Porque Ubbo-Sathla es el origen y el fin. Antes de que viniesen
Zhothaqquah o Yok-Zothoth o Kthulhut de las estrellas, Ubbo-Sathla
Zhothaqquah o Yok-Zothoth o Kthulhut de las estrellas, Ubbo-Sathla
moraba en los vaporosos pantanos de la recientemente nacida Tierra:
una masa sin cabeza ni miembros, engendrando las grises e informes larvas
de los orígenes y los espantosos prototipos de la vida terrena...
Y toda la vida de la Tierra, se dice, volverá finalmente,
a través del gran círculo del tiempo, a Ubbo-Sathla.
- El Libro de Eibon.
Paul Tregardis encontró el blancuzco cristal en medio de un montón de rarezas de diversas tierras y eras. Había entrado a la tienda de curiosidades por un impulso repentino, sin más objeto que el de distraerse ociosamente ojeando y manoseando una miscelánea de cosas recolectadas lejos. Mirando desordenadamente por los estantes, su atención se había visto atraída de pronto por un apagado brillo en una de las mesas, y así fue que desembarazó esa curiosa piedra esferoidal de su sombría y apretada ubicación entre un feo y diminuto ídolo azteca, el huevo fosilizado de un dinornis y un obsceno fetiche de madera negra del Níger.
El objeto era de un tamaño cercano al de una pequeña naranja, y se hallaba levemente achatado en sus extremos, como un planeta en sus polos. Tregardis quedó perplejo al observarlo, pues no parecía ser un cristal ordinario, sino que era turbio y cambiante, y mostraba un brillo intermitente en su interior, cual si fuese alternativamente iluminado y oscurecido desde dentro. Elevándolo hacia la invernal ventana, lo estudió por unos instantes sin ser capaz de determinar el secreto de esa regular y singular alternación. Y su perplejidad pronto se vio aumentada por una emergente sensación de vaga e irreconocible familiaridad que le sugería que ya había visto aquel objeto antes, bajo circunstancias que se hallaban completamente olvidadas.
Apeló entonces al vendedor, un diminuto hebreo con un aspecto de polvorienta antigüedad, el cual daba la impresión de estar perdido para las consideraciones comerciales en alguna red de cabalísticos ensueños.
–¿Puede decirme algo sobre esto?
El vendedor efectuó un indescriptible y simultáneo encogimiento de hombros y cejas.
–Es muy viejo... del paleógeno, podría decirse. No es mucho lo que puedo agregar, pues poco es lo que de él se conoce. Un geólogo lo encontró en Groenlandia, bajo hielo glacial, en el estrato del mioceno. ¿Quién sabe? Puede que haya pertenecido a un hechicero de la prehistórica Thule. Groenlandia era entonces una región cálida y fértil bajo el sol de los tiempos del mioceno. Pero se trata indudablemente de un cristal mágico; es posible que se puedan contemplar extrañas visiones en su interior si se mira el tiempo suficiente.
Tregardis quedó muy impresionado ante aquellas palabras, pues la sugerencia aparentemente fantástica del vendedor le trajo a la mente sus propias profundizaciones en una rama de saberes oscuros y le recordó, en particular, el Libro de Eibon, el más extraño y raro de los ocultos volúmenes olvidados, del cual se afirma que ha llegado hasta el presente a través de una serie de múltiples traducciones de un prehistórico original escrito en el perdido lenguaje de Hiperbórea. Tregardis, no sin grandes dificultades, había obtenido la versión en francés medieval, una copia que había pertenecido a numerosas generaciones de hechiceros y satanistas, pero nunca había sido capaz de localizar el manuscrito griego del cual su versión derivaba.
