Giacomo Leopardi - Cantos



                          XII. El infinito

Siempre me fue cara esta solitaria cumbre,
así como este bosque, que tan gran porción
del distante horizonte a mi mirada esconde.
Aquí sentado, contemplando interminables
regiones a lo lejos, un sobrehumano
silencio, una profundísima quietud
en mi mente forjo, donde poco falta
para que el corazón se encoja aterrado.
Y escuchando al viento soplar entre el follaje,
aquel infinito silencio a su voz
yo comparo, abismándome en lo eterno,
en la muerta estación y en la presente,
tan llena de vida y de murmullos. Y así,
en esta inmensidad se anegan mis pensamientos
y dulce se me hace naufragar en estos mares.



              XIII. La noche del día de fiesta

Dulce y clara es la noche, y sin viento;
y quieta sobre los tejados y los huertos
reposa la luna, revelando serena a lo lejos
la silueta de cada montaña. ¡Oh, dama mía!,
ya reina en las calles el silencio, y en escasas
ventanas refulge a esta hora el candil nocturno.
Tú duermes, pues fácil acude a ti el sueño
en tu tranquilo aposento y ninguna pena
turba tu reposo, y ni saber ni imaginar puedes
cuántas heridas has abierto en medio de mi pecho.
Tú duermes, y yo a este cielo que tan benigno
parece a la vista a saludar me asomo,
y a la antigua Naturaleza omnipotente,
que para sufrir me ha hecho. «A ti te niego
la esperanza —me dijo—, aun la esperanza,
y tus ojos nunca brillarán sino por el llanto».
Este día fue festivo, de sus diversiones
descansas; y quizás en sueños recuerdes
a cuántos gustaste y cuántos a ti te gustaron,
mas no a mí, que no espero recorrer tu mente.
Mientras tanto, me pregunto cuánta vida
me resta, caigo al suelo, grito y tiemblo.
¡Oh, días horrendos en tan juvenil edad!
¡Ay!, por la calle escucho el solitario canto
del artesano, que tarde en la noche regresa,
tras los placeres, a su pobre albergue,
y muy terriblemente se me oprime el corazón
al pensar en cómo todo en este mundo pasa
sin casi dejar huella. Así ha huido este día
de fiesta; y la festiva jornada por la vulgar
es sucedida, y pronto el tiempo se lleva
todos los humanos sucesos. ¿Dónde están
ahora los sueños de los pueblos antiguos?,
¿dónde la voz de nuestros antepasados,
y aquel gran imperio de Roma, y las armas,
y el fragor que cruzó tierra y océano?
Todo es paz y silencio, el mundo descansa
y reposa, y ya nadie se acuerda de ellos.
En mi temprana edad, cuando aún esperaba
con ansias el día de fiesta, una vez que este
había terminado, en vela, me abrazaba triste
al almohadón de plumas, y, tarde en la noche,
un canto que se oía alejarse por los caminos
muriendo poco a poco en la distancia
me estrujaba el corazón igual que ahora.



                          XIV. A la luna

¡Oh, hermosa luna!, muy bien recuerdo
que, hace ya un año, a esta colina
lleno de angustia vine yo a contemplarte,
y tú te alzabas entonces sobre aquel bosque
tal como ahora, que todo lo iluminas,
si bien más trémulo y nebuloso, por el llanto
que humedecía mis pestañas, a mi visión
se mostraba tu rostro. ¡Qué penosa era
entonces mi vida! Y en nada ha cambiado,
¡oh, mi amada luna!, mas ahora gozo
al recordar y enumerar las horas
de mi dolor. ¡Cuán grato nos parece
en el tiempo juvenil, cuando largo es el curso
de la esperanza y breve el de la memoria,
rememorar las cosas pasadas, aunque
los afanes persistan y la tristeza nos carcoma!



                       XXVIII. A sí mismo

Ahora al fin descansarás para siempre,
mi fatigado corazón. Ha muerto la última ilusión
que yo eterna creía... ha muerto. Claramente,
siento que en nosotros el caro engaño,
la esperanza y el deseo se han apagado.
Descansa para siempre: demasiado has ya
palpitado. No hay ya cosa alguna que valga
tus latidos, ni de suspiro alguno es digna
la tierra. Amargura y tedio es la vida,
no más que eso, y fango es el mundo.
Aquiétate ya; desespera por última vez.
A nuestra especie no le ha dado el destino
otra cosa más que la muerte. Despréciate
a ti mismo, desprecia la naturaleza, desprecia
el horrible poder oculto que gobierna dañoso
y desprecia la infinita vanidad de todo.



                   XXXIII. El ocaso de la luna

Así como, en la noche silenciosa,
sobre el campo plateado y las aguas
(allí donde el céfiro aletea
y las sombras lejanas
fingen mil formas vagas
y objetos engañosos
entre las tranquilas corrientes
y los setos, frondas, colinas y granjas),
en las lindes mismas del cielo,
detrás del Apenino o los Alpes,
o en el infinito seno del Tirreno,
la luna desciende, el mundo se oscurece,
las sombras se delizan,
las tinieblas desdibujan monte y valle,
y ciega queda la noche,
mientras, cantando con triste melodía,
el carretero saluda al último resplandor
de la declinante luz que hasta entonces
de su camino fuera guía,

de igual modo se aleja,
y de igual modo la edad mortal deja,
nuestra juventud. En fuga escapan
las sombras y los espejismos
del dulce engaño, y con menos frecuencia
nos visitan las lejanas esperanzas
en las que nuestra naturaleza se apoya.
Abandonada y oscura la vida queda.
Poniendo la mirada en ella,
en vano busca el confundido viajero
la meta o la razón del largo camino
que aún le resta, advirtiendo
que a sí mismo la humana sede
en verdad extraña se le ha hecho.

Muy alegre y dichosa
nuestra mísera suerte podría
parecernos si el juvenil estado,
donde todo goce es fruto de mil penas,
durase el completo curso de la vida.
Y muy duro decreto sería
aquel que a todo animal a la muerte
condena si, al mediar el camino,
no se hiciese nuestro destino
más duro que la muerte misma.
De intelectos inmortales
digna creación, extremo
de todos los males, los eternos
nos dieron la vejez, en la que hallamos
intacto el deseo, extinta la esperanza,
secas las fuentes del placer, las penas
mayores siempre, e imposible todo bien.

Vosotras, colinas y llanuras,
oculto ya el resplandor que al oeste
plateaba el velo de la noche,
no permaneceréis huérfanas
durante demasiado tiempo,
pues del otro lado pronto veréis al cielo
clarear nuevamente y al alba surgir,
a la cual pronto seguirá el sol,
que, resplandeciendo en torno
con su poderosa llama, inundará
con sus luminosos torrentes
a los etéreos campos y a vosotras.
Mas la vida mortal, una vez que la bella
juventud desaparece, ya no se colorea
nunca más con otra luz u otra aurora.
Hasta el fin permanece viuda,
y a la noche que enluta a la otra edad
le señalan los dioses la negra sepultura.


Traducciones de E. Ehrendost.


Disponibles en Editorial Alastor:

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