Gottfried Bürger - El cazador salvaje



El gran señor del Rin sopló su cuerno de caza:
«¡Vamos, vamos, unos a pie, otros a caballo!».
Su feroz corcel se lanzó al galope, relinchando;
sus sirvientes salieron tras él, traqueteando;
y libres de ataduras, por entre espino y maíz,
rastrojo y matorral, ruidosamente avanzaron.

Los claros rayos de la mañana del domingo
brillaban sobre la alta cúpula de la iglesia
mientras, con un sonido hueco y poderoso,
las severas campanas convocaban a la misa:
de lejos podían oírse los hermosos cantos
de la multitudinaria y devota feligresía.

Velozmente siguió cabalgando el conde
a través de los caminos y las encrucijadas,
cuando, ¡ved!, por izquierda y por derecha
se unieron a su partida dos caballeros.
El caballo de la derecha tenía un brillo plateado;
el de la izquierda mostraba un tinte de fuego.

¿Quiénes eran estos dos jinetes extraños?
Puedo sospecharlo, pero no me atrevo a decirlo.
Afable se veía el caballero de la derecha,
de rostro suave y delicado como la primavera;
mientras que el rubio caballero de la izquierda
parecía lanzar por sus ojos rayos de tormenta.
 
«¡Bienvenido, llegas en el momento justo!
¡Bienvenido al noble ejercicio de la caza!
No existe en todo el Cielo y toda la Tierra
una actividad más placentera que esta»,
gritó golpeándose la cadera y arrojando
con júbilo su sombrero al aire el de la izquierda.

«Tu cuerno de caza no tiene hoy buen sonido
—dijo el de la derecha con dulces acentos—.
A las campanas de celebración y los coros
deberías regresar: nada bueno hoy te espera.
Escucha la advertencia del ángel bueno
y no dejes que el mal haga de ti su presa».

«¡A la caza, a la caza, mi noble señor!
—intervino de inmediato el de la izquierda—.
¿Qué campanas de celebración? ¿Qué coros?
¡Que el placer de la caza infle tu pecho!
Déjame enseñarte lo que es digno de señores
y no dejes que te engañen para privarte de ello».

«¡Ja! ¡Muy bien dicho, hombre de la izquierda!
Has defendido como un héroe mis propias ideas.
¡Que aquel que no esté hecho para esto
vaya sumisamente a rezar sus padrenuestros!
¡Que ningún mojigato religioso me moleste,
pues hoy quiero dar rienda suelta a mis deseos!».

Y con un aire ufano siguió cabalgando,
ora por las colinas, ora por los campos,
mientras, a su izquierda y a su derecha,
aún seguían su marcha ambos caballeros,
hasta que por fin a lo lejos vio aparecer
un hermoso ciervo blanco de enormes cuernos.

Con más fuerza sopló su cuerno el conde
y con más velocidad todos le siguieron.
¡Mas ved!, bajo los cascos de los caballos
uno de su séquito de sirvientes cayó muerto.
«¡Vamos a caer! ¡Vamos a caer en el Infierno!
¡No hay que consentir a los señores sus deseos!».

La presa se internó en un campo de maíz,
esperando encontrar allí un seguro refugio.
¡Mas ved!, un pobre campesino entonces salió
con lamentable aspecto al encuentro del conde.
«¡Ten piedad, querido señor, ten piedad!
¡No pisotees el amargo sudor de los pobres!».

El jinete de la derecha se adelantó de un salto
y advirtió al conde con dulzura y prudencia,
pero el jinete de la izquierda lo apremió
a seguir adelante con su salvaje carrera.
El conde despreció los consejos de la derecha
y se dejó atrapar por los ardides de la izquierda.
 
«¡Fuera del camino, perro! —gritó terriblemente
el airado conde a aquel pobre labriego—,
¡o por el diablo que verás lo que es bueno!
¡Eh, aquí, sirvientes, dejen todo y vengan!
¡Como muestra de que he dicho la verdad,
háganle restallar sus látigos en las orejas!».

¡Dicho y hecho! El noble señor se lanzó
a toda velocidad sobre las plantaciones,
y tras él, con estruendoso traqueteo,
siguieron sus sabuesos, hombres y caballos;
y sabuesos, hombres y caballos pisotearon
los tallos que todo aquel campo había dado.

La presa, acuciada por el ruido cercano,
ora por las colinas, ora por los campos,
atormentada, perseguida pero no alcanzada,
se dirigió velozmente a unos verdes prados
y allí se mezcló, para pasar desapercibida,
inteligentemente entre los mansos rebaños.

Pero de acá para allá, por campos y bosques,
y de allá para acá, por bosques y campos,
seguían su rastro los veloces sabuesos
olfateando el suelo en busca de su olor;
entonces el pastor, temeroso por su rebaño,
a los pies del conde de rodillas se hincó.

«¡Ten piedad, querido señor, ten piedad!
¡Deja al pobre ganado tranquilo y en paz!
¡Considera que pacen aquí numerosas vacas,
pertenecientes a viudas y huérfanos por igual,
que el único alivio para su pobreza son!
¡Ten piedad, querido señor, ten piedad!».

El jinete de la derecha se adelantó de un salto
y advirtió al conde con dulzura y prudencia,
pero el jinete de la izquierda lo apremió
a seguir adelante con su salvaje carrera.
El conde despreció los consejos de la derecha
y se dejó atrapar por los ardides de la izquierda.