Se suponía que el remoto y fabuloso original era obra de un gran brujo hiperbóreo, del cual el libro había tomado su nombre. Se trataba de una colección de oscuros y funestos mitos, de liturgias, rituales y hechizos que estribaban en lo maligno y en lo esotérico. Con varios estremecimientos de por medio, en el curso de estudios que una persona ordinaria habría considerado más que singulares, Tregardis había cotejado el volumen francés con el terrorífico Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred, encontrando así entre ellos numerosas correspondencias de la más negra y espantosa sugerencia, y descubriendo que existían muchas cosas prohibidas que aparentemente eran desconocidas para el árabe, o que acaso habían sido omitidas por éste... o por sus traductores.
Tregardis se preguntó si aquello que había estado tratando de recordar no sería una breve y casual referencia, en el Libro de Eibon, sobre un turbio cristal que había pertenecido al hechicero Zon Mezzamalech, de Mhu Thulan. Naturalmente, todo aquello era demasiado fantástico, demasiado hipotético, demasiado increíble... pero se creía que Mhu Thulan, esa porción septentrional de la antigua Hiperbórea, se correspondía aproximadamente con la moderna Groenlandia, que en tiempos pasados había estado unida, como una península, al continente. ¿Podía ser la piedra que descansaba en su mano, por alguna fabulosa casualidad, el cristal de Zon Mezzamalech? Tregardis se sonrió a sí mismo con ironía por tan sólo concebir una teoría tan absurda. Tales cosas no podían suceder... al menos, no en la Londres actual; y con toda probabilidad el Libro de Eibon no era más que un cúmulo de pura fantasía supersticiosa. No obstante, había algo en el cristal que le seguía estimulando y atrayendo. Terminó por comprarlo, en un precio bastante moderado. La suma fue fijada por el vendedor, y pagada por el comprador sin regateos de por medio.
Con el cristal en su bolsillo, se apresuró a regresar a su alojamiento en lugar de reanudar su ocioso paseo. Una vez allí, colocó la blancuzca piedra sobre su escritorio, donde ésta se mantuvo firmemente posada sobre uno de sus achatados extremos. Entonces, aún sonriendo por lo absurdo de sus ideas, sacó el amarillento pergamino manuscrito del Libro de Eibon de su lugar asignado en una algo inclusiva colección de literatura recherché. Abrió la cubierta, que estaba hecha de cuero dispuesto en tiras vermiculares, y que tenía cierres de deslustrado acero, y repasó para sí, traduciendo el arcaico francés a medida que lo iba leyendo, el párrafo que hacía referencia a Zon Mezzamalech:
«Este brujo, que fue poderoso entre los hechiceros, había encontrado una turbia piedra, de figura esférica y algo achatada en los extremos, en la cual podía contemplar visiones del pasado terreno... incluso del mismo comienzo de la Tierra, cuando Ubbo-Sathla, la fuente no engendrada, yacía vasto, hinchado y alto en medio del cieno vaporoso. Pero de aquello que contempló dejó muy poco documentado, y se dice que desapareció poco tiempo después, de una forma que no es conocida; y tras él, el turbio cristal se perdió.»
Paul Tregardis dejó el manuscrito a un lado. Nuevamente había algo que lo consternaba y atormentaba, como un sueño perdido o un recuerdo abandonado al olvido. Impulsado por un sentimiento que no analizó ni cuestionó, se sentó frente al escritorio y comenzó a escudriñar atentamente el interior de la fría y nebulosa esfera. Sintió entonces una expectativa que, de algún modo, le era tan familiar, tan como arraigada a una parte de su conciencia, que ni siquiera de mencionó el fenómeno a sí mismo.
Se mantuvo sentado durante minutos, mirando el alternativo brillar y apagarse de la misteriosa luz en el corazón del cristal. Entonces, gradual e imperceptiblemente, lo fue alcanzando una sensación de onírica dualidad, tanto con respecto a su persona como a su entorno. Él era aún Paul Tregardis... y sin embargo era alguien más; el cuarto era aún su apartamento de Londres... y también una cámara de algún lugar lejano pero perfectamente conocido. Y en ambos ambientes él miraba fijamente el mismo cristal.
Después de un intervalo, sin sorpresa para Paul Tregardis, el proceso de reidentificación quedó completo. Supo que era Zon Mezzamalech, un hechicero de Mhu Thulan, estudiante de todo tipo de saberes anteriores a su época. Sabio poseedor de espantosos secretos que eran desconocidos para Paul Tregardis, un simple aficionado a la antropología y las ciencias ocultas en la Londres actual, Zon Mezzamalech ansiaba obtener, por medio del blancuzco cristal, un aún más antiguo y terrible conocimiento.
Había conseguido la piedra de una manera dudosa y de una fuente más que siniestra. Dicha piedra era única, y no tenía igual en ninguna tierra o tiempo. En lo profundo de ella, todos los años del remoto pasado, todas las cosas que alguna vez habían sido, se hallaban supuestamente reflejadas, y se podían revelar al paciente observador. Y Zon Mezzamalech soñaba con lograr recuperar, a través del cristal, la sabiduría de los dioses que murieron antes de que la Tierra naciera. Éstos habían pasado al vacío carente de luz, dejando sus conocimientos inscriptos en tablas de piedra ultra-estelar; y las tablas habían sido guardadas en el fango primigenio por el informe e idiota demiurgo Ubbo-Sathla. Sólo por medio del cristal podía esperar el hechicero encontrar y leer dichas tablas.
Para la primer ocasión, decidió poner a prueba las reputadas virtudes de la esfera. A su alrededor, una cámara con paneles de marfil, poblada por sus libros de magia y su parafernalia, comenzó a desvanecerse lentamente de su conciencia. Delante de sus ojos, sobre una mesa de alguna madera hiperbórea tallada con grotescos caracteres, el cristal pareció crecer y profundizarse, y en su diáfano interior pudo contemplar un veloz y quebrado arremolinamiento de oscuras escenas, fugaces como las burbujas de un molino. Como si mirara sobre un mundo real, ciudades, bosques, montañas, mares y prados fluyeron debajo de él, iluminándose y oscureciéndose como con el paso de días y noches en una espantosamente acelerada corriente de tiempo.
Zon Mezzamalech había olvidado a Paul Tregardis... y había perdido el recuerdo de su propia entidad y su propio entorno en Mhu Thulan. Poco a poco, las fluyentes escenas del cristal se tornaron más nítidas y definidas, y la esfera se profundizó hasta marearlo como si estuviese mirando desde una altura insegura hacia algún abismo insondable. Sabía que el tiempo en el cristal corría velozmente hacia atrás, y que se estaba desplegando ante él la visión de todos los días pasados, pero una extraña alarma se apoderó de su persona y temió seguir observando. Como alguien que ha estado a punto de caer desde un precipicio, recobró el equilibrio con un sobresalto y retrocedió ante la mística esfera.
Nuevamente, bajo su mirada, el enorme mundo arremolinado que había contemplado era sólo un turbio y pequeño cristal sobre su mesa tallada con runas en Mhu Thulan. Entonces, gradualmente, el gran cuarto con esculpidos paneles de marfil fue reduciéndose a otro lugar más sucio, y Zon Mezzamalech, perdiendo su sabiduría de lo sobrenatural y sus poderes de hechicería, retornó por una misteriosa regresión a Paul Tregardis.
Y sin embargo, según parecía, no retornó por completo. Tregardis, aturdido y dudando, se encontró a sí mismo frente al escritorio en el que había colocado la achatada esfera. Sentía la confusión propia de aquel que ha soñado y aún no ha logrado despertar totalmente de su sueño. El cuarto lo dejó vagamente perplejo, como si hubiese algo extraño en el tamaño y el mobiliario; y su recuerdo de haberle comprado el cristal a un vendedor de curiosidades le pareció singular y discrepantemente mezclado con una incierta impresión de que lo había conseguido de una manera muy diferente.
Sentía que le había sucedido algo raro mientras observaba el cristal, pero no podía recordar con precisión qué había sido exactamente. Había quedado en el tipo de confusión psíquica que sigue a un desenfreno de hachís. Se aseguró a sí mismo que era Paul Tregardis, que vivía en cierta calle de Londres, que el año era 1933; pero semejantes trivialidades habían perdido de algún modo su significado y su validez, y todo a su alrededor era insustancial y sombrío. Las mismas paredes parecían vacilar como humo; los transeúntes en las calles semejaban espectros de espectros; y él mismo era una sombra perdida, un errante eco de algo olvidado mucho tiempo atrás.
Resolvió que no repetiría el experimento de observar el interior de la piedra. Los efectos habían sido demasiado desagradables y equívocos. Pero al día siguiente, bajo un impulso repentino al que se entregó de manera casi mecánica, sin renuencia alguna, se encontró sentado frente a su neblinosa esfera. Nuevamente se volvió el hechicero Zon Mezzamalech en Mhu Thulan; nuevamente anheló recuperar la sabiduría de los dioses antemundanos; nuevamente retrocedió ante la profundidad del cristal con el terror de alguien que teme caer; y nuevamente, aunque de manera tenue y dudosa, como un espectro desfalleciente, fue Paul Tregardis.
Tres veces repitió la experiencia en los días sucesivos, y, con cada una de ellas, su propia persona y el mundo alrededor se le fueron haciendo más indistintos y confusos que antes. Sus sensaciones eran las de un soñador que está a punto de despertar, y Londres le parecía ya tan irreal como las tierras que se deslizan fuera del alcance del que sueña, desapareciendo en diáfana niebla y nubosa luz. Y, detrás de todo esto, sentía el cernerse y apiñarse de vastas imágenes, extrañas pero en cierto modo familiares. Era como si la fantasmagoría del tiempo y el espacio se estuviese disolviendo a su alrededor, para revelar alguna realidad más cierta... u otro sueño de espacio y tiempo.
Así llego, por último, el día en el que se sentó ante el cristal y no volvió como Paul Tregardis. Fue el día en que Zon Mezzamalech, desatendiendo osadamente ciertas advertencias malignas y portentosas, resolvió superar su curioso miedo a caer corporalmente en el mundo de visiones que contemplaba... un miedo que hasta ese momento le había impedido seguir el retroceso de la corriente de tiempo pasada una determinada distancia. Se aseguró a sí mismo que debía conquistar ese miedo si deseaba ver y leer alguna vez las perdidas tablas de los dioses. No había contemplado hasta entonces más que unos pocos fragmentos de los años de Mhu Thulan inmediatamente anteriores al presente, los años de su propia vida... y mediaban inestimables ciclos entre esos años y el Comienzo.
Una vez más, bajo su mirada, el cristal se profundizó inmensurablemente, mostrando escenas y sucesos fluyendo en una corriente regresiva. Una vez más las runas mágicas de la oscura mesa desaparecieron de su vista, y las paredes brujerilmente talladas de su cámara se volvieron poco menos que un sueño. Y una vez más se mareó, presa de un horrible vértigo, mientras se inclinaba sobre el girar y arremolinarse de los terribles abismos de tiempo que ocupaban la esfera. Medrosamente, a pesar de su resolución, se habría retirado de ese influjo, pero ya había mirado demasiado. Sintió una caída abismal, una succión como de vientos ineluctables, de maelstroms que lo hundieron, a través de inestables visiones de su propio pasado, hacia años y dimensiones antenatales. Sufrió las agonías de una disolución inversa, y entonces ya no fue Zon Mezzamalech, el sabio e instruido observador del cristal, sino tan sólo una parte más del misteriosamente apresurado flujo que corría hacia atrás para realcanzar el Comienzo.
Pareció vivir innumerables vidas, morir una miríada de muertes, olvidando, con cada una de ellas, la muerte y la vida precedentes. Luchó como un guerrero en semi-legendarias batallas; fue un niño recreándose en las ruinas de una arcaica ciudad de Mhu Thulan; fue el rey que había gobernado esa misma ciudad cuando estaba en su aurora, y el profeta que había predicho su construcción y su perdición. Como una mujer, lloró por los muertos del pasado en una necrópolis en ruinas; como un antiguo hechicero, murmuró las toscas fórmulas de la más temprana brujería; como el sacerdote de un dios prehumano, levantó el puñal de sacrificio en templos construidos en cavernas, atestados de columnas de basalto. Y así, vida a vida, era a era, repasó los largos y oscuros ciclos a través de los cuales Hiperbórea había ascendido del salvajismo a una alta civilización.
Se volvió luego un bárbaro de cierta tribu troglodita, y huyó del lento avance de las torres de hielo de una antigua era glacial hacia tierras iluminadas por las rojas llamaradas de perpetuos volcanes. Y entonces, tras el paso de incalculables años, no fue ya un hombre, sino una bestia antropoide, vagando por bosques de gigantes helechos y calamitas, o construyendo rústicos nidos sobre las ramas de frondosos árboles.
A través de eones de sensación anterior, de cruda lujuria y de hambre, de terror aborigen y de locura, ese alguien o algo fue siempre hacia atrás en el tiempo. La muerte se volvió nacimiento, y el nacimiento fue muerte. En una lenta visión de cambio inverso, la Tierra pareció derretirse, viendo caer las colinas y las montañas de sus más recientes estratos. Siempre el sol se tornó más grande y más cálido sobre los humeantes pantanos que hormigueaban con una torpe vida y una ruda vegetación. Y aquello que había sido Paul Tregardis, que había sido Zon Mezzamalech, fue una parte de toda esa monstruosa involución. Voló con las membranosas alas de un pterodáctilo; nadó en los tibios mares con el vasto volumen de un ictiosaurio; bramó torpemente, con la acorazada garganta de un olvidado behemoth, a la enorme luna que ardía entre las nieblas liásicas.
Y finalmente, tras eones de inmemorial brutalidad, se volvió uno de los perdidos hombres-serpiente que levantaron sus ciudades de negro gneiss y lucharon sus venenosas guerras en el primer continente del mundo. Caminó ondulándose en calles prehumanas, en extrañas cámaras inclinadas; escudriñó estrellas primigenias desde altas torres babélicas; se inclinó, siseando letanías, ante enormes ídolos ofidios. A lo largo de años y siglos de esa era siguió retornando, hasta que se volvió un ser que se arrastraba en el cieno, un ser que aún no había aprendido ni a pensar, ni a construir, ni a soñar. Y llegó el tiempo en el que ya no hubo un continente, sino sólo un interminable y caótico pantano, un mar de légamo sin límite u horizonte, que hervía con un ciego retorcerse de amorfos vapores.
Allí, en el gris comienzo de la Tierra, la informe masa que fue Ubbo-Sathla reposaba en medio de los vapores y del légamo. Sin cabeza, sin órganos ni miembros, se desprendían de sus rezumantes flancos, en una lenta e incesante ola, las amebianas formas que fueron los arquetipos de la vida terrestre. Horrendo habría sido, si hubiese habido alguien para aprehender el horror; y abominable, si hubiese habido alguien para sentir abominación. Cerca de esto, extendidas o inclinadas en el fango, yacían las grandes tablas de piedra estelar en las que se hallaba escrita la inconcebible sabiduría de los dioses premundanos.
Y allí, frente a la meta de una búsqueda olvidada, cayó aquello que había sido –o que alguna vez sería– Paul Tregardis y Zon Mezzamalech. Habiéndose vuelto una informe larva de los orígenes, se arrastró perezosa e inconscientemente sobre las caídas tablas de los dioses, y luchó y se enfureció ciegamente con los otros engendros de Ubbo-Sathla.
De Zon Mezzamalech y su desaparición no hay mención en ningún lado, salvo el breve pasaje en el Libro de Eibon. En cuanto a Paul Tregardis, que también desapareció, hubo una corta noticia en varios periódicos de Londres. Nadie parece saber nada de él: se fue como si nunca hubiese existido; y el cristal, presumiblemente, se perdió también. Al menos, no fue hallado por nadie.
Traducción de E. Ehrendost.
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