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Johann Wolfgang von Goethe - El rey de los elfos



¿Quién cabalga tan tarde a través de la noche y el viento?
Es tan sólo un padre llevando a su hijo pequeño;
sujeta al niño delante de sí con uno de sus brazos,
asiéndolo firmemente, manteniéndolo cálido.

«Hijo mío, ¿por qué ocultas tu rostro con miedo?».
«¿Es que no ves tú allí, padre mío, al rey de los elfos,
al gran rey de los elfos, con su corona y con su séquito?».
«Hijo mío, es sólo la niebla, que repta entre los abetos».

«¡Oh, tú, niño amado, ven, ven conmigo,
jugaré un montón de juegos hermosos contigo!
Hay flores de muchos colores en mis prados
y mi madre te obsequiará bellos atavíos dorados».

«¿Y no puedes tú oír, oh padre, oh padre mío,
lo que el gran rey de los elfos promete a mis oídos?».
«Niño mío, cálmate ya, y mantener esa calma procura:
es sólo el viento, que entre las hojas secas susurra».

«¿Me seguirás, pues, dulce niño, a mi hermoso bosque?
Mis hijas habrán de aguardarte allí con grandes honores:
ellas serán las conductoras del nocturno séquito
y cantarán y danzarán y te arrullarán hasta el sueño».

«¿Y no puedes tú ver, oh padre, oh padre mío,
a las hijas del rey elfo en aquel paraje sombrío?».
«Pequeño hijo, pequeño hijo, lo veo todo muy claro:
son sólo viejos sauces, que se mecen en tonos grisáceos».

«Te amo, he sido cautivado por tu figura tan bella;
puesto que no vienes por gusto, te llevaré por la fuerza».
«¡Padre mío, padre mío, ya me está él tomando!
¡El gran rey de los elfos me está haciendo daño!».

El padre se estremece y cabalgando velozmente sigue,
aferrando aún con más fuerza a su hijo que gime;
finalmente llega al palacio, con gran pesar y fatiga,
y allí entre sus brazos encuentra a su hijo sin vida.


Traducción de E. Ehrendost.

Algernon Charles Swinburne - El jardín de Proserpina



Aquí, donde el mundo yace inmóvil,
aquí, donde todo movimiento parece
el tumulto de olas rotas y vientos muertos
en dudosos sueños de sueños,
observo el verde campo que crece
para el cultivo y la siembra del hombre,
para los tiempos de cosecha y de siega,
un adormilado mundo de arroyos.

Estoy cansado de las lágrimas y la risa,
y de los hombres que ríen y lloran;
de todo lo que pueda suceder en el futuro
con aquellos que siembran para cosechar;
estoy cansado de los días y las horas,
de los caídos capullos de estériles flores,
de los deseos, los sueños y el poder,
y de absolutamente todo salvo el reposo.

Aquí la vida tiene a la muerte por vecina,
y, muy lejos de la vista y el oído,
húmedos vientos y débiles olas palpitan
y frágiles barcas y espíritus navegan;
flotan a la deriva, y quienes allí zarpan
nunca saben a dónde arribarán;
pero no soplan tales vientos aquí
ni existen tales cosas en este lugar.

No crecen aquí ni matas ni sotos,
ni flores de brezo ni viñas;
sólo amapolas que jamás florecen,
verdes uvas de Proserpina
y pálidos lechos de ondulantes juncos
donde ninguna planta da fruto o flor,
salvo aquellas de las que el mortuorio vino
que beben los muertos es extraído.

Pálidos, sin número o nombre,
en infructíferos campos de maíz
se inclinan y dormitan toda la noche
hasta que el alba comienza a rayar
y, como un alma que llega tarde
sin compañía en el cielo y el infierno,
por las nubes y las nieblas atenuada
surge de las tinieblas la mañana.

Aunque uno sea fuerte como siete,
lo mismo con la muerte habitará,
y no despertará con alas en el cielo
ni llorará por tormentos en el infierno;
aunque uno sea bello como rosas,
su belleza se enturbiará y morirá,
y, por más que el amor descanse,
al final ya nada será igual.

Pálida, detrás de atrio y portal,
coronada con calmas hojas,
aguarda aquella que cosecha lo mortal
con frías e inmortales manos;
sus lánguidos labios son más dulces
que los del amor, que teme encontrarla,
para todos aquellos que la conocieron
en todo tiempo y todo lugar.

Ella espera por unos y otros,
por todo hombre que nació,
olvidándose de su madre la tierra
y de la vida de frutos y mieses;
y primavera, semilla y golondrina
levantan vuelo por ella y la siguen
a donde el canto del verano suena falso
y menospreciadas las flores son.

Allí van los amores marchitos,
los viejos amores de alas fatigadas;
hacia allí se arrastran los años idos
y todo lo que funesto pueda ser:
muertos sueños de días olvidados,
ciegos brotes que las nieves han helado,
rojos vestigios de abatidas primaveras
y secas hojas arrancadas por los vientos.

No estamos seguros de la tristeza,
y la alegría segura nunca fue;
el mismo hoy morirá mañana;
el tiempo ante nadie se detendrá;
y el amor, vuelto frágil e irritable,
con labios algo arrepentidos suspira
y con ojos llenos de olvido llora
por el que ningún amor pueda durar.

Por el excesivo amor a la vida,
por la falta de miedo y esperanza,
agradecemos en breves palabras,
a cualquier dios que pueda ser,
que ninguna vida dure para siempre,
que los muertos jamás asciendan
y que hasta el más cansado río
en algún punto llegue al mar.

Ni sol ni estrella surgirán entonces,
ni cambio alguno de luz;
ni fragor de aguas agitadas,
ni ningún sonido o visión;
ni hoja primaveral ni invernal,
ni día ni objeto diurno alguno;
tan sólo el eterno, eterno sueño
en la noche de la eternidad.


Traducción de E. Ehrendost.

Charles Baudelaire - Las flores del mal



               Spleen e ideal

                               002. El albatros

A menudo, para divertirse, los marineros suelen
atrapar albatros, grandes pájaros de los mares
que siguen, como indolentes compañeros de viaje,
al navío que se desliza sobre los abismos amargos.

No bien los arrojan sobre las planchas de cubierta,
estos reyes del cielo, torpes y avergonzados,
dejan caer lastimosamente sus grandes alas blancas,
que entonces cuelgan como remos a sus costados.

¡Qué torpe y qué débil es allí ese viajero alado!
Hace poco tan bello, ¡qué cómico y qué feo!
Uno lo provoca golpeándole el pico con una pipa;
otro imita, cojeando, la invalidez del que volaba.

El poeta es semejante a ese príncipe de las nubes
que frecuenta tempestades y se burla del arquero:
exiliado en el suelo, entre mofas y abucheos,
sus alas de gigante le impiden caminar.



                     075. Tristezas de la luna

Esta noche la luna sueña con más pereza,
como una bella mujer sobre numerosos cojines
que acaricia, con mano ligera y distraída,
el contorno de sus senos antes de dormirse.

Sobre la satinada espalda de suaves avalanchas,
moribunda, se entrega a prolongados desmayos
y pasea sus ojos por las blancas visiones
que en el azul ascienden como floraciones.

Cuando sobre este mundo, en su languidez ociosa,
alguna lágrima furtiva cada tanto deja caer,
un poeta piadoso, enemigo del sueño,

en el hueco de su mano recoge esa pálida lágrima,
fragmento de ópalo de irisados reflejos,
y en su corazón, lejos de los ojos del sol, la encierra.



                      082. El muerto gozoso

En una tierra fértil, llena de caracoles,
una fosa profunda yo mismo quiero cavar
en la que pueda tumbar mis viejos huesos
y dormir en el olvido cual tiburón en las olas.

Odio los testamentos y odio las sepulturas;
antes de implorar una lágrima a nadie,
preferiría invitar a los cuervos a ensangrentar,
aún vivo, sus picos en mi inmundo esqueleto.

¡Oh, gusanos, oscuros compañeros sin oídos ni ojos,
ved venir a vosotros un muerto libre y gozoso!
¡Vividores filósofos, hijos de la putrefacción,

pasad sin remordimiento a través de mis ruinas
y decidme si aún queda alguna tortura para este viejo
cuerpo sin alma y muerto entre los muertos!



                                  089. Spleen

Cuando el cielo bajo y grávido pesa como una losa
sobre el gimiente espíritu preso de largos tedios
y, abrazando todo el círculo del horizonte,
nos depara un negro día más triste que las noches;

cuando la tierra se ha vuelto un húmedo calabozo
en el que la Esperanza, como un murciélago,
se va dando golpes contra los muros con sus tímidas alas
y chocando la cabeza contra los pútridos techos;

cuando la lluvia, derramando sus inmensos torrentes,
imita los barrotes de una vasta prisión,
y un mudo pueblo de infames arañas viene
a tejer sus telas en el fondo de nuestras mentes;

unas campanas comienzan de pronto a sonar
con furia y lanzan al cielo un aullido espantoso,
similar al de los espíritus errantes y sin patria
que se ponen a gemir con obstinación;

y largas comitivas fúnebres, sin tambores y sin música,
desfilan lentamente por mi alma; la Esperanza,
vencida, llora; y la atroz Aflicción, despótica,
sobre mi cráneo inclinado su negro estandarte enarbola.



               Flores del mal

                          128. La destrucción

El Demonio se agita sin cesar a mi lado,
flota a mi alrededor como un aire impalpable;
lo respiro y siento que quema mis pulmones,
llenándolos de un ansia sempiterna y culpable.

Sabiendo lo mucho que amo el Arte,
toma a veces la forma de la mujer más seductora,
y con especiales e hipócritas pretextos
acostumbra mis labios a filtros degradantes.

Lejos de la vista de Dios, así me lleva,
jadeante y deshecho de cansancio,
al centro de los llanos del tedio, profundos y desiertos,

y arroja ante mis ojos llenos de confusión
vestiduras manchadas, heridas entreabiertas,
y el sangriento aparato que implica Destrucción.



                  134. Las dos buenas hermanas

La Lujuria y la Muerte son dos amables muchachas,
pródigas en besos y ricas en salud,
cuyos vientres siempre vírgenes y cubiertos de harapos
pese al cultivo eterno jamás fructificaron.

Al poeta siniestro, enemigo de las familias,
favorito del Infierno, cortesano de rentas escasas,
sepulcros y lupanares muestran bajo sus enramadas
un lecho que los remordimientos nunca han frecuentado;

y la cripta y la alcoba fecundas en blasfemias
nos ofrecen por turno, como dos buenas hermanas,
espantosas dulzuras y terribles placeres.

¿Cuándo querrás enterrarme, oh, Lujuria de brazos inmundos?
Y tú, oh Muerte, su rival en atractivos, ¿cuándo vendrás
a plantar sobre sus mirtos infectos tus siempre negros cipreces?



             138. Las metamorfosis del vampiro

La mujer, entre tanto, de su boca de fresa,
mientras se retorcía como una serpiente sobre las brasas
y se amasaba los senos sobre las ballenas de su corset,
dejaba deslizar estas palabras impregnadas de almizcle:
«Tengo los labios húmedos y conozco la ciencia
de perder en el fondo de un lecho la antigua conciencia.
Seco todas las lágrimas en mis pechos triunfantes
y hago que los ancianos rían con risas de infantes.
Sustituyo, para quien me ve desnuda y sin velos,
a la luna, al sol, a las estrellas y al cielo.
Soy, mi querido sabio, tan experta en placeres
cuando aprisiono a un hombre entre mis temidos brazos
o abandono a los mordiscos mi busto alabado,
frágil y robusta, tímida y libertina,
que, sobre estos colchones que se desmayan de emoción,
los impotentes ángeles por mí se condenarían».

