Theodor Kittelsen - La muerte negra



         Pesta llega

Allí viene con su falda
roja como la sangre,
harapienta y andrajosa,
horrenda y espantosa.
Su rostro es enfermizo,
arrugado y amarillo,
todo lleno de manchas
negruzcas y azuladas.

Sus ojos hundidos
profundo en el cráneo
giran de uno a otro lado,
se entrecierran y atraviesan
todo como flechas
mientras brillan y ven,
como los de los gatos,
en plena oscuridad.

Pesta avanza
sobre montañas y valles,
bosques y prados,
mares y ríos,
fiordos y costas.
Trepa por aquí,
chapotea por allí,
sus rodillas entrechoca.

Barre y rastrilla
allí por donde pasa:
rastrilla aquí, rastrilla allí,
y barre, barre y barre.
Donde pasa su rastrillo
se lleva a muchos;
donde pasa su escoba
se lleva a todos.


  Recorre todo el país

Pesta recorre todo el país:
ciudad y aldea, casa y cabaña.
Rastrilla de a cientos;
barre de a miles.

Muchos huyen a los bosques,
otros a las altas montañas
y otros al salvaje mar,
a los islotes y arrecifes.

Se ocultan en cuevas y barrancos,
siguiéndose como animales,
pero Pesta viene tras ellos
olfateándoles el rastro.

El búho ulula, el colimbo grazna
y espectros rondan tierra y mar
entre llantos y suspiros,
lamentos y gemidos.

La noche se puebla de alaridos.
Los draugar emergen entre algas,
luchan con los muertos
y se los llevan a las aguas.

El viento juguetea con los cráneos,
los hace rodar entre piedras y grava,
los seca lentamente
y los deja todos blancos.

Eco se sienta en la negra montaña
y, entre chapoteos y gorgoteos,
escucha el sollozar
del ahora solitario mar.

La niebla cae en grandes mantos
sobre montañas y fiordos,
y, húmeda como la muerte,
pronto se adueña de todo.

              [...]


  Barre cada rincón

Pesta barre
cada rincón.
Ya no rastrilla:
¡barre y barre!
El tiempo es poco,
todos deben ayudar:
¡vamos, Per y Paal,
a barrer y limpiar!

Pesta se alegra
por el buen clima,
triste y oscuro.
La nieve que cae
se derrite, esparce,
escurre y pegotea.
La escoba salpica
y todo se lo lleva.

La escoba barre
cada grieta y rincón.
Todo es muy triste,
hermosamente triste.
Muertos y muertos,
fuertes hedores
y descomposición.
Las paredes crujen,
las vigas se pudren,
el verde desaparece.
El aire parece llorar
nieve y aguanieve.


Traducciones de E. Ehrendost.

Parnell, Young, Blair, Gray - Poesía de cementerio



Thomas Parnell - Nocturno sobre la muerte


A la vacilante lumbre azul de la candela,
ya no pasaré mis extensas noches de vigilia
empeñado en leer con interminable vista
las palabras de los académicos y eruditos:
sus libros se alejan demasiado de la sabiduría
o, como mucho, señalan el camino más largo.
Buscaré, en cambio, una senda más directa
e iré a donde la mayor sabiduría se enseña.

¡Cuán oscuro es el azul que tiñe ese cielo
en el que yacen innúmeras esferas doradas
por entre cuyas filas, en plateado orgullo,
un bajo cuarto creciente parece deslizarse!
La adormilada brisa se olvida de soplar
y claro y tranquilo descansa el lago debajo,
donde nuevamente la constelada visión
desciende para asaltar nuestra mirada.
El terreno, que por la derecha asciende,
en la penumbra se desvanece de la vista;
la izquierda presenta un sitio de tumbas
cuyo muro es bañado por aguas silentes.
Un campanario guía a los ojos dubitativos
entre los lívidos resplandores de la noche.
Caminando allí con paso melancólico,
entre los solemnes túmulos del destino,
uno piensa, mientras pisa suavemente
sobre los venerables restos mortuorios:
«Un tiempo hubo en que como tú vivieron,
y un tiempo habrá en que tú descansarás».

Esas tumbas que, bajo los sauces llorones,
sin nombre salpican un terreno irregular
rápidamente revelan al atento pensamiento
dónde descansan la Pobreza y el Esfuerzo.

Las pulidas lápidas que ostentan un nombre
que el delgado cincel ayudó a preservar
(para que, antes de seguirlos a la tumba,
sus deudos pudiesen a menudo visitarlos)
señalan una raza intermedia de mortales,
hombres ambiciosos mas desconocidos.

Y los sepulcros de mármol que cobijan
a sus muertos bajo altos arcos abovedados,
y cuyos pilares lucen piedras esculpidas
de armas, ángeles, huesos y epitafios,
los pobres restos de una antigua dignidad,
adornan a los ricos o alaban a los grandes,
quienes, aunque famosos cuando vivieron,
ignoran ahora la fama que los ha sucedido.

¡Ja! Mientras miro, la pálida Cintia se oculta,
la tierra se abre y las sombras se revelan.
Lentas, pálidas y envueltas en mortajas,
se levantan en fantasmales multitudes
y, con severos acentos, al unísono exclaman:
«¡Piensa, mortal, en lo que es morir!».
 
                          [...]



Edward Young - Pensamientos nocturnos


¡Suave restaurador de la fatigada Naturaleza, dulce Sueño!
Él, al igual que todo el mundo, acude puntualmente
a donde sonríe la Fortuna, abandonando a los miserables
y huyendo veloz de la aflicción, con sus mullidas plumas,
para posarse en los párpados inmaculados de lágrimas.

De un exiguo (como es habitual) e intranquilo reposo
despierto: ¡cuán felices aquellos que no despiertan más!
Mas de nada me serviría si sueños infestasen la tumba.
Despierto tras emerger de un tumultuoso mar de sueños
por el que, naufragando, mi desesperado pensamiento,
yendo de ola en ola de onírica miseria, al azar navegó
hasta hundirse, habiendo perdido el timón de la razón.
Aunque ahora restaurado, es sólo un cambio de dolor,
un amargo cambio de uno severo por otro más severo.
El día es demasiado corto para mis padecimientos,
y la noche, incluso en el cénit de su oscuro dominio,
es luz solar al ser comparada con el color de mi destino.

Desde su trono de ébano, la Noche, diosa de azabache,
proyecta ahora, engalanada en tenebrosa majestad,
su cetro de plomo sobre un mundo que duerme.
¡Cuán mortal silencio! ¡Cuán profunda oscuridad!
Ni el ojo ni el atento oído encuentran objeto alguno;
toda la creación reposa. Es como si el pulso general
de la vida se detuviese y la Naturaleza hiciese una pausa;
¡una pausa aterradora, profética de su propio final!
Quisiera que esa profecía acelerase su cumplimiento:
¡dejad caer el telón, Destino!, ya no soporto tanta derrota.

                                        [...]

¿Debo, entonces, sólo buscar en lo sucesivo la Muerte?
Giro mis ojos hacia atrás y la encuentro también allí.
El hombre se sobrevive a sí mismo año tras año;
el hombre, como un arroyo, no es sino un perpetuo fluir,
y la Muerte es la feroz destructora de presas cotidianas.
Mi juventud y mi mediodía son suyos, mi ayer;
y la audaz invasora comparte también mi hora presente.
Cada momento cierra el ataúd sobre el anterior.
A medida que el hombre crece, su vida decrece,
y ya la cuna nos acerca a la tumba: nuestro nacimiento
no es mucho más que el comienzo de nuestra muerte,
así como la vela se empieza a consumir al encenderse.
 
                                        [...]



Robert Blair - La Tumba


Mientras algunos prefieren el sol y otros la sombra,
algunos evitan la sociedad y otros la reclusión,
siendo sus objetivos tan variados como los caminos
que toman al viajar por la vida, mía será la tarea
de pintar los tenebrosos horrores del sepulcro,
el lugar de reunión donde finalmente se encontrarán
todos esos viajeros, ¡e imploro para ello tu socorro,
Rey eterno en cuyo poder se encuentran las llaves
de la muerte y del Infierno! ¡Oh, Tumba, temido lugar,
el hombre se estremece cuando eres mencionada,
y la aterrada Naturaleza pierde su habitual firmeza!
¡Ah, cuán sombríos son tus vastos reinos y tus tristes
dominios, donde sólo reinan el silencio y la Noche,
oscura como lo era el Caos antes de que el joven sol
hubiese empezado a rodar o arrojado rayo alguno
hacia las profundas tinieblas! La vela mortecina,
al arder a través de las brumosas y siniestras bóvedas
cubiertas de mohosa humedad y viscoso cieno,
deja caer un horror multiplicado sobre todo
y sólo sirve para volver más ominosa la noche.
¡Terrible sitio, bien te reconozco por tu confiable tejo!
¡Oh, planta sombría y antisocial, que amas morar
en medio de cráneos, ataúdes, gusanos y epitafios,
allí donde volátiles fantasmas y espectrales sombras,
según dicen, toman forma bajo la pálida y fría luna
para llevar a cabo sus místicas danzas y rondas!:
tú no conoces, lúgubre árbol, más alegría que esa.

¡Ved aquella pequeña capilla sagrada, la piadosa obra
de nombres otrora famosos, ahora dudosos u olvidados
y enterrados entre las ruinas de las cosas que fueron!:
allí yacen en sus sepulcros los muertos más ilustres.
El viento sopla, ¡oíd cómo aúlla!; no creo haber oído
nunca hasta hoy un sonido tan deprimente como este.
Puertas crujen, ventanas golpean, y el ave de la noche
chilla desde el elevado chapitel; las sombrías naves,
de negras paredes que ostentan andrajosos blasones
y deslucidos escudos de armas, devuelven el sonido,
con ecos más pesados, desde las profundas bóvedas,
las mansiones de los muertos. Despertando allí
de sus sueños, los aterradores espectros se levantan
en sus espantosos sudarios, sonríen horriblemente
y empiezan a ir y venir, tan silentes como la Noche.
El autillo ulula de nuevo: ¡ah, funesto sonido!
No oiré ya más, pues hiela la sangre de cualquiera.

En torno a la capilla, una hilera de venerables olmos,
casi tan antiguos como aquella, alzan sus despojos
largamente azotados por los vientos: unos inclinan
sus troncos sin ramas; otros lucen copas tan delgadas
que difícilmente podrían sostener dos grajos a la vez.
Cosas extrañas, dicen los lugareños, han sucedido allí:
salvajes alaridos han surgido de las hondas tumbas,
muertos han regresado y deambulado por el páramo,
y la gran campana ha sonado sin que nadie la tocara
(tales las historias que narran, en velorios o cotilleos,
cuando la hora de las brujas empieza a aproximarse).
 
                                       [...]



Thomas Gray - Elegía escrita en un cementerio rural


El tañido de la campana anuncia el final del día,
    el rebaño desciende lentamente por el prado,
y el labrador, retornando a su casa con paso cansino,
    nos deja el mundo entero a la oscuridad y a mí.

El desvaído paisaje se esfuma poco a poco de la vista
    y todo el aire va adoptando una solemne calma
que sólo interrumpe el zumbido del abejorro al volar
    y los monótonos cencerros de rediles lejanos,

salvo cuando de aquella torre cubierta de hiedra
    el afligido búho eleva a la luna sus quejas
por los que merodean en torno a su secreto refugio
    y perturban así sus otrora solitarios dominios.

Bajo aquellos robustos olmos, a la sombra del tejo,
    donde la hierba cubre varios túmulos agusanados,
descansando para siempre en sus angostas celdas
    reposan los sencillos ancestros de la aldea.

Ni el llamado ventoso de la perfumada aurora,
    la golondrina gorjeando sobre el cobertizo,
el estridente clarín del gallo o los cuernos de caza
    podrán ya levantarlos de sus humildes lechos.

Para ellos ya no arderá el cálido fuego del hogar
    ni la ajetreada esposa ofrecerá la caricia nocturna;
ningún niño correrá a celebrar el regreso paterno
    o subirá a sus rodillas para dar el esperado beso.

Las cosechas solían rendirse al golpe de sus hoces
    y la resistente tierra solía abrir amable sus surcos.
¡Cuán felices guiaban sus yuntas por los campos!
    ¡Cómo se inclinaban los bosques bajo sus hachazos!

Que la Ambición no se burle de sus útiles esfuerzos,
    sus alegrías hogareñas y sus oscuros destinos;
que la Grandeza no escuche con sonrisa desdeñosa
    las breves y sencillas historias de los pobres.

El orgullo del heráldico blasón, la pompa del poder
    y todo cuanto la belleza y la riqueza aportan
aguardan de igual manera la inevitable hora:
    los senderos de gloria no conducen sino a la tumba.

Vosotros, arrogantes, no los culpéis si la Memoria
    no eleva sobre sus túmulos grandes trofeos
mientras en las largas naves y rancias criptas
    resonantes himnos inflan las notas de alabanza.

¿Pueden acaso la urna labrada o el vívido busto
    traer el hálito pasajero de vuelta a su mansión?
¿Puede la voz del Honor animar el mudo polvo
    o el Halago ablandar el frío oído de la Muerte?

 
                                [...]


Traducciones de E. Ehrendost.

Théodore Agrippa d'Aubigné - Estancias



                                      I
 
                                    [...] 
 
Mi lugar de reposo es una oscura cámara cubierta
con cráneos humanos y mil huesos blanquecinos,
donde toda dicha pronto se extingue en un horror
del que no me expulsa ningún bienvenido olvido.

He encerrado mi vida en este anfiteatro mortuorio
que horrible torna toda belleza entre los restos óseos:
de esta manera, mi dicha es seguida por el espanto
y sólo en mis pesares la muerte encuentra reposo.

Todo contacto con el hombre a morir me incita;
busco mi refugio en aquello que horroriza y repele.
¡Huid de mí, placeres, alegrías, esperanza y vida!;
¡venid, males, desdichas, desesperación y muerte!

Busco las desolaciones, las montañas solitarias,
los bosques sin camino, los robles moribundos;
odio, en cambio, los bosques de follaje arreglado,
los lugares concurridos, los caminos frecuentados.

Me resulta hermoso contemplar los viejos caballos
cuyos huesos decrépitos atraviesan su pellejo raído,
mas sucumbo al ver aves batiendo felices sus alas,
pollos correteando y los brincos de las cabras.

Dichoso soy cuando encuentro una cabeza seca,
un ciervo masacrado, y oigo cervatillos que gritan,
mas mi alma desfallece en un estéril desprecio
al ver una cierva feliz entre los saltos de sus crías.

Amo ver viejas ramas despojadas de toda belleza
y pisar sobre las hojas extendidas por el otoño
cuyo anaranjado color sin esperanzas me complace
sugiriendo la imagen de la muerte a mis ojos.

¡Que un horror eterno y una noche sempiterna
me impidan huir y salir al exterior por completo,
y que una cruel guerra desatada en el aire furibundo
al igual que a mi espíritu aprisione a mi cuerpo!

¡Que jamás el sol resplandeciente ilumine mi cabeza,
que el cielo impiadoso me niegue eternamente su luz,
y que cuando llueva estallen siempre tempestades
avaras del buen clima y celosas de los rayos solares!

¡Que mi alma sea invierno y estaciones turbulentas,
que de mis aflicciones se colme todo el universo,
y que el olvido impida aún a mis redoblados males
el empleo de mi laúd y el consuelo de mis versos!

¡Que un tiempo inclemente estremezca sin cesar
un año de tormentas y una primavera de hielos,
y que fuera de estación una fría ancianidad
en el verano de mi edad cubra de nieves mis cabellos!

¡Si alguna vez, empujado por mi alma impaciente,
salgo a descargar mis furores en los bosques,
templándome con la muerte de una bestia inocente
o aterrando a las aguas y las montañas con mis voces,

que millares de aves nocturnas y cantos de muerte
me circunden, volando en fila sobre mi cabeza,
y que el aire, molesto por mis airados clamores,
con rondas de búhos y cuervos se ennegrezca!

¡Que la hierba se seque y muera bajo mis pasos,
y que la sombría mirada de mis ojos miserables
haga a todas las flores marchitarse y al sol, la luna
y los astros del firmamento tras las nubes ocultarse!

¡Que mi presencia haga a los manantiales secarse
y a las aves que pasan caer muertas a mis pies
asfixiadas por los pestilentes vientos de mis penas,
y que luego esas penas me asfixien a mí como a ellas!

¡Que cada vez que, derrotado por la fatiga, me eche
a descansar a los pies de árboles verdes y lozanos
la tierra a mi alrededor se hienda teñida de sangre
y los árboles pierdan todas sus hojas al instante!

Ya mi cuello, cansado de soportar mi cabeza,
se rinde bajo tanta carga y tantos padecimientos,
y cada miembro mío se marchita y se apresta
a despedir a mi espíritu, huésped de mis penas.

                                    [...]


Traducción de E. Ehrendost.

Antonio Cammelli il Pistoia - La Disperata



La desnuda tierra se cubre ya con su manto
verde y tierno, y todo el mundo se alegra;
yo, en cambio, doy inicio a mi gran llanto.

Los árboles se visten con hojas; yo, de negro.
Sus pelajes los animales van renovando;
el mío, hecho jirones, se va desintegrando.

Crece el canto de las aves; en mí, el dolor.
Buscan ellas las más verdes frondas;
yo, aquel tronco donde no crecen hojas.

Cantan en alegre jolgorio; mi risa se oculta.
Remontándose al cielo abandonan la tierra;
yo busco las tinieblas más profundas.

El mundo se halla en paz; yo, en guerra.
El sol brilla y alumbra cada vez más;
para mí todo parece noche y estar bajo tierra.

Ahora nace para los amantes el nuevo amor,
ahora se entregan a sus cantos y sus juegos;
¡ay!, ahora crece en mí el amargo sufrimiento.

Los otros se asolean; yo al fuego me expongo.
Los otros anhelan vivir una vida feliz;
yo, a cada paso que doy, a la Muerte invoco.

Los otros buscan ya pareja, ya amigos;
yo me lamento al encontrarme con alguien
y me siento más cómodo buscando enemigos.

Soy cual tórtola que vuela sin compañera,
que en ramas viejas permanece llorando
y que no bebe nunca de los estanques claros;

búho en cuyos oídos resuenan los techos,
murciélago que no vuela nunca de noche;
en mí se refleja quien no sabe que ha muerto.

Los animales reposan en grutas y cuevas,
algunos sobre troncos, otros sobre ramas,
mientras yo lloro por mis rotas esperanzas.

Los montes están verdes; yo, descarnado.
Cuando lloro o grito nadie me consuela,
mas Eco me responde duplicando mis quejas.

Llamo al guardián de la puerta del Tártaro
para que envíe a su barquero hasta mi ribera
y me conduzca entre la gente muerta.

Los otros anhelan la insignia del olivo;
yo, una guerra mortal que a nadie perdone,
mi muerte y la de todos los seres vivos.

Los otros anhelan palacios; yo, una fosa.
Los otros buscan el mar de leche y miel;
yo, el de humana sangre y aguas rojas.

Los otros anhelan piedad; yo, el cielo cruel.
Los otros desean mares calmos; yo, la fortuna
caprichosa que azota las velas en su vaivén.

Los otros quisieran poder ver siempre
cielos y firmamentos de aspecto benigno;
yo, que el cielo, el sol y la luna cayesen.

Los otros quisieran ver a todos contentos;
yo, a todos muriendo de ira y de rabia,
y en absoluto caos a todos los elementos.

                         [...]


Traducción de E. Ehrendost.