causa llevó a nuestros grandes Padres en su feliz estado, tan altamente favorecidos por el cielo, a separarse de su Creador y a transgredir la única restricción de su voluntad, señores del resto del mundo. ¿Quién los indujo a esa vergonzosa sublevación?Tal el sitio que la justicia eterna había preparado para aquellos rebeldes; aquí estaba destinada su prisión en completa oscuridad, tan alejada de Dios y la luz del cielo como tres veces la distancia que media entre el centro del universo y el polo más distante; ¡oh, cuán distinto del lugar del cual cayeron!
Allí a los compañeros de su caída, sepultados en olas y torbellinos de tempestuoso fuego, pronto divisa; y, agitándose a su lado, a uno que le era el siguiente en poder, y el siguiente en crimen, mucho tiempo después conocido en Palestina, y llamado Beëlzebub; a quien el gran enemigo, desde entonces en el cielo llamado Satán, rompiendo el horrible silencio con altivas palabras, así comenzó a decir:
«Si eres tú aquél... pero oh, ¡cuán caído!, ¡cuán diferente de ese que, en los felices reinos de la luz, vestido en trascendental brillo, sobrepasaba en esplendor a miríadas, aunque brillantes! Si eres aquél, a quien una mutua alianza, pensamientos y consejos afines, e iguales esperanza y riesgo en la gloriosa empresa, unieron conmigo una vez, y que ahora la miseria ha unido en idéntica ruina, ¿puedes ver en qué abismo y desde qué altura hemos caído?, tan poderoso se probó él con su trueno. Mas ¿quién conocía hasta entonces la fuerza de esas terribles armas? Sin embargo ni por ellas, ni por lo que el Vencedor pueda aún infligir en su cólera, me arrepiento, o cambio, aunque cambiado en brillo exterior, la firme mente, y el alto desdén, nacido del sentido del mérito herido, que con el Todopoderoso me llevaron a combatir, arrastrando al furioso combate a innumerables fuerzas de espíritus armados que se atrevieron a despreciar su dominio y, prefiriéndome a mí, a su poder supremo un poder adverso opusieron, en una indecisa batalla, mantenida en las llanuras del cielo, que hizo oscilar su trono. ¡Qué hay con que el campo haya sido perdido! Aún no está perdido todo: la voluntad inconquistable, los planes de venganza, el odio inmortal, un valor que jamás se someterá o se rendirá... ¿y qué si no eso es no haber sido vencidos? Esa gloria no la arrebatará de mí nunca, ni por su rabia ni por su fuerza: el verme inclinarme, rogar su perdón con rodilla suplicante, y alabar su poder, cuyo imperio acaba de ser puesto en duda por el terror de mi brazo. Tal cosa sería una verdadera bajeza, una ignominia y una vergüenza peores que esta caída; puesto que, por el destino, la fuerza de los dioses y esta sustancia empírea no pueden perecer; puesto que con la experiencia de este gran suceso, no peores en armas, y mucho más avanzados en previsión, podemos resolver con mayor esperanza hacer, ya por medio de la fuerza o de la astucia, una guerra eterna, irreconciliables con nuestro gran enemigo, que ahora triunfa y, en el exceso del gozo, reinando solo, retiene la tiranía del cielo».
Así habló el ángel apóstata, aunque en dolor; vanagloriándose en voz alta, pero despedazado por una profunda desesperación. Y así respondiole pronto su osado compañero:
«¡Oh, príncipe! ¡Oh, jefe de tantos tronos, que llevaste a la guerra a los serafines ordenados en batalla bajo tu conducción, y que, impávido en situaciones pavorosas, hiciste peligrar al perpetuo Rey del cielo, y pusiste a prueba su alta supremacía, ya nacida de la fuerza, el azar o el destino! Muy bien veo y maldigo el espantoso evento que, con triste derrocamiento y dolorosa derrota, nos hizo perder el cielo, y que a toda esta poderosa hueste en horrible destrucción así aplastó, tanto como los dioses y las esencias empíreas pueden perecer: pues la mente y el espíritu permanecen invencibles, y el vigor pronto retorna, aunque toda nuestra gloria ha quedado extinta, y el feliz estado ha sido aquí arrasado a una interminable miseria. Pero ¿y si nuestro Conquistador, a quien ahora de fuerza creo Todopoderoso, pues no menos que como tal pudo haber vencido un poder semejante al nuestro, nos ha dejado enteros nuestro espíritu y nuestro vigor sólo para que suframos y soportemos nuestros dolores, de modo que podamos así dejar satisfecha su vengativa ira, o para que le prestemos mayores servicios como sus esclavos por derecho de guerra, según sus necesidades, trabajando en el fuego aquí en el corazón del infierno, o sirviéndole de mensajeros en el negro abismo? ¿De qué nos puede servir, entonces, sentir que nuestra fuerza no ha disminuido, y que nuestra existencia es eterna, para soportar un castigo eterno?».
A lo que con presurosas palabras el gran enemigo respondió:
«Querubín caído, mostrarse débil es miserable, ya obrando o sufriendo; pero de esto puedes estar seguro: hacer algún bien nunca será nuestra tarea, mas siempre hacer el mal nuestro único deleite, actuando como la fuerza contraria a la alta voluntad de aquel a quien resistimos. Si entonces su providencia busca de nuestra maldad generar el bien, nuestra labor será pervertir ese fin, y encontrar en el bien medios que aún conduzcan al mal, lo cual podremos lograr con frecuencia, de modo que quizás lleguemos a afligirlo, si no me equivoco, y a desviar sus más profundos designios del fin al que se dirigían. ¡Mas ved!, el irritado Vencedor ha convocado nuevamente a sus ministros de venganza y persecución a las puertas del cielo; la lluvia de azufre, lanzada tras nosotros en tormenta, ya pasada, ha allanado la ardiente oleada que nos recibió al caer desde el precipicio del cielo; y el trueno, alado con rojos relámpagos e impetuosa furia, quizás ha agotado ya sus rayos, y cesa ahora de bramar a través de este vasto abismo sin límites. No dejemos escapar la ocasión, sea proporcionada por el desdén o la furia saciada de nuestro enemigo. ¿Puedes ver aquella tenebrosa llanura, abandonada y olvidada, refugio de la desolación, vacía de toda luz a no ser por la que el tenue brillar de estas llamas arroja pálida y sombría? Hacia allí dirijámonos, escapando del agitarse de estas ardientes olas; allí descansemos, si es que algún descanso puede allí encontrarse; y, volviendo a reunir nuestros afligidos poderes, examinemos cómo podremos desde ahora ofender más a nuestro enemigo, cómo reparar nuestras pérdidas, cómo sobreponernos a esta horrenda calamidad, qué refuerzo podremos sacar de la esperanza, o si no, qué resolución de la desesperación».
Así habló Satán a su más próximo compañero, elevando su cabeza por sobre las olas, y con sus ojos brillando centelleantes; el resto de su cuerpo extendíase, enorme, flotando en la marea, ocupando un gran espacio, tan voluminoso en estatura como aquellos a quienes en las leyendas se menciona como de una altura monstruosa, los titanes, o hijos de la Tierra, que hicieron la guerra a Júpiter; o como Briareo, o Tifón, que estuvo cautivo en una guarida próxima a la antigua Tarso; o como la bestia marina Leviatán, que Dios hizo de entre todas sus creaciones la más grande que jamás nadara las corrientes oceánicas, y a la cual, a menudo, mientras duerme en las espumas de las aguas noruegas, el piloto de alguna pequeña embarcación extraviada en las tinieblas toma por una isla, según refieren los marinos, y de ese modo, fijando el ancla a su escamosa piel, permanece a su abrigo, mientras la noche cubre el mar y la anhelada aurora se demora. Así de enorme yacía extendido el gran demonio, encadenado al ardiente lago; y jamás habría salido de allí, ni levantado su cabeza, si no fuese porque la voluntad y el alto permiso del cielo le dejaron llevar a cabo sus oscuros designios, a fin de que con sus reiterados crímenes pudiese amontonar sobre sí mismo más condenación, mientras buscaba hacer el mal a otros, y, encolerizado, pudiese ver cómo su malicia sólo servía para generar infinitas bondad, gracia y misericordia, mostradas sobre los hombres por él seducidos, generando asimismo en él triples confusión, rabia y venganza frustrada.
Inmediatamente eleva el arcángel caído su gran estatura por sobre el lago; en cada una de sus manos las llamas, apartadas por él hacia atrás, inclinan sus afiladas puntas y, rodando como olas, abren en el medio un hórrido valle. Entonces, desplegando sus alas, dirige su vuelo hacia arriba, gravitando en el aire crepuscular, que siente un inusual peso, hasta que desciende sobre una tierra árida, si así puede ser llamada una tierra que por siempre arde con fuego sólido así como el lago lo hace con fuego líquido; pues tal es su matiz, como cuando la violencia de vientos subterráneos derriban una colina del Péloro, o como los destruidos costado del mugiente Etna, cuyas combustibles e inflamadas entrañas, concibiendo fuego en su interior, sublimadas por la furia mineral, y ayudadas por los vientos, dejan un suelo arrasado, todo cubierto de miasmas y humo: tal el lugar de descanso que encontraron las plantas de esos pies malditos. Tras él llegó su más cercano compañero, ambos glorificándose por haber escapado de la corriente estigia como dioses, y por su propia fuerza recobrada, no por la tolerancia del poder superior.
Así habló Satán, a lo que respondiole Beëlzebub:
«Líder de esos brillantes ejércitos que, salvo el Omnipotente, nadie podría haber vencido: si ellos vuelven a oír tu voz, la más segura prenda de esperanza en sus temores y peligros, tan frecuentemente oída en los peores y más extremos trances, y en el peligroso filo de la batalla cuando ésta rugía, la más tranquilizadora señal en todos los asaltos, cobrarán de inmediato un nuevo valor, y revivirán, aunque ahora yacen postrados o arrastrándose en aquel lago de fuego, como nosotros hasta hace un momento, confundidos y pasmados, lo que, después de haber caído desde tan perniciosa altura, no es nada digno de asombro».
Satán elevó tanto su voz, que toda la profundidad del infierno retumbó:
«¡Príncipes, potestades, guerreros, la flor del cielo, una vez vuestro, ahora perdido!, ¿es posible que un estupor como éste pueda apoderarse de espíritus eternos? ¿O es que habéis escogido este sitio, tras las fatigas de la batalla, para dar reposo a vuestro extenuado valor, por lo fácil que encontráis dormir aquí, como en los valles del cielo? ¿O, ya bien, es que habéis jurado adorar en esta abyecta postura al Conquistador, que ahora contempla a querubines y serafines revolcándose, con armas y estandartes destrozados, en este lago, hasta que en breve sus rápidos ministros divisen desde las puertas del cielo la ventajosa ocasión y, descendiendo, nos pisoteen al vernos así postrados, o, con una sucesión de rayos, nos sepulten en el fondo de este abismo? ¡Despertad, levantaos, o quedad caídos para siempre!».
Todos oyéronle, y se sintieron avergonzados, y se levantaron sobre un ala, como centinelas que, encontrados durmiendo por aquel a quien temen, se ponen de pie y se esfuerzan por verse bien despiertos. Y aunque no habían dejado de percibir la horrible situación en la que se hallaban, ni de sentir crueles tormentos, a la voz de su general pronto obedecieron, innumerables. Y, así como cuando la poderosa vara del hijo de Amram, en un día funesto para Egipto, describió un círculo por la costa y atrajo una negra nube de langostas que, volando con el viento oriental, sobre el reino del impío Faraón se extendieron como la noche, oscureciendo todas las tierras del Nilo, del mismo modo esos ángeles malditos, igual de incontables, se cernieron con sus alas bajo la bóveda del infierno, en medio de las llamas superiores, inferiores y circundantes, hasta que, a una señal de la lanza elevada de su gran jefe, que les indicaba el curso que debían seguir, con un movimiento uniforme descendieron sobre aquella tierra de azufre solidificado, e inundaron la llanura, formando una multitud como la que jamás vertiera el populoso Norte de sus heladas tierras para atravesar el Rhin o el Danubio cuando sus bárbaros hijos, como un diluvio, sobre el Sur cayeron, extendiéndose más allá de Gibraltar, hasta las arenas de Libia. [...]
Acercáronse entonces a su líder, congregándose en tropel, aunque con miradas bajas y llorosas, si bien tales en las que aparecía un oscuro destello de alegría por no haber encontrado a su jefe en la desesperación, por no haberse encontrado ellos mismos perdidos en la total perdición; y Satán, cuyo rostro también reflejaba ese doloroso matiz, pronto su habitual orgullo recobrando, con altivas palabras que ostentaban la apariencia, si no la realidad, de dignidad, poco a poco reavivó el abatido valor de todos, y sus temores disipó. Inmediatamente ordena que, al bélico clamor de clarines y fuertes trompetas, su poderoso estandarte sea elevado; tan orgulloso honor es reclamado como derecho propio por Azazel, un alto querubín, quien en seguida de una resplandeciente asta despliega la enseña imperial, que, bien alta y adelante, comenzó a brillar como un meteoro, agitándose en el viento, encendida con gemas y el lustre del oro, los cuales ricamente bordaban armas y trofeos seráficos, mientras todo el tiempo el sonoro metal soplaba sonidos marciales, a lo que la hueste universal respondió con un grito que desgarró la concavidad del infierno y, más allá, llevó el espanto al reino del Caos y la antigua Noche.
Así de lejos estaban de toda comparación con fuerza mortal, y sin embargo respetaban a su terrible comandante; él, orgullosamente eminente por sobre el resto en gesto y estatura, se elevaba como una torre; su figura aún no había perdido todo su esplendor original, y no parecía un arcángel caído, sino un exceso de gloria ensombrecida, similar al sol naciente cuando se ve, a través del brumoso aire del horizonte, privado de sus rayos, o como cuando desde detrás de la luna, en sombrío eclipse, esparce un funesto crepúsculo sobre la mitad de las naciones y atormenta a los monarcas infundiéndoles el temor de un cambio. De este modo oscurecido, aún brillaba por sobre todos el arcángel; pero su rostro ostenta las profundas cicatrices del rayo, y la inquietud marca sus marchitas mejillas, si bien bajo cejas de impávido valor y de un paciente orgullo que anhela venganza; cruel su mirada, aunque arroja signos de remordimiento y compasión al observar a los compañeros de su crimen, o más bien los seguidores, tiempo atrás contemplados en la dicha, condenados para siempre ahora a vivir en el dolor; millones de espíritus soportando por su culpa un castigo del cielo, lanzados lejos de los esplendores eternos por su rebelión; mas leales aún éstos le permanecen, marchita su gloria, como robles del bosque o pinos de la montaña que, cuando el fuego del cielo les ha privado de su verdor, sostienen aún un tronco majestuoso, aunque desnudo, sobre el abrasado páramo. Dispúsose entonces Satán a hablar, a lo que las dobles filas de su batallón se movieron de ala a ala, formando un arco, y rodeándolo así todos sus pares; la atención los mantenía mudos. Tres veces intentó comenzar, y tres veces, a pesar de su orgullo, lágrimas, lágrimas como las que los ángeles lloran, irrumpieron; hasta que por fin palabras, entretejidas con suspiros, lograron abrirse paso:
«¡Oh, miríadas de espíritus inmortales! ¡Oh, poderes que sólo el Todopoderoso pudo igualar; y aquel combate no careció de gloria, aunque el evento fue desastroso, como lo puede testificar este lugar, y este horrendo cambio, odioso de mencionar! Pero ¿qué facultad mental, previendo o presagiando desde las profundidades del conocimiento pasado o presente, podría haber concebido que semejante fuerza unida de dioses, que un ejército como éste, pudiese conocer alguna vez el rechazo? ¿Y quién podría ahora creer, aun después de la derrota, que estas poderosas legiones, cuyo exilio ha dejado vacío el cielo, pueden dejar de reascender, levantados por sus propios medios, para reposeer su morada nativa? En cuanto a mí, sea testigo toda la hueste del cielo, ni por consejos distintos del mío, ni por peligro alguno que quiera yo evitar, he perdido aún nuestras esperanzas. Pero aquel que reina como Monarca en el cielo había permanecido hasta entonces sentado con seguridad en su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consenso o por costumbre, y hacia plena ostentación de su fausto real, mas nos ocultaba su fuerza, lo que nos impulsó a nuestra tentativa, y nuestra caída ocasionó. Ahora conocemos su poder, y conocemos el nuestro, de tal manera como para no provocar una nueva guerra, ni temer una provocados nosotros; el mejor partido que nos queda es el de llevar adelante en secreto designio, por fraude o astucia, lo que la fuerza no logró, de modo que él finalmente pueda aprender de nosotros que, quien vence por la fuerza, sólo ha vencido a su enemigo a medias. El espacio puede producir nuevos mundos; a partir de esto era algo conocido en el cielo que, antes de mucho, él quería crear uno en el cual colocar una generación a la que su superior mirada favorecería en igual medida que a los hijos del cielo. Allí, aun cuando sólo sea con el objeto de entrometernos, tendrá lugar tal vez nuestra primer irrupción; allí o en cualquier otro lado, pues este pozo infernal nunca retendrá espíritus celestiales en cautiverio, ni el abismo los envolverá por mucho más tiempo bajo sus tinieblas. Pero estos pensamientos deben aún madurar en un pleno consejo. La paz es desesperada, pues ¿quién puede pensar en sumisión? ¡Guerra, entonces, guerra; abierta u oculta es lo que debemos resolver!».
Así habló; y, para confirmar sus palabras, agitáronse en el aire millones de flamígeras espadas desenvainadas por poderosos querubines; el súbito fulgor iluminó todos los antros del infierno; potentemente los demonios lanzaron gritos de rabia contra el Altísimo, y furiosamente golpearon con las armas que empuñaban sus resonantes escudos, produciendo el estruendo de la guerra, y arrojando así un desafío hacia la bóveda del cielo. [...]
Libro II
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Así se disolvió aquel consejo estigio, y en orden salieron los grandes pares infernales; en medio de ellos avanzaba su poderoso principal, y parecía él solo el antagonista del cielo, no menos que el temible emperador del infierno, con un fausto supremo y una estatura divina; a su alrededor se cierra un círculo de ardientes serafines con brillantes estandartes y terroríficas armas, quienes ordenan anunciar con el sonido de trompetas reales el gran resultado del fin de la sesión; hacia los cuatro vientos, cuatro presurosos querubines hacen sonar con sus bocas los metales, explicados por las voces de los heraldos; el profundo abismo los oye hasta grandes distancias, y toda la hueste del infierno, con un grito ensordecedor, les devuelve una fuerte aclamación.Traducción de E. Ehrendost.
Ilustraciones de Gustave Doré.
Versión ampliada y en verso
disponible en Editorial Alastor:
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