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Gustavo Adolfo Bécquer - El rayo de luna



Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerlos un rato.

Manrique era noble; había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

–¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? –preguntaba algunas veces su madre.

–No sabemos –respondían sus servidores–; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr una tras otra las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquier parte estará menos donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra por que su sombra no lo siguiese a todas partes.

Amaba la soledad porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta; porque Manrique era poeta, ¡tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos!

Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel, junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.

Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio, intentando traducirlo.

En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba, al andar, como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o las estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio exclamaba:

–Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas! Y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?

Sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.

En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.

En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase creyendo embellecerla.

Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos; y en los trozos de fábrica, próxima a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.

Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

–¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!... ¡A estas horas!... Ésa, ésa es la mujer que yo busco –exclamó Manrique, y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

Llegó al punto en que había visto perderse, entre la espesura de las ramas, a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.

–¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! –dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó, rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas, hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo–. ¡Nadie!... ¡Ah! ¡Por aquí, por aquí va! –exclamó entonces–. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos –y corría y corría como un loco, de aquí para allá, y no la veía–. Pero siguen sonando sus pisadas –murmuró otra vez–; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento, que suspira entre las ramas, y las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda: va por ahí, ha hablado, ha hablado... ¿En qué idioma? No sé; pero es una lengua extranjera...

Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas por entre las cuales había desaparecido se movían, ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial, que aspiraba a intervalos, era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado a otro, fuera de sí, parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.

Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordeaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre las que se eleva la ermita de San Saturio.

–Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto –exclamó, trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

Llegó a la cima, desde la que se descubren la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero, que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.

Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.

En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y, desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacía el puente.

Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó, jadeante y cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población y, dirigiéndose hacía el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.

Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que lo sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.

Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro.

Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y agrietado paredón de la casa de enfrente.

–No cabe duda; aquí vive mi desconocida –murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica–; aquí vive... Ella entró por el postigo de San Saturio... Por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... En este barrio hay una casa donde, pasada la medianoche, aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.

Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daban entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.

Verlo Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.

–¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? ¡Responde, animal!

Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarlo un buen espacio de tiempo con los ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:

–En esta casa vive el muy honrado señor don Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.

–Pero ¿y su hija? –interrumpió el joven, impaciente–. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea?

–No tiene ninguna mujer consigo.

–¡No tiene ninguna!... Pues, ¿quién duerme allí, en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?

–¿Allí? Allí duerme mi señor don Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

–Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla. ¿En qué? Eso es lo que no podré decir; pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo.

»Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras. ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo?... ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aun sin saberlo, la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas de oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata, una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.

»¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche... Me gustan tanto los ojos de ese color, son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda: azules deben de ser, azules son seguramente; y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no: eran negros.

»¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta!... porque ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito.

»¡Su voz!... Su voz la he oído... Su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos; y su andar, acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta de lo que yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?

»Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas en el silencio de la noche?»

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de don Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.

Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.



Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial, junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi, y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores.

–Tú eres joven, tú eres hermoso –le decía aquélla–. ¿Por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?

–¡El amor!... El amor es un rayo de luna –murmuraba el joven.

–¿Por qué no despertáis de ese letargo –le decía uno de sus escuderos–, os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a la guerra? En la guerra se encuentra la gloria.

–¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

–¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto Mosén Arnaldo, el trovador provenzal?

–¡No, no! –exclamó el joven, incorporándose colérico en su sitial–. No quiero nada... es decir, sí quiero: quiero que me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad...: mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?... Para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio.


Joris-Karl Huysmans - Allá lejos



[...]
Cuando los experimentos de alquimia y las evocaciones diabólicas fracasan, Prelati, Blanchet, todos los hechiceros y consejeros que rodean al mariscal, reconocen que para atraer a Satán es necesario que Gilles le ceda su alma y su vida, o que cometa numerosos crímenes.

Gilles de Rais se niega a alienar su existencia y abandonar su alma, pero piensa sin horror en los asesinatos. Este hombre, tan valiente en los campos de batalla, tan bravo cuando acompañaba y defendía a Juana de Arco, tiembla ante el Demonio, se aterra cuando piensa en la vida eterna, cuando piensa en Cristo. Y lo mismo sucede con sus cómplices. Para estar seguro de que estos no revelarán las aterradoras infamias que el castillo oculta, les hace jurar sobre los Santos Evangelios que mantendrán el secreto, sabiendo bien que ninguno de ellos transgredirá ese juramento jamás, puesto que, en la Edad Media, ni el más osado de los criminales se habría atrevido a asumir el irremisible pecado de engañar a Dios.