«¡Perro atrevido, no te me interpongas!
¡Ja!, si hasta haces una mejor vaca tú
que todas las que pacen a tu alrededor
y que las brujas a las que pertenecen.
Nada complacería más a mi corazón ahora
que enviarte al otro mundo, como mereces.

»¡Eh, aquí, sirvientes, dejen todo y vengan!
¡Vamos! ¡Adelante! ¡Atrapen a esas presas!».
Y cada sabueso se arrojó de inmediato
sobre lo primero que ante sus ojos se cruzó;
chorreando sangre cayó el pastor al suelo,
y cabeza tras cabeza su rebaño le siguió.
 
Escapando a duras penas de esa furia asesina,
el ciervo siguió huyendo con paso más débil.
Salpicado de sangre y cubierto de espuma,
en la noche del bosque entonces se adentró
y encontró escondite en medio de la foresta,
en la choza de un eremita consagrado a Dios.

Y sin descanso entre el restallar de los látigos,
las voces del conde y el sonido de su cuerno,
siguió avanzando aquel salvaje enjambre
y se internó en el bosque en pos de su presa.
Entonces se les acercó con dulces acentos
el piadoso eremita frente a su humilde vivienda.

«¡Abandonad, hijos, abandonad este rastro!
¡No profanéis el santuario de nuestro Señor!
Al Cielo gime la desesperada criatura
exigiendo a Dios el castigo de su justicia divina.
¡Por última vez, escuchad mi advertencia,
o de lo contrario labraréis vuestra propia ruina!».

El jinete de la derecha se adelantó de un salto
y advirtió al conde con dulzura y prudencia,
pero el jinete de la izquierda lo apremió
a seguir adelante con su salvaje carrera.
Mas, ¡ay!, él despreció los consejos de la derecha
y se dejó atrapar por los ardides de la izquierda.

«¡Fatalidades por acá, fatalidades por allá!
—exclamó el conde—. Nada de eso me asusta.
Y, aun si estuviese ahora en el mismo Infierno,
todo ello seguiría sin importarme un bledo.
¡Por mí pueden enojarse tú y tu Dios, necio,
pues hoy quiero dar rienda suelta a mis deseos!».

Hizo restallar su látigo y sopló su cuerno:
«¡Eh, aquí, sirvientes, dejen todo y vengan!».
Mas entonces desaparecieron eremita y choza,
y hombres y caballos se desvanecieron detrás;
los sonidos de sabuesos y cascos huyeron
y todo quedó sumido en un silencio sepulcral.

Atónito miró el conde a su alrededor;
sopló su cuerno, pero este no produjo sonido;
sacudió su látigo en el aire, pero este no restalló;
llamó, pero no logró escuchar su propia voz;
espoleó a su feroz corcel en ambos flancos,
pero este ni para atrás ni para adelante se movió.

De pronto, todo se oscureció a su alrededor
y se puso tan negro como una tumba,
y un rugido como de un torrente lejano
se escuchó muy por encima de su cabeza
mientras un juez con una voz de trueno
lo llamaba con la furia de la tormenta:

«¡Tú, desvergonzado, diabólica criatura,
osado contra Dios, los animales y el hombre!
Las súplicas y los lamentos de tu presa,
junto con tu aviesa maldad y tu saña,
han llegado clamando a la alta corte
donde arde la antorcha de la venganza.

»¡Huye, monstruo, huye, pues serás ahora,
y por todo el resto de la larga eternidad,
perseguido por el Infierno y sus demonios
como ejemplo para los futuros señores
que, para satisfacer sus perversas inclinaciones,
ni al Creador ni a sus criaturas perdonen!».

Un súbito resplandor amarillo sulfuroso
tiñó entonces las oscuras hojas del bosque.
El miedo congeló los nervios del conde
y petrificó cada uno de sus miembros,
un gélido horror sopló contra su rostro
y frías gotas de sudor resbalaron por su cuello.

El gélido horror sopló, el clima se precipitó,
y de las entrañas de la tierra ante él surgió
un negro puño de gigantes proporciones;
la garra se estiró hacia él a fin de atraparlo,
intentó envolverlo como en un torbellino,
y el conde atinó a huir mirando atrás aterrado.

Llamas parpadeaban y brillaban a su paso
con fulgores rojos, amarillos y azules,
un océano de fuego lo rodeó por completo,
y pronto un enjambre de negros sabuesos
y de espantosos demonios se lanzó tras él,
vomitado desde las fauces mismas del Infierno.

Y desde entonces huye por bosques y campos,
huye sin parar aullando súplicas y lamentos,
pero sin descanso a través de todo el mundo
entre ladridos lo persigue el Infierno entero,
de día por las hondas hendiduras de la tierra,
de noche por las altas planicies del cielo.

Con el rostro siempre vuelto hacia atrás,
tan velozmente como el viento lo empuja,
él debe ver a los demonios que lo persiguen,
ferozmente azuzados por un espíritu maligno
de centelleantes ojos y caballo color fuego,
mientras los sabuesos muerden sus tobillos.

Este es el ejército de la cacería salvaje,
que durará hasta el día del juicio final
y que a menudo el viajero rezagado escucha
en medio de la noche mientras lo invade el terror,
como bien, si no prefiriesen guardar silencio,
podría atestiguarlo la boca de más de un cazador.


Traducción de E. Ehrendost.


Disponible junto a "Lenore" en Editorial Alastor:

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