Bajo el sol abrasador de la hermosa tierra criolla,
donde el africano se inclina al bambú del inglés,
la marchita palmera, en medio del huracán,
con los brazos de una liana se une a la espesa selva.
En nuestros antiguos bosques, el muérdago, santo parásito,
sobre el regazo de la encina se recuesta y adormece,
entremezclando su frágil hierba y compartiendo la suerte
del tronco religioso que de los elementos lo protege.
¡Muérdago, liana, palmera, mi alma os envidia!
Mi corazón querría estar enlazado a una hiedra también:
para atravesar suavemente el vado de esta vida
necesito yo una mujer, una amiga, un sostén.
«¿Un ángel de aquí abajo, una muchacha, una flor?
Ven, bardo, y elige alguna de este enjambre retozón
que da vueltas con el rondó del ágil clavecín». No:
un corazón que me comprenda es lo que busca mi corazón.
No es ni en el teatro ni en las fiestas donde se hallará
la muchacha que podría traer a mi vida dicha y amor:
es en los campos, al atardecer, recogida en su mantilla
con un Werther en la mano bajo el sauce llorón.
No es una morocha de negras pestañas y aire morisco;
es un cisne indolente, una ondina de azules ojos
grandes como almendras, lánguidos, ansiosos,
capaces de reflejar en ellos los tudescos arroyos.
¿Cuándo vendrá a mí esta hada? ¡En vano mi voz la llama!
¿Cuándo traerá su primavera a mi corazón desolado?
Sin embargo, le seré fiel hasta descansar bajo el ciprés:
por siempre permaneceré en estas costas así solitario.
Sobre mi tejado, el gorrión duerme con su compañera;
mi yegua al corcel sus amores ha concedido;
mas yo, solo en esta barca que nadie acompaña,
sobre el torrente fogoso veo pasar mis días vacíos.
Traducción de E. Ehrendost.
Disponible en Editorial Alastor:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario