La vieja casa de campo en la colina había asumido un brillo rosáceo bajo la claridad crepuscular, y luego, a medida que el ocaso ascendía desde el arroyo, había comenzado a desteñirse al tiempo en que se volvía más brillante, con sus encaladas paredes reluciendo como si la luz brotara de ellas del mismo modo en que la luna resplandece cuando las nubes viran del rojo al gris.
El viejo espino del extremo del granero se había disuelto en un alto tallo negro, y sus ramas y hojas en una negra maraña que se recortaba contra el pálido e incierto azul del cielo crepuscular. Leonard elevó su mirada con un gran suspiro de alivio. Estaba posado en la escalinata del puente, y, mientras el viento se abatía desde lo alto, las ondas del agua se encrespaban en una canción más dulce y no existía otro sonido en toda la tierra. Había terminado su pipa y, aunque sabía que su habitación en la casa se abría al brillo blanco y rosáceo, no podía decidirse a abandonar la vista del irreal resplandor de los muros y la clara melodía del correr de las aguas.
El contraste de todo aquello con Londres era demasiado inmenso, algo difícilmente abarcable o incluso creíble. Apenas unas horas antes sus oídos parecían a punto de estallar con la terrible batalla de las calles, con el estruendo y el traqueteo de los grandes carros tronando sobre el empedrado, con el atroz repiqueteo de los carruajes y el pesado retumbar de los bamboleantes autobuses. Y durante el viaje sus ojos aún podían ver las apiñadas multitudes, las confusas y frenéticas corrientes de hombres que, apresurándose y atropellándose, se empujaban a este y oeste unos a otros, y que agobiaban su mente con ese movimiento constante, el interminable flujo y reflujo de pálidos rostros. Y el aire, un ardiente humo, el débil aliento enfermo de una ciudad postrada por la fiebre; y el cielo, todo un gris calor que caía sobre aquellos hombres fatigados mientras escudriñaban a través de la eterna nube de polvo que los precedía por delante y que los seguía por detrás.
Y ahora encontraba el alivio del profundo silencio y el alivio del canto de las aguas, sus ojos observaban el valle disolverse en tenue sombra, y su nariz aspiraba el inefable incienso de una noche de verano que calmaba como una medicina todo el malestar y dolor de cuerpo y mente. Humedeció sus manos con el rocío de la alta hierba y bañó su frente con sus palmas, como si toda la angustia y la corrupción de la calle hubiesen podido limpiarse para siempre de ese modo.
Intentó analizar el aroma de la noche. Las verdes hojas que echaban sombra sobre el arroyo y que oscurecían las aguas durante el mediodía lanzaban su perfume, así como la profunda hierba del prado, y una fragante brisa soplaba desde el gran arbusto que iluminaba la difusa ladera, colgando sobre la fuente. Pero la reina de los prados estaba floreciendo a sus pies, y, ¡ah!, las rosas rojas silvestres se inclinaban desde una tierra de sueños.
Finalmente, comenzó a ascender por la ladera hacia esos mágicos muros blancos que lo habían hechizado. Sus dos habitaciones estaban situadas al final de la larga y baja casa, y, aunque había un pasillo que conducía a la enorme cocina, la sala de estar de Leonard comunicaba de manera directa con el jardín, justo frente a las rosas carmesí. Podía ir y venir sin molestar a los demás moradores, o, como lo había expresado el agradable granjero, tenía una casa para sí mismo. Entró y cerró la puerta, tras lo cual encendió las dos velas dispuestas en candeleros de reluciente bronce que había sobre la repisa de la chimenea. La habitación tenía un techo muy bajo que se veía cruzado por una viga encalada; las paredes, irregulares y llenas de bultos, estaban adornadas con muestrarios y con grabados descoloridos; y en un rincón se elevaba un aparador de vidrio que guardaba porcelana pintorescamente floreada con algún olvidado patrón local.
La habitación estaba tan tranquila y llena de paz como el aire y la noche, y Leonard supo que allí, en el viejo escritorio, encontraría el tesoro que durante tanto tiempo había estado buscando en vano. Estaba cansado pero no tenía intención de irse a dormir. Volvió a encender su pipa y comenzó a ordenar sus papeles, tras lo cual se sentó ociosamente frente al escritorio pensando en la tarea, o más bien en el deleite, que se abría ante él. Entonces por su cabeza cruzó repentinamente una idea y comenzó a escribir a toda prisa, en éxtasis, temiendo que se le escapase aquello que tan afortunadamente acababa de encontrar.
A medianoche, mientras su ventana aún brillaba en la colina, dejó a un lado su pluma con el suspiro de placer propio de la tarea cumplida. En ese estado no podía irse a dormir: sintió que debía salir a vagar en la noche a fin de rastrear el sueño en el aire aterciopelado, en el rocío, en la fragancia de la oscuridad. Abrió y cerró suavemente la puerta; caminó entonces lentamente entre las rosas persas y ascendió los escalones de piedra del muro del jardín. La luna estaba escalando, esplendorosa, a su trono; debajo, a corta distancia, parecía verse la pintura de una aldea, y por encima, allende la granja, bostezaba un enorme bosque. Y, mientras pensaba en los verdes retiros que había llegado a divisar al anochecer, se sintió invadido por un gran anhelo de bosques nocturnos, por un deseo de sus tinieblas, de sus misterios bajo la luna. Tomó por el camino que había visto más temprano hasta que llegó a las lindes de la foresta; miró entonces hacia atrás y descubrió que la silueta de la casa había caído bajo el velo de la noche y se había desvanecido.
Se internó en las tinieblas, pisando suavemente, y dejó que el sendero lo condujera lejos del mundo. La noche se llenó de murmullos, de secos sonidos susurrantes; pronto pareció como si una sigilosa multitud se escondiese bajo los árboles, cada individuo siguiendo a algún otro. Leonard se olvidó de su trabajo, así como de su reciente triunfo, y se sintió cual si su alma se hubiese extraviado en una nueva esfera de tinieblas presagiada en sueños. Había llegado a un lugar remoto, sin forma ni color, hecho sólo de sombra y de penumbra. Inconscientemente, se alejó del sendero y por un tiempo debió abrirse paso a través de la espesura, luchando con ramas entrelazadas y zarzas que dificultaban sus pasos.
Finalmente logró liberarse y descubrió que había penetrado en una ancha avenida que atravesaba, según parecía, el corazón del bosque. La luna brillaba por encima de las copas de los árboles y derramaba un débil color verde sobre el camino, que ascendía hacia un amplio claro, un enorme anfiteatro abierto en medio de la arboleda. Estaba cansado, de modo que se echó en la oscuridad, al costado del herboso sendero, preguntándose si se habría topado con una ruta olvidada, con algún gran camino pisado antaño por las legiones. Y mientras yacía allí mirando, observando todo bajo la pálida luz lunar, vio que una sombra avanzaba por la hierba delante de él.
«Un soplo de viento ha de estar moviendo alguna rama a mis espaldas», pensó, pero en ese instante apareció una mujer, a la cual más sombras y blancas mujeres siguieron en enorme número.
Leonard aferró con firmeza el palo que llevaba, clavándose las espinas en la carne. Vio a la hija del granjero, la muchacha que lo había atendido pocas horas antes, y tras ella venían jóvenes con rostros similares, sin duda las tranquilas y recatadas muchachas de la aldea y de las granjas de aquella zona de Inglaterra.
Por un momento pasaron ante él, impúdicas, sin vergüenza alguna las unas frente a las otras, y luego desaparecieron.
Alcanzó a ver sus sonrisas, alcanzó a ver sus gestos, alcanzó a ver cosas que creía que el mundo había olvidado hacía muchísimo tiempo.
Las blancas figuras pasaron contoneándose y retorciéndose hacia el claro y entonces desaparecieron tras las ramas, pero él nunca tuvo duda alguna sobre lo que sus ojos habían presenciado.
Traducción de E. Ehrendost.
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