M. P. Shiel - Xélucha



«Va él tras ella... y no lo sabe...»


¡Hace tres días!, ¡por el cielo, parece un siglo! Pero estoy perturbado... mi razón se halla aturdida. Hace un rato caí en un coma momentáneo que recordaba precisamente a un ataque de petit mal. «Tumbas y gusanos y epitafios»: ésa es la fantasía de mi sueño. ¡A mi edad, con mi físico, caminar tambaleándome, como un hombre herido! Pero todo esto pasará; debo reponerme... mi razón se halla aturdida. ¡Hace tres días!, ¡parece un siglo! Sentado en el suelo frente a una vieja cesta llena de cartas encontré, por azar, un paquete con las de Cosmo. Las había olvidado; se están poniendo amarillentas. Verdaderamente, ya no puedo seguir llamándome joven. Me quedé sentado leyéndolas, distraídamente, transportado por los recuerdos. ¡Pero reflexionar significa perderse!; ante ese mal hábito debo torcer el cuello, o buscar la muerte. Una vez más recorrí la laberíntica armonía esférica del minuet, y me moví en el vals, con largas pompas de candelabros, el mediodía de la bacanal, a mi alrededor. ¡Cosmo era el tsar y el maharajá de los sibaritas, el Príapo de los détraqués! En cada inesperado rincón de su villa romana había un sofá, muy elevado, con su imprescindible escabel, flanqueado y endoselado con espejos de oro clarificado. La tisis se abatió sobre él; en los últimos tiempos, reclinado a la mesa, apenas podía, hasta que se templaba, levantar el vino; sus ojos eran como varias luciérnagas enrolladas juntas, con un halo como de vaporosas emanaciones de fósforo. Desesperada, podía advertirse, era su lucha contra el Devorador. Pero su sonrisa principesca persistió hasta el final; hasta el final (hasta el último de sus días) continuó siendo, en medio de ese cómico grupo, el indesafiable corega de todos los ritos, no diré de Pafos, pero sí de Chemos y de Baal-Pehor. Templado, no se rehusaba a la fiesta, al baile, a la cámara oscura. Era negra, esa cámara, sin luz; se llegaba a ella por un pasaje secreto; su forma era circular; su aire, caliente, azotado por fragancias de bálsamo, bedelio, insinuaciones de dulcimer, flauta, y totalmente rodeado por centenares de otomanas de Marruecos. Allí, Lucy Hill apuñaló hasta el corazón a Caccofogo, confundiendo la cicatriz de su espalda con la cicatriz de Soriac. En un baño de malaquita la princesa Egla, tras despertarse tarde una mañana, encontró a Cosmo en la rigidez de la muerte, con el agua de la bañera cubriendo todo su cuerpo.

«¡Pero en el nombre de Dios, Mérimée! –así escribía–, ¡pensar en Xélucha muerta! ¡Xélucha! ¿Puede un rayo de luna, entonces, morir de supuraciones? ¿Puede ser el arco iris devorado por gusanos? ¡Ja, ja, ja, ja!, ríe conmigo, amigo: elle dérangera l’Enfer! ¡Ella introducirá el pas de tarantule en el Tofet! ¡Xélucha, la femenina! ¡Xélucha, recordando a las más espléndidas rameras de la historia! Llora conmigo... manat rara meas lacrima per genas; experta como Targelia; cultivada como Aspasia; púrpura como Semíramis. Ella comprendía el tabernáculo humano, amigo, sus secretas fuentes y genios, más íntimamente que ningún savant de Salamanca que respire. Tarare... ¡pero Xélucha no está muerta! La vitalidad no es mortal; no se puede envolver la llama con una mortaja. ¡Xélucha!, ¿dónde está, entonces? Trasladada, quizás... raptada a alguna constelación, como la hija de Leda. Ella viajó al Indostán, acompañada por la carga y las pertenencias de una begum, amenazando caer sobre el emperador de Tartaria. Le hablé sobre la desolación de Occidente; ella me besó, y me prometió regresar. Te mencionó a ti, también, a “Mérimée, su Conquistador”... “Mérimée, Destructor de la Mujer”. Soplos del invernadero se alborotaron entre sus cabellos sacudidos por el viento, hebras de éstos extraviándose en ese tinte color tulita que ya conoces. Vestida cap-à-pie ella tenía, amigo, la delicada perfección de una margarita reflejada brillantemente en el ojo de un buey paciendo. Un pasaje de Milton había inflamado durante años, dijo ella, la lujuria de sus ojos: “Las desoladas llanuras de Sérica, por donde los chinos conducen, con la ayuda de velas y viento, sus livianos carros de mimbre”. Los sabeos y yo, me aseguró, hemos considerado erróneamente como Llama la totalidad del ser, no siendo la otra mitad de las cosas sino la Luz quintaesencial de Aristóteles. En la Ourania Hierarchia y el libro de Fausto encontramos una perfección: el serafín ardiente, el querubín lleno de ojos. Xélucha los combinó. Ella reconquistaría el Oriente por Dioniso, y regresaría. Oí sobre su resplandecer en Delhi, llevada en un carro tirado por leones. Luego este rumor... probablemente falso. Como Odín, Arturo y el resto, Xélucha... reaparecerá.»

Pronto se recostó Cosmo subsecuentemente en su bañera de malaquita y se durmió, habiéndose echado sobre sí el agua como manta. Yo, en Inglaterra, oí poco de Xélucha: primero, que estaba viva; luego, muerta; más tarde, que había llegado a la antigua Tadmor en el desierto, ahora llamada Palmira. No me importaba demasiado, Xélucha habiéndose tornado desde hacía tiempo manzanas de Sodoma en mi boca. Ella, hasta que me senté junto a la cesta de cartas y releí las de Cosmo, había pasado ya varios años fuera de mi memoria activa.

Ahora está confirmado en mí el hábito de pasar la mayor parte del día durmiendo, mientras que por la noche vago lejos a través de la ciudad bajo la sedativa influencia de una tintura que se ha vuelto necesaria para mi vida. Una semejante existencia de sombra no carece de encanto; ni tampoco, pienso, pueden muchas mentes someterse a sus condiciones sin elevación, el temor profundizado. Viajar con lo Primordial no puede sino ser solemne. La luna presenta el matiz de la luciérnaga; y la Noche, el del sepulcro. Nyx no engendró menos a Tánatos que a Hipnos, y las amargas lágrimas de Isis se derraman hasta formar un diluvio. A las tres, si un taxi pasa a un lado, el sonido tiene lo augusto de un trueno. Una vez, a eso de las dos, cerca de una esquina, me topé con un sacerdote, sentado, muerto, mirando de soslayo, con sus piernas dobladas. Un brazo, apoyado sobre una rodilla, apuntaba con un índice acusador hacia arriba. Por medio de una observación exacta, descubrí que señalaba a Betelgeuse, la estrella alfa de la lluviosa constelación de Orión. Se encontraba atrozmente hinchado, habiendo muerto de hidropesía. Así, en todos los Supremos hay una grotesquerie; y uno de los hijos de la Noche es... Buffo.

En una plaza de Londres que está desierta, imagino, hasta de día, me percaté del argénteo golpeteo y la metálica aproximación de unos pequeños zapatos. Eran las tres de una mañana de invierno, precisamente el día siguiente al de mi redescubrimiento de Cosmo. Me había detenido junto a una barandilla, observando a las nubes navegar como bajo la conducción de una luna envuelta en mantos de inclemencia. Volviéndome, vi a una pequeña dama, vestida muy encantadoramente, que venía caminando directo hacia mí. Llevaba su cabeza descubierta, y sus ondulados rizos giraban hacia un globo, enriquecido con joyas, sobre su nuca. En la redundancia de su escotado desarrollo recordaba a Parvati, diosa del amor de la voluptuosa fantasía de los brahmanes.

Me dirigió la pregunta:

–¿Qué estás haciendo ahí, cariño?

Su belleza me agitó, y la Noche es bon camarade. Respondí:

–Asoleándome por medio de la luna.

–Todo eso es lustre prestado –contestó ella–: lo sacaste de las Flores de Sión, del viejo Drummond.

Mirando atrás, no puedo recordar que aquella respuesta me haya sorprendido, aunque tendría, naturalmente, que haberlo hecho. Dije:

–Por mi alma, no; pero ¿qué haces tú?

–Puedes adivinar de donde vengo yo.

–Eres deslumbrante: vienes de La Paz.

–¡Oh, de más lejos aún, hijo mío! Digamos que de un baile de suscripción en el Soho.

–¿Sí?... ¿y sola?, ¿con este frío?, ¿a pie?

–¿Qué hay con ello? Soy ya vieja, y una filósofa. Puedo llevarte, montando sobre Andrómeda, mucho más allá del Carnero que ella cabalga. Están en un error, monsieur, quienes suponen que hay una atmósfera en el lado ancho de la luna. Tengo razones para creer que en Marte vive una raza cuyos párpados son transparentes como el vidrio, de modo que sus ojos son visibles mientras duermen, y cada sueño se mueve en imágenes ante el espectador en diminuto panorama sobre el iris. ¡No puedes creerme una mera fille! Andar escoltada es admitirse mujer, y eso es impropio en Ninguna Parte. La joven Eos conduce un équipage à quatre, pero Ártemis “camina” sola. ¡Sal de mi luz prestada, en el nombre de Diógenes! Voy a casa.

–¿Lejos?

–Cerca de Picadilly.

–Pero un taxi...

–Nada de coches para mí, gracias. La distancia es una simple nada. Ven.

Comenzamos a caminar. Mi compañera en seguida puso un intervalo entre ambos citando del Cura español que lo abierto es un enemigo para el amor. Los talmudistas, insistió dos veces, acertadamente sostenían que la mano es la parte más sagrada de la persona, y también en ese punto el contacto estaba por el momento prohibido. Su andar era extremadamente veloz. Yo la seguía. No se veía siquiera un gato por parte alguna. Llegamos finalmente a la puerta de una mansión en St. James; sin luz, parecía desocupada, con ventanas sin cortinas, encarteladas, algunas de ellas, con el anuncio de “Se alquila”. Mi compañera, no obstante, subió rápidamente los escalones y, haciéndome señas para que la siguiese, entró. Yo, haciéndolo, cerré la puerta y quedé rodeado de tinieblas. La oí ascender, y poco después una región de tenue luz en lo alto reveló una gran escalera de mármol, curvándose ampliamente hacia arriba. En ese piso en el que me hallaba no había alfombra ni mobiliario; sólo un denso polvo cubriéndolo todo. Había comenzado a subir cuando, para mi sorpresa, ella se detuvo a mi lado, habiendo regresado, y susurró:

–Hasta lo más alto, cariño.

Subió ágilmente, anticipándome. Más arriba, ya no pude seguir dudando de que en la casa no había nadie excepto por nosotros. Todo era un vacío lleno de polvo y ecos. Pero en lo alto una luz se derramaba desde una puerta, y entré a una sala oval de buen tamaño. Quedé deslumbrado por el súbito esplendor de la habitación, en medio de la cual se extendía una mesa servida, cuadrada, opulenta de vajilla de oro, fruta, platos; había tres enormes arañas de luz eléctrica arriba; y noté también, lo cual era muy bizarre, un pequeño candelabro de vulgar latón, que contenía un viejo montón de sebo, sobre la mesa. Pero la impresión del conjunto era la de una suntuosidad no menos que asiria: un sofá de marfil, a un extremo de la mesa, tenía una cabecera de calcedonia que formaba un mar para el recreo de ictiosaurios de esmeralda, y colgaduras de color cobrizo, ornadas con espejos de cristal jaspeado, se correspondían con una cúpula de cobre y de llama. Sin embargo esta última, ahora lo recuerdo, produjo sobre mi vista una impresión de verdadero tizne. Mi compañera se reclinó sobre un sigmoideo sofá, elevado al nivel de la mesa en el estilo semita, visible hasta sus azafranadas chinelas de satén. Me señaló un asiento en el lado opuesto, la incongruencia de cuya presencia en medio de esa pompa me divirtió tanto que ningún poder podría haber evitado que sonriese: era una silla vulgar, toda de madera, y no tardé tampoco en descubrir que una de sus patas era más corta que las otras.

Me ofreció un vino en una botella negra y un vaso, pero ella no mostró pretensión alguna de comer o de beber, echada sobre codo y cadera, petite, esplendorosa, mirando gravemente hacia arriba. Yo, no obstante, bebí.

–Estás cansada –comenté–, se nota.

–Es poco, preciosamente poco lo que tú notas –contestó soñadora, apenas mirándome.

–¡Vaya! ¿Cambió tu humor? Pareces triste.

–Supongo que nunca has visto una tumba de pasaje noruega.

–Y violenta.

–¿Nunca?

–¿Una tumba de pasaje? No.

–Resultan dignas de un viaje. Son cámaras circulares de piedra, cubiertas por grandes montículos de tierra, con un “pasaje” de losas que las conecta con el aire exterior. Todo en derredor de la cámara los muertos se hallan sentados, con sus cabezas descansando sobre sus rodillas dobladas, y consultan juntos en silencio.

–Bebe conmigo, y sé menos tartárea.

–Ciertamente, resultas ser un necio –respondió ella, con sardónica frialdad–. ¿No te parece, entonces, algo sumamente romántico? Ellos pertenecen al período neolítico. A medida que sus dientes van cayendo, uno por uno, de sus bocas sin labios, son atrapados por sus regazos. Y cuando sus regazos comienzan a consumirse, los dientes ruedan hasta el suelo de piedra. De allí en adelante, cada uno que cae rompe cortantemente el silencio en toda la cámara.

–¡Ja, ja, ja!

–Sí, suena como una gotera de un siglo de lentitud en alguna caverna de las profundidades subterráneas.

–¡Ja, ja! ¡Este vino parece ser bastante fuerte! Se expresan en un dialecto principalmente dental.

–El mono, en cambio, lo hace en un lenguaje completamente gutural.

Un reloj de la ciudad dio las cuatro. Nuestra conversación se mezclaba con silencios, y era de marcha densa. Las exhalaciones del vino alcanzaron mi cerebro: la veía ahora como tras una niebla, dilatándose mucho, incierta, encogiéndose nuevamente a su delicada pequeñez. Pero la idea de voluptuosidad había muerto en mí.

–¿Sabes –preguntó– qué cosa fue descubierta en uno de los kjökkenmöddings daneses por un niño? Es espantoso. El esqueleto de un enorme pez con rostro humano...

–Eres muy desdichada.

–Cállate.

–Estás llena de preocupaciones.

–Empiezo a considerarte un completo idiota.

–Eres una mujer atormentada por la miseria.

–Y tú eres un chiquillo. No tienes siquiera una idea instintiva del sentido de las palabras.

–¡Qué! ¿Acaso no soy también un hombre, yo, miserable y sufriente?

–No eres, en realidad, nada... hasta que puedes crear.

–¿Crear qué?

–Materia.

–Eso es presunción. La materia no puede ser creada, ni destruida.

–Verdaderamente, entonces, debes de ser una criatura de intelecto inusualmente débil, lo veo claro ahora. La materia no existe, no hay tal cosa en realidad, es una apariencia, un espectro... Todos los escritores no imbéciles desde Platón hasta Fichte han, ya voluntaria o involuntariamente, demostrado eso para siempre. Crearla es producir una impresión de su realidad sobre los sentidos; destruirla es pasar un trapo húmedo sobre una pizarra garabateada.

–Tal vez; en todo caso, no importa, puesto que nadie puede hacerlo.

–¿Nadie? No eres más que un embrión...

–¿Quién, entonces?

Cualquiera cuyo poder de Voluntad sea equivalente a la fuerza gravitatoria de una estrella de primera magnitud.

–¡Ja, ja, ja! Por el cielo, eliges ser graciosa. ¿Existen, entonces, voluntades de tal equivalencia?

–Han existido tres: las de los fundadores de las religiones. Y hubo una cuarta: un sastre de Herculano, cuya voluntad indujo el cataclismo del Vesubio en el año 79, en directa oposición a la gravedad de Sirio. Hay muchas más famas que las que tú jamás hayas cantado. Y la mayor parte de los espíritus que han partido también, creo cierto...

–¡Por el cielo, no puedo más que imaginarte llena de tristeza! ¡Pobre criatura! Vamos, bebe conmigo. El vino es espeso y alegre. ¿Es de Setia? Te hace oscilar y crecer ante mí, te lo aseguro, como una nube púrpura del anochecer.

–¡Eres puro fastidio! No me lo esperaba... no sirves como compañía. Tus insignificantes intereses giran en torno a los puntos más bajos.

–Vamos, olvida tus angustias...

–¿Cuál crees tú que es la parte del cuerpo enterrado que primero buscan los gusanos?

–¡Los ojos, los ojos!

–¡Estás atrozmente equivocado!... ¡Estás tan completamente bajo el mar!...

–¡Dios mío!

Se había inclinado hacia delante con tal rabia de contradicción que había quedado muy cerca de mí. Un suelto vestido de seda color ámbar, de mangas anchas, había reemplazado a su atuendo de baile, aunque no podía imaginar en qué momento; atónito, reparé en él mientras ella apoyaba las palmas de sus manos muy adelante sobre la mesa. Un súbito soplo como de flores de naranjo, mezclándose con el tenue aroma de mortalidad demasiado lista para la tumba, se presentó a mi olfato. Un escalofrío se arrastró por mi piel.

–¡Estás tan desesperadamente errado!...

–Por el amor de Dios...

–¡Estás tan miserablemente engañado! ¡No son los ojos para nada!

–¡Entonces qué, en el nombre del cielo!

Un reloj dio las cinco.

–¡La úvula!, esa gota de carne mucosa suspendida en el paladar, sobre la glotis. Penetran devorando la piel del rostro y la mejilla, o se arrastran a través de los labios por entre dientes defectuosos, llenando la boca. Y de allí, se lanzan directo hacia ella: es la deliciæ de la cripta.

Ante el horror de su interés comencé a sentir náuseas, así como ante su fragancia y sus palabras. Un indecible sentido de insignificancia, de debilidad, me mantuvo mudo.

–Dices que estoy llena de tristeza. Dices que me atormenta la aflicción, que sufro de angustia. Pues bien, tú eres un niño en intelecto. Empleas palabras sin comprender su verdadero significado, como aquellas mentes en lo que Leibniz llama “conciencia simbólica”. Pero supongamos que fuese así...

–Es así.

–No sabes nada.

–Te veo retorcerte y sufrir. Tus ojos están muy pálidos. Creí que eran castaños, pero son del azul de resplandores fosfóricos vistos en la oscuridad.

–Eso no prueba nada.

–Pero el “blanco” de la esclerótica está teñido de amarillo. Y sólo miras hacia tu interior. ¿Por qué miras tan pálidamente hacia tu interior, tan consumida por la aflicción, hacia tu alma? ¿Por qué no puedes hablar de nada más que del sepulcro y de su podredumbre? Tus ojos parecen debilitados por siglos de vigilia, por misterios y milenios de dolor.

–¿Dolor? ¡Pero sabes tan poco de él! Sólo eres viento y palabras; de su filosofía y rationale, nada.

–¿Quién sabe?

–Te daré una pista. El dolor es la subconsciencia, en seres conscientes, de Eternidad, y de pérdida eterna. El menor pinchazo de un alfiler no lo pueden curar por completo ni Peán, ni Esculapio, ni los poderes del cielo y el infierno. De una pérdida sempiterna de totalidad, el cuerpo consciente es subconsciente, y el “dolor” es su suspiro ante la tragedia. Y así con todo dolor: más grande cuanto mayor es la pérdida. La más enorme de las pérdidas es, por supuesto, la pérdida del Tiempo. Si pierdes eso, algo de él, te hundes en seguida en los trascendentalismos, en las infinitudes de la pérdida; si lo pierdes todo...

–¡Pero exageras tan demencialmente! ¡Ja, ja! Desvarías, te digo, fuera de los terrenos usuales con la aflicción...

–¡El infierno es donde un espíritu libre y claro es subconsciente del Tiempo perdido; donde se retuerce envidiando al mundo viviente, odiándolo para siempre a éste y a todos los hijos de la Vida!

–¡Pero contente! Bebe, te lo imploro... te lo imploro, por el amor de Dios, bebe aunque sea una vez...

–Apresurarse a la trampa... ¡eso es aflicción! Conducir tu nave contra la roca del faro... ¡eso es Maráh! Despertar, y sentir irrevocablemente cierto el que fuiste tras ella, y que los muertos estaban allí, y que sus invitados se encontraban en las profundidades del infierno, ¡y que tú no lo supiste!, aunque podrías haberlo hecho. Contempla las casas de la ciudad en este día que despunta: en ninguna, te digo, salvo en ésta, vaga un alma, recorriendo hacia arriba y abajo el viejo teatro de su pequeño Día... aguijoneando a la imaginación con mil trucos pueriles, verosimilitudes... engañándose elaboradamente a sí misma en la fantasía de que aún vive, de que la oportunidad de la vida no está para siempre y por siempre perdida... aunque sufriendo desengaños todo el tiempo con recuerdos latentes del consumido Verano, la caduca breve luz que hay entre dos oscuridades eternas... ¡sufriendo desengaños, te digo y te grito!... ¡sufriendo desengaños, Mérimée, tú, destructivo demonio!

Se había levantado de un salto (ahora me parecía alta) entre el sofá y la mesa.

–¿Mérimée? –grité–, ¿mi nombre, ramera, en tu maniática boca? ¡Por Dios, mujer, me estás matando de espanto!

Yo también me levanté, con los pelos de mi cabeza capturando un rígido horror de mis crecientes fantasías.

–¿Tu nombre? ¿Puedes creerme ignorante de tu nombre o de cualquier cosa que concierna a tu persona? ¡Mérimée! ¿Qué, acaso no te sentaste ayer y leíste de mí en una carta de Cosmo?

–Ahhh... –la histeria irrumpió en sollozo y risa de mis áridos labios–. ¡Ah, ja, ja, ja! ¡Xélucha! ¡Mi memoria está paralizándose y poniéndose gris, Xélucha! ¡Apiádate de mí... mi camino se halla en el mismo valle de la sombra! ¡Estoy senil y marchito! ¡Observa mi cabello, Xélucha, su canoso crecer! ¡Mírame tembloroso, Xélucha, obnubilado! ¡Ya no soy el hombre que conociste, Xélucha, en los palacios... de Cosmo! ¡Eres Xélucha!

–¡Desvarías, pobre gusano! –gritó ella, con su rostro contorsionado por una especie de malicioso desprecio–. Xélucha murió de cólera hace diez años en Antioquía. Yo limpié la espuma de sus labios. Su nariz experimentó una verde descomposición antes del entierro. Tan hundido en su cerebro se hallaba el ojo izquierdo...

–¡Eres... eres Xélucha! –grité–; voces de trueno lo aúllan ahora en mi conciencia. Y, por el santísimo Dios, Xélucha, aunque me destruyas con el aliento del infierno que eres, te abrazaré... viva o condenada.

Me precipité hacia ella. Oí, siseada como por las lenguas de diez mil serpientes a través de la habitación, la palabra «¡Loco!»; por un instante, ante mis enfebrecidos ojos, pareció levantarse, elevándose hasta el techo, una torre de andrajosa nube; y, mientras mis brazos se cerraban sobre el vacío, fui arrojado hacia atrás, por la operación de una potencia de behemoth, contra una pared de la sala, donde, golpeándome la cabeza, caí sumido en la insensibilidad.


Cuando el sol estaba poniéndose, hacia la noche, desperté y observé distraídamente el tiznado techo, la sórdida silla, el candelabro de latón y la botella de la que había bebido. La mesa de madera estaba descubierta y llena de polvo. Todo tenía el aspecto de haber permanecido así por años. Excepto por esas cosas, la habitación se hallaba completamente vacía, la visión de lujo desvanecida en el aire. El súbito recuerdo centelleó en mí. Me incorporé de un salto y, atravesando las penumbras, corrí tambaleándome y gritando hacia las calles.


Traducción de E. Ehrendost.


Disponible en Editorial Alastor:

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