Cuando hubo de mis huesos chupado toda la médula
y lánguidamente me volví yo hacia ella
para ofrendarle un beso de amor, no vi más
que un odre de flancos viscosos, rebosante de pus.
Cerré ambos ojos, en mi helado horror,
y, cuando volví a abrirlos a la viva claridad,
vi a mi lado, en lugar del poderoso maniquí
que parecía haber hecho provisión de sangre,
un esqueleto cuyos restos, entrechocándose en confusión,
producían un grito semejante al de una veleta
o cartel que, en la punta de una vara de hierro,
es balanceado por el viento en las largas noches de invierno.



                   Rebelión

                              142. Abel y Caín

                                             I
             Raza de Abel, duerme bebe y come;
             Dios te sonríe complaciente.

             Raza de Caín, arrástrate en el fango
             y muere miserablemente.

             Raza de Abel, tu sacrificio
             agrada al olfato del Serafín.

             Raza de Caín, ¿acabará
             tu suplicio alguna vez?

             Raza de Abel, ves prosperar
             tus siembras y tu ganado.

             Raza de Caín, tus entrañas
             aúllan hambrientas como un perro viejo.

             Raza de Abel, calienta tu vientre
            en tu hogar patriarcal.

             Raza de Caín, tiembla de frío
             en tu antro, ¡pobre chacal!

             Raza de Abel, ¡ama y prolifera!,
             tu oro también se multiplica.

             Raza de Caín, ardiente corazón,
             guárdate de esos apetitos.

             Raza de Abel, tú creces y roes
             como las chinches la madera.

             Raza de Caín, arrastra por los caminos
             a tu arruinada familia.

                                             II
             ¡Ah!, raza de Abel, tu carroña
             abonará el humeante suelo.

             Raza de Caín, tu tarea
             aún no ha sido terminada.

             Raza de Abel, para tu vergüenza,
            las cadenas fueron vencidas por el puñal.

             Raza de Caín, sube al cielo
             ¡y arroja a Dios sobre la tierra!



                     143. Las letanías de Satán

Oh, tú, el más sabio y más bello de los ángeles,
Dios traicionado por el destino y de alabanzas privado,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Oh, Príncipe del exilio, a quien se ha agraviado
y que, vencido, siempre más poderoso vuelves a levantarte,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que todo lo sabes, gran Rey de las cosas subterráneas,
tú, familiar sanador de las angustias humanas,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que hasta a los leprosos y a los parias malditos
enseñas mediante el amor el sabor del Paraíso,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Oh, tú, que de la Muerte, esa amante vieja y poderosa,
engendras la Esperanza, esa adorable loca,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que das al condenado esa mirada en torno al cadalso
que, arrogante y serena, a todo un pueblo condena,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que sabes en qué rincones de las tierras envidiosas
el celoso Dios ocultó sus piedras preciosas,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú cuya clara mirada conoce los profundos arsenales
en los que duerme amortajado el pueblo de los metales,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú cuya mano extendida oculta los precipicios
al sonámbulo que vaga al borde de los edificios,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que, mágicamente, haces flexibles los viejos huesos
del borracho rezagado atropellado por los caballos,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que, para consolar al sujeto frágil que sufre,
nos enseñas a mezclar el salitre y el azufre,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que pones tu marca, ¡oh, cómplice sutil!,
en la frente del Creso despiadado y vil,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Tú que pones en el corazón y los ojos de las muchachas
el culto a las heridas y el amor por los harapos,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Báculo del desterrado, lámpara del inventor,
confesor del ahorcado y del conspirador,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

Padre adoptivo de aquellos a quienes, en su negra cólera,