Entonces, al tiempo en que sus alquimistas dejan de lado sus inútiles hornos, Gilles se entrega a una espantosa glotonería, y su carne, incendiada por las desmedidas esencias de las bebidas y los manjares, entra en erupción, arde en tumulto.

Ahora bien, en el castillo no había mujeres. Parece ser que Gilles, en Tiffauges, execró el sexo. Después de experimentar las obscenidades del campo, y de frecuentar, junto a los Xaintrailles y los La Hire, a las prostitutas de la corte de Carlos VII, comenzó, aparentemente, a despreciar las formas femeninas. Y, al igual que sucede con aquellos cuyo ideal de concupiscencia se desvía y altera, llegó ciertamente, por último, a sentir asco por la delicadeza de la piel femenina y por ese olor de la mujer que todos los sodomitas aborrecen.

Depravó entonces a los niños del coro de la iglesia que estaba bajo su ministerio. Los había elegido, por otra parte, a estos pequeños monaguillos, porque los veía «bellos como ángeles». Ellos fueron los únicos a los que verdaderamente amó, los únicos a los que, en sus transportes de asesino, perdonó.

Pero pronto todo ese montón de corrupciones infantiles le pareció poco. La ley del satanismo, que ordena que el elegido del Mal descienda la espiral del pecado hasta su último peldaño, se había, una vez más, promulgado. Sólo era necesario, entonces, que su alma supurase a fin de que en ese rojo tabernáculo, constelado de abscesos, lo Más Bajo pudiese habitar con comodidad.

Y así, las letanías de lujuria bestial se elevaron en el viento salado de los mataderos. La primera víctima de Gilles fue un niño muy pequeño, cuyo nombre se desconoce. Lo asesinó, le cortó las manos, le sacó el corazón, le arrancó los ojos y llevó todo a la cámara de Prelati. Los dos hombres lo ofrecieron, con apasionados cánticos, al Diablo, que no se hizo presente. Gilles, exasperado, huyó. Prelati envolvió esos miserables restos en una tela de lino y, temblando, salió, en la noche, para inhumarlos en tierra santa, junto a una capilla consagrada a San Vicente. 

La sangre de ese niño, que Gilles había conservado para escribir sus fórmulas de evocación y sus conjuros, se expandió en horribles siembras que pronto germinaron, y, no mucho tiempo después, De Rais pudo cosechar el más abundante cultivo de crímenes que jamás hubiese sido plantado.

De 1432 a 1440, es decir, durante los ocho años comprendidos entre el retiro del mariscal y su muerte, los habitantes de Anjou, de Poitou y de Bretaña vagan, sollozando, por los caminos. Todos los niños desaparecen; los pastores son raptados en los campos; las chiquillas que salen de la escuela, los muchachos que vienen de jugar en las callejas o de divertirse al borde de los bosques, ya no regresan.

En el curso de una investigación ordenada por el duque de Bretaña, los escribas de Jean Touscheronde, comisario del duque en estas cuestiones, redactan interminables listas de niños que son llorados.

En La Roche-Bernard desapareció el hijo de la señora Péronne, «un niño que iba a la escuela y aprendía muy bien», según la madre. En Saint-Étienne-de-Montluc desapareció el hijo de Guillaume Brice, «un pobre hombre que vivía de limosnas». En Machecoul desapareció el hijo de George el Barbero, «al que se vio cierto día recogiendo manzanas detrás del castillo de Rondeau y que desde entonces no volvió a ser visto». En Thonaye desapareció el hijo de Mathelin Thouars, «que tenía unos doce años y fue oído llorando y gimiendo». Nuevamente en Machecou, el día de Pentecostés, el señor y la señora Sergent dejaron en su casa a su hijo de ocho años y, cuando regresaron del campo, «no pudieron encontrar a su hijo, lo cual los llenó de asombro y un enorme dolor». En Chanteloup, Pierre Badieu, mercero de la parroquia, relata que, durante más o menos un año, había visto en la comarca a dos pequeños hermanos de unos nueve años de edad, hijos de Robin Pavot, y que «pasado ese tiempo no los volvió a ver ni supo más nada de ellos». En Nantes, Jeanne Darel declara que «el Día de San Pedro extravió en la ciudad a su hijo Olivier, de unos siete años de edad, y desde esa fecha no volvió a tener noticias de él».

Las páginas de la encuesta prosiguen, se acumulan, revelan centenas de nombres, describen el dolor de las desesperadas madres que interrogan a los viajeros en los caminos, los lamentos de las familias de cuyas casas fueron arrebatados niños y niñas cuando se alejaron de ellas para trabajar en los campos o sembrar cáñamo. Estas frases se repiten, como estribillos desoladores, al final de cada declaración: «Se los ve quejarse amargamente», «Se los oye prorrumpir en hondas lamentaciones». Allí donde establecen sus ducados los carniceros de Gilles, las mujeres lloran.

La gente, transida de espanto, habla primero de hadas malvadas, de genios maléficos que dispersan a su descendencia, pero, poco a poco, cae en horrorosas sospechas. En cuanto el mariscal se desplaza, en cuanto va de su fortaleza de Tiffauges al palacio de Champtocé, y de allí al castillo de La Suze o a Nantes, deja tras sus pasos regueros de lágrimas. Atraviesa una campiña y, al día siguiente, faltan niños. Temblando, los campesinos se dan cuenta de que en todo sitio donde se vio a Prelati, a Roger de Bricqueville o a Gilles de Sillé, todos los íntimos del mariscal, los pequeños desaparecieron. Por último, se observa, con horror, que una anciana, Perrine Martin, vaga vestida de gris, con el rostro cubierto, como el de Gilles de Sillé, por una estameña negra; ella aborda a los niños, y su charla es tan seductora, su semblante, del que quita el velo, es tan hábil, que todos la siguen hasta las lindes de los bosques, en donde hombres los agarran y se los llevan, amordazados en sacos. Y la gente, aterrada, comienza a llamar a esta proveedora de carne, a esta ogresa, La Meffraye, por el nombre de un ave de rapiña.

Estos emisarios se habían extendido por todos los pueblos y aldeas, y cazaban a los niños bajo las órdenes del Gran Montero, el señor De Bricqueville. No satisfecho con sus ojeadores, Gilles se instalaba en las ventanas del castillo y, cuando pequeños mendigos, atraídos por la fama de su generosidad, se acercaban a pedir limosna, escogía con una mirada a aquellos cuya fisionomía le incitaba al estupro, los hacía subir y los arrojaba al interior de una mazmorra hasta que, sintiendo apetito, reclamaba su cena carnal.

¿A cuántos niños habrá matado después de haber desflorado? Él mismo lo ignoraba, tantas eran las violaciones que había consumado y los asesinatos que había cometido. Textos de aquellos tiempos hablan de entre unas setecientas u ochocientas víctimas, pero ese número es insuficiente, inexacto. Regiones enteras fueron devastadas: la aldehuela de Tiffauges ya no tenía más jóvenes; La Suze, ninguna descendencia masculina; en Champtocé, todo el fondo de una torre fue hallado completamente atestado de cadáveres; un testigo citado en la investigación, Guillaume Hylairet, declara que «un tal Du Jardin ha oído decir que se encontró, en dicho castillo, una barrica repleta de niños muertos».

Aún hoy sobreviven huellas de sus asesinatos. Hace dos años, en Tiffauges, un médico descubrió una mazmorra y sacó de allí montones de cráneos y huesos.

Lo cierto es que Gilles confesó haber cometido espantosos holocaustos, y sus amigos confirmaron todos los horrendos detalles.

A la hora del crepúsculo, cuando sus sentidos se hallan fosforescentes, heridos por los poderosos jugos de la carne de venado y encendidos por inflamatorios brebajes llenos de especias, Gilles y sus camaradas se retiran a una remota cámara del castillo. Hasta allí son conducidos los niños desde sus respectivas celdas. Están desnudos y amordazados. El mariscal los acaricia y los agrede; luego, los corta con una daga, obteniendo un inmenso placer al desmembrarlos lentamente. En otras ocasiones, acuchilla sus pechos y bebe el aliento de sus pulmones; a veces también les abre el estómago, lo huele, agranda la incisión con sus manos y se sienta en ella. Entonces, mientras macera las tibias entrañas con sus heces, se vuelve y mira por sobre su hombro para contemplar las supremas convulsiones, los últimos espasmos. Él mismo diría, más tarde: «Fui más feliz disfrutando de las torturas, las lágrimas, el miedo y la sangre que con ningún otro placer».

Pero en seguida se cansa de estos deleites fecales. Un pasaje todavía inédito de su proceso dice que «dicho señor se excitaba con niños, y a veces también con niñas, con las cuales tenía coito por detrás, diciendo que obtenía más placer y menos dolor haciéndolo así que en su naturaleza», tras lo cual les cortaba lentamente la garganta, depositaba el cadáver, las prendas de vestir y la ropa interior en el fuego del hogar, que siempre ardía con madera y hojas secas, y arrojaba las cenizas parte a las letrinas, parte al viento desde lo alto de una torre, parte a los pozos y las zanjas.

Pronto sus furias se agravan. Hasta entonces había apagado la rabia de sus sentidos con seres vivos o moribundos, pero de pronto comienza a hastiarse de estuprar carne palpitante y se vuelve un amante de los muertos.

Artista apasionado, besa, entre gritos de entusiasmo, los hermosos miembros de sus víctimas. Realiza competencias de belleza sepulcral, y a aquella cabeza sin tronco que recibe el primer premio la eleva asiéndola por los cabellos para, con desesperada pasión, besar luego incansablemente sus fríos labios.

El vampirismo lo deja satisfecho por meses. Corrompe niños muertos, sosegando la fiebre de sus deseos en el frío ensangrentado de los sepulcros. Llega incluso, un día en que su provisión de niños se había agotado, a desgarrar el vientre de una mujer encinta a fin de recrearse con el feto. Después de estos excesos cae, agotado, en horribles sueños, en pesados comas, parecidos a esa suerte de letargos que abrumaban, tras sus violaciones de sepulturas, al sargento Bertrand. Pero, si es posible admitir que esos sueños de plomo son una de las fases conocidas de esa enfermedad aún mal vista que es el vampirismo, si es posible creer que Gilles de Rais fue únicamente un pervertido sexual genético, aunque un virtuoso sin igual en torturas y asesinatos, es necesario reconocer que él se distinguió de los más fastuosos criminales, de los más delirantes sádicos, por un detalle que parece sobrehumano de tan espantoso que es.

Esos aterradores deleites, esos monstruosos crímenes ya no le eran suficiente, y él los corroyó con una esencia de pecado raro. Ya no fue más solamente la crueldad resuelta, sagaz, de la fiera que juega con el cadáver de su víctima. Su ferocidad ya no se quedó únicamente en lo carnal, sino que se agravó, se volvió espiritual. Él deseaba hacer sufrir al niño en su cuerpo y en su alma; y, por una superchería completamente satánica, comenzó a burlarse de la gratitud, a engañar el afecto, a traicionar el amor. Entonces sobrepasó, así, la infamia del hombre y penetró directamente en las última tiniebla del Mal.

Ideó esto: cuando uno de los desgraciados niños era conducido a su cámara, Bricqueville, Prelati y Sillé lo colgaban de un gancho clavado en el muro, y, en el momento en que el niño comenzaba a asfixiarse, Gilles ordenaba que lo bajaran y que lo libraran de la cuerda. Hacía sentar entonces, con gran precaución, al pequeño sobre sus rodillas, lo reanimaba, lo acariciaba, lo mimaba, le enjugaba las lágrimas y le decía, señalando a sus cómplices: «Esos hombres son malvados, pero ya ves que me obedecen; no tengas miedo, yo te salvé la vida, y te voy a llevar de vuelta con tu madre». Y entonces, mientras el niño, loco de alegría, lo abrazaba, sintiendo un gran amor por él, Gilles le clavaba dulcemente un cuchillo en el dorso del cuello, lo dejaba, siguiendo su expresión, «languideciendo», y cuando la cabeza, un poco separada del cuerpo, acogía, inclinada, los raudales de sangre, acomodaba el cuerpo, lo daba vuelta y lo violaba rugiendo.

Tras estos abominables pasatiempos llegó a creer que el arte de la carnicería humana había expresado bajo sus dedos su último líquido, que había rezumado con él su última gota de pus, y, con un grito de orgullo, decía a su tropa de parásitos: «No hay hombre sobre la tierra que se atreva a hacer lo que he hecho yo».

Pero si el más allá del bien, si el más allá del amor es accesible a ciertas almas, el allá abajo del mal no es fácil de alcanzar. Habiéndose excedido en estupros y asesinatos, el mariscal no podía llegar por esa vía mucho más lejos. Por más que soñaba con violaciones únicas, con torturas más lentas y estudiadas, ya estaba todo hecho; la imaginación humana tenía un límite, y él ya lo había, diabólicamente, dejado atrás. Jadeaba, insaciable, ante el vacío; podía verificar ahora ese axioma de los demonólogos según el cual el Maligno engaña finalmente a todos aquellos que se entregan o desean consagrarse a él.

No pudiendo descender más, intenta retornar por el mismo camino por el que hasta allí llegó; pero entonces los remordimientos lo asaltan, comienzan a abrumarlo, lo aplastan sin darle respiro. Sus noches se vuelven noches de expiación, y, acosado por fantasmas, le aúlla a la muerte como una bestia. Se lo ve correr por los solitarios corredores del castillo; llora, se deja caer sobre sus rodillas, le jura a Dios que hará penitencia, le promete que creará fundaciones piadosas. Instituye en Machecoul una iglesia escolar en honor a los Santos Inocentes; también habla de encerrarse en un convento, o de ir hasta Jerusalén mendigando el pan.

Pero en este espíritu extraviado e inconstante las ideas se superponen entre sí y luego se pierden, y aquellas que desaparecen proyectan aún su sombra sobre aquellas que les siguen. Abruptamente, incluso mientras está llorando lleno de angustia, se precipita hacia nuevos vicios, y, en garras del delirio, se arroja sobre el niño que le es llevado, le hace saltar las pupilas, remueve con sus dedos la leche ensangrentada de los ojos, toma una porra provista de clavos y le golpea la cabeza hasta que el cerebro le sale del cráneo. Y entonces, todo salpicado de sangre gorgoteante y de sesos, despliega una maliciosa sonrisa y ríe a carcajadas. Como una bestia perseguida en caza, huye luego hacia los bosques, mientras sus sirvientes limpian las manchas carmesí del suelo y se deshacen prudentemente del cadáver y de sus vestiduras manchadas de sangre.

Vaga por los bosques que circundan Tiffauges, bosques negros, impenetrables, profundos, tales como los que la Bretaña aún puede mostrar en Carnoët. Solloza, mientras camina solo, perdido, intentando alejar a los fantasmas que lo acosan, y súbitamente, al mirar a su alrededor, ve la obscenidad de las siluetas de los más añosos árboles. Es como si la naturaleza se pervirtiese ante él, como si su presencia misma la depravara. Por primera vez comprende la inmóvil lubricidad de los bosques, descubre príapos en todas las ramas. 

Un árbol le llega a parecer un ser vivo, con la cabeza hacia abajo, enterrada en la cabellera de sus raíces, y con las piernas en el aire, separadas, subdivididas luego en nuevos muslos que también se abren, a su vez, volviéndose cada vez más pequeños a medida que se alejan del tronco; allí, entre esas piernas, otra rama se hunde, en una fornicación inmóvil que se repite y disminuye, de ramaje en ramaje, hasta la copa; y, allí arriba, el tronco le parece un falo que sube y desaparece bajo una falda de hojas, o bien, por el contrario, piensa en el vello verde de uno hundido en el vientre aterciopelado del suelo.

Escalofriantes visiones surgen ante él. Ve la piel de pequeños niños: la piel limpia y blanca, que semeja papel vitela, en la pálida y lisa corteza de las delgadas hayas, y la paquidermatosa epidermis de los jóvenes mendigos en la oscura y arrugada cubierta de los viejos robles. Junto a las bifurcaciones de las ramas amplios agujeros bostezan, orificios que la corteza talla en cortes ovales, hiatos fruncidos que parecen inmundos emuntorios o abiertos anos de bestias. Encuentra, en las junturas de las ramas, otras visiones, codos, axilas forradas con grises líquenes; descubre, incluso, en los mismos troncos de los árboles, incisiones que se abren en grandes labios bajo matas de terciopelo rojizo y coronas de musgo.

Por todas partes brotan de la tierra formas obscenas y saltan, en desorden, hacia un firmamento que se sataniza: las nubes se hinchan asumiendo formas de senos, se dividen hasta parecer nalgas, se abultan como fecundadas, se dispersan en esparcidos regueros de semen; concuerdan con la sombría lascivia del follaje, donde ya no hay más que imágenes de enormes o pequeñas caderas, de triángulos femeninos, de grandes uves, de bocas de Sodoma, de cicatrices que brillan, de húmedos orificios. Súbitamente, este paisaje de abominaciones cambia. Gilles ve ahora, en los troncos, espantosos cánceres, horribles tumores. Observa exostosis y úlceras, llagas membranosas, chancros de tisis, caries atroces; todo a su alrededor se torna un lazareto arbóreo, una clínica venérea. 

En medio de todos esos árboles, en el desvío de un sendero, descubre una moteada haya roja. Y, ante las hojas purpúreas que caen, siente que se está empapando bajo una lluvia de sangre. Se pone furioso, imagina que bajo la corteza de aquel árbol mora una ninfa del bosque, y pronto ansía tener entre sus manos la palpitante carne de la diosa, pronto ansía trucidar a la dríade, violarla en un sitio ignorado por la idiotez de los hombres. 

Comienza a envidiar al leñador que puede asesinar, que puede masacrar a ese árbol, y se enloquece, blasfema, para enseguida escuchar, tenso, al bosque que responde a sus gritos de deseo con las estridentes vociferaciones del viento. Abrumado, llora, retoma su camino y, extenuado, llega a su castillo, donde de inmediato se arroja sobre su lecho como una masa inerte.

Y los fantasmas toman una forma más definida ahora, ahora mientras duerme. Las lúbricas uniones de las ramas, la copulación de los distintos seres del bosque, las grietas dilatadas, los forrajes entreabiertos, desaparecen; las lágrimas de las hojas azotadas por la brisa se secan; los blancos abscesos de las nubes son reabsorbidos por el gris de los cielos, y, en medio de un abismal silencio, los íncubos y los súcubos pasan.

Los cadáveres de aquellos a quienes masacró, y cuyas cenizas hizo esparcir en las zanjas, retornan a un estado larvario y atacan sus partes inferiores. Se retuerce, chapoteando en charcos de sangre. Repentinamente, con un sobresalto, se despierta y, acuclillándose, se arrastra en cuatro patas, como un lobo, hasta el crucifijo, contra cuyos pies aprieta los labios aullando.

Un súbito cambio lo trastorna. Comienza a temblar ante la imagen de ese Cristo cuyo convulsionado rostro lo observa desde arriba. Le ruega que tenga misericordia, le suplica que lo perdone, y llora y solloza hasta que, ya sin fuerzas, gime tan bajo que oye, aterrado, en su propia voz, los lamentos y los llantos de los niños llamando a sus madres e implorándole piedad. [...]


Traducción de E. Ehrendost.

Edgar Allan Poe - Morella



Ella en sí misma y por sí misma,
para siempre única y sola.

- Platón. Symposium.


Con un sentimiento de profundo pero también de singularísimo afecto miraba yo a mi amiga Morella. Puesto en relación con ella por casualidad hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con fuegos que nunca antes había conocido; pero estos fuegos no eran de Eros, y amarga y atormentadora para mi espíritu fue la gradual convicción de que de ningún modo podía yo definir su inusual significado o regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos conocimos, y el destino nos unió frente al altar; y jamás hablé de pasión ni pensé en amor. Ella, no obstante, rehuía la sociedad, y, apegándose sólo a mí, me hizo feliz. Es una felicidad maravillarse; es una felicidad soñar.

La erudición de Morella era profunda. Tan cierto como que estoy vivo, sus talentos no eran del orden común; sus facultades mentales eran enormes. Yo sentía esto y, en muchas materias, me volví su discípulo. Muy pronto, no obstante, advertí que, quizás a causa de su educación en Pressburg, solía poner ella ante mí varios de aquellos escritos místicos que son usualmente considerados como la mera escoria de la temprana literatura germana. Estos, no puedo imaginar por cuál razón, formaban su favorito y constante objeto de estudio; y el que con el tiempo se volviesen también el mío debe ser atribuido a la simple pero eficaz influencia del hábito y el ejemplo.

En todo esto, si no me engaño, mi razón no tomaba parte alguna. Mis convicciones, a menos que me desconozca, de ningún modo estaban influidas por lo ideal, ni podía matiz alguno del misticismo de mis lecturas ser descubierto, a no ser que esté en un gran error, en mis actos o en mis pensamientos. Convencido de ello, me abandoné ciegamente a la conducción de mi esposa, y con corazón resuelto me adentré en los laberintos de sus estudios. Y entonces... entonces, cuando, estudiando con detenimiento páginas prohibidas, sentía que un espíritu abominable se encendía dentro de mí, Morella posaba su fría mano sobre la mía y recogía, de entre las cenizas de alguna filosofía muerta, hondas y singulares palabras cuyos extraños significados las grababan a fuego en mi memoria. Y entonces, hora tras hora, me quedaba a su lado y me detenía en la música de su voz, hasta que, finalmente, su melodía se corrompía en terror, y una sombra caía sobre mi alma, y yo palidecía y temblaba interiormente ante aquellas entonaciones sobrenaturales. Y así, desvanecíase súbitamente la alegría en el horror, y lo más hermoso se transformaba en lo más atroz, así como el Hinón se transformó en la Gehena.

Es innecesario explicar el carácter exacto de aquellas disquisiciones que, surgidas de los volúmenes que he mencionado, constituyeron por largo tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los entendidos en lo que podemos llamar «moral teológica» las comprenderían con facilidad, y los profanos, en todo caso, entenderían poco. El extravagante panteísmo de Fichte, la palingenesia modificada de los pitagóricos, y, sobre todo, las doctrinas de la Identidad, tal como las presenta Schelling, eran generalmente los puntos de discusión que ofrecían mayores atractivos para la imaginativa Morella. Esa identidad que se denomina personal es fielmente definida, creo que por Locke, como consistente en la permanencia del ser racional. Y dado que por persona entendemos una esencia inteligente dotada de razón, y que existe una conciencia que siempre acompaña al pensamiento, es ella la que nos lleva a ser aquello que llamamos nosotros mismos, distinguiéndonos de ese modo de los otros seres que piensan y dándonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis, la noción de esa identidad que con la muerte se pierde o no para siempre, era para mí, permanentemente, un tema de profundo interés. Y no tanto por la perturbadora y apasionante naturaleza de sus consecuencias como por la marcada y agitada manera en la que Morella lo mencionaba.

Pero entonces llegó el momento en que el misterio de las costumbres de mi esposa comenzó a oprimirme como un hechizo. Ya no pude soportar el contacto de sus blancos dedos, ni el grave tono de sus musicales palabras, ni el brillo de sus melancólicos ojos. Y ella supo esto, pero no me lo reprochó; parecía ser consciente de mi debilidad o locura y, sonriendo, lo llamaba «Destino». Parecía, también, ser consciente de la causa, desconocida para mí, del gradual deterioro de mi estima hacia ella; pero no me dio indicio ni hizo alusión alguna sobre su naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y languidecía día a día. Con el tiempo, una mancha carmesí se asentó firmemente sobre sus mejillas, y las azules venas de su pálida frente se volvieron prominentes; y, en un instante, mi naturaleza se deshacía en piedad, pero, al siguiente, encontraba yo la mirada de sus expresivos ojos, y entonces mi alma se enfermaba y se mareaba con el mismo vértigo de quien mira abajo hacia un abismo sombrío e insondable.

¿Diré entonces que esperaba con un grave y voraz anhelo la muerte de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró a su morada de arcilla durante muchos días, durante muchas semanas y fastidiosos meses, hasta que mis torturados nervios obtuvieron el dominio por sobre mi mente y me enfurecí por la demora y, con el corazón de un demonio, maldije los días y las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse y prolongarse, mientras su apacible vida declinaba, como sombras en el agonizar de un día.

Pero un atardecer de otoño, cuando los vientos yacían quietos en el cielo, Morella me llamó a la cabecera de su lecho. Había una oscura niebla por toda la tierra, y un cálido brillo sobre las aguas, y, en medio de la riqueza del follaje del bosque en octubre, un arco iris parecía haber caído del firmamento.

—Este es el día entre los días —dijo cuando me hube aproximado—; el día entre todos los días para vivir o para morir. Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la vida... ¡ah, y más hermoso aún para las hijas del cielo y de la muerte!

Besé su frente y continuó:

—Estoy muriendo; sin embargo, viviré.

—¡Morella!

—Nunca han sido los días en que tú pudiste amarme... pero a aquella a quien en vida aborreciste, en la muerte adorarás.

—¡Morella!

—Repito que estoy muriendo. Pero dentro de mí hay una prenda de ese afecto, ¡ah, cuán pequeño!, que sentiste por mí, por Morella. Y cuando mi espíritu parta, el niño vivirá, el niño tuyo y mío, de Morella. Pero tus días serán días de tristeza, de esa tristeza que es la más duradera de las impresiones, del mismo modo en que el ciprés es el más resistente de los árboles. Pues las horas de tu felicidad han terminado, y la alegría no se recoge dos veces en una vida, como las rosas de Pæstum dos veces en un año. Tú ya no jugarás, entonces, como el de Teos con el tiempo, sino que, ignorando el mirto y la viña, llevarás encima tu sudario por toda la tierra, como los musulmanes en La Meca.

—¡Morella! —grité—. ¡Morella! ¿Cómo sabes esto?

Pero ella volvió su rostro sobre la almohada y, con un leve tremor recorriendo sus miembros, murió, y ya no oí más su voz.

Sin embargo, como ella había predicho, su hija, a la cual dio a luz al morir, y que no respiró sino hasta que la madre dejó de hacerlo, su hija, una niña, vivió. Y creció singularmente en estatura e intelecto, y era la exacta imagen de aquella que había partido, y yo la amé con un amor más ferviente del que había creído posible sentir por cualquier habitante de la tierra.

Pero, antes de que hubiese pasado mucho, el cielo de ese tan puro afecto se ensombreció, y el abatimiento, el horror y el pesar se extendieron por él como nubarrones. Dije que la niña creció singularmente en estatura e intelecto. Singular, verdaderamente, era su veloz crecimiento corporal; pero terribles, ¡oh!, terribles eran los tumultuosos pensamientos que sobre mí se apiñaban mientras observaba el desarrollo de su mente. ¿Podía ser de otra manera cuando diariamente descubría, en las ideas de la niña, los adultos poderes y facultades de la mujer; cuando las lecciones de la experiencia surgían de los labios de la infancia; cuando encontraba yo a menudo la sabiduría o las pasiones de la madurez brillando en sus profundos y meditativos ojos? Cuando todo esto se volvió evidente para mis pasmados sentidos, cuando ya no lo pude esconder de mi alma ni apartar de aquellas percepciones que temblaban al recibirlo, ¿es de extrañar el que sospechas de una espantosa y perturbadora naturaleza se arrastrasen por mi espíritu, o el que mis pensamientos recayesen horrorizados sobre las extravagantes historias y espeluznantes teorías de la sepultada Morella? Arrebaté de la curiosidad del mundo a un ser que el destino me obligaba a amar, y en la rigurosa soledad de mi hogar vigilé con agónica ansiedad todo lo concerniente a la criatura amada.

Y, mientras los años transcurrían y yo contemplaba, día a día, su santo, suave y elocuente rostro y estudiaba detenidamente el madurar de sus formas, día a día descubría nuevos puntos de semejanza entre la niña y la madre, entre la melancólica y la muerta. Y, a cada momento, oscurecíanse más esas sombras de similitud y volvíanse más profundas, más definidas, más pasmosas y más atrozmente terribles en su aspecto. Porque que su sonrisa fuese como la de su madre lo podía yo soportar, pero, entonces, me estremecía ante su demasiado perfecta identidad; que sus ojos fuesen como los de Morella lo podía yo tolerar, pero, entonces, ellos se hundían demasiado a menudo en las profundidades de mi alma con el mismo intenso y desconcertante sentido de los de Morella. Y en el contorno de su amplia frente, y en los rizos de su sedoso cabello, y en los pálidos dedos que en aquel se ocultaban, y en los tristes tonos musicales de su habla, y sobre todo (¡oh, sobre todo!) en las frases y expresiones de la muerta que brotaban de los labios de la amada, de la viva, encontraba yo alimento para un pensamiento voraz, y horror para un gusano que no moría.

Y así pasaron dos lustros de su vida, y, sin embargo, mi hija permanecía sin nombre alguno sobre la tierra. «Hija mía» y «cariño» eran los apelativos usualmente sugeridos por un afecto paternal, y la rígida reclusión de sus días impedía toda otra relación. El nombre de Morella había muerto con ella al momento de su deceso. De la madre nunca había hablado a la hija; era imposible hablar. A decir verdad, durante el breve período de su existencia, esta última no había recibido impresiones del mundo exterior, salvo aquellas que podían ser recogidas dentro de los estrechos límites de su aislamiento. Pero, finalmente, la ceremonia del bautismo se presentó a mi mente, en su nerviosa y agitada condición, como una acertada liberación del terror de mi destino. Y ante la pila bautismal vacilé al elegir un nombre. Y muchos epítetos de sabiduría y belleza, de viejos y modernos tiempos, de mi tierra y de tierras extrañas, se agolparon en mis labios, junto con muchos, muchos epítetos de gracia, de alegría y de bondad. ¿Qué me impulsó, entonces, a perturbar la memoria de los muertos sepultados? ¿Qué demonio me urgió a musitar ese sonido cuyo solo recuerdo solía hacer correr en torrentes la purpúrea sangre de mis sienes a mi corazón? ¿Qué entidad infernal habló desde las profundidades de mi alma cuando, bajo aquellas oscuras bóvedas, y en medio del silencio de la noche, susurré al oído del sacerdote las sílabas de «Morella»? ¿Qué otra cosa sino un demonio convulsionó las facciones de mi hija y las cubrió con matices de muerte cuando, sobresaltándose ante ese sonido apenas audible, volvió sus vidriosos ojos de la tierra al cielo y, cayendo postrada sobre las negras losas de nuestro panteón familiar, respondió:

—¡Aquí estoy!

Nítidas, fría y tranquilamente nítidas cayeron estas escasas y simples palabras en mis oídos, y de ahí, como plomo fundido, rodaron silbando hasta mi cerebro. Años, años podrán pasar, pero, el recuerdo de esa época, jamás. No ignoraba yo, a decir verdad, las flores y la viña, pero el abeto y el ciprés ensombrecían todas mis noches y mis días. Y perdí toda noción de tiempo y espacio, y las estrellas de mi destino se desvanecieron del cielo, y, en consecuencia, la tierra se oscureció, y sus formas comenzaron a pasar a mi lado como sombras fugaces, y entre todas ellas sólo veía yo a... Morella. Los vientos del firmamento no susurraban sino un único sonido en mis oídos, y el agitarse del mar murmuraba eternamente: «Morella». Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a su tumba; y reí con una larga y amarga carcajada cuando no encontré rastros de la primera en el nicho donde tendí a la segunda... Morella.


Traducción de E. Ehrendost.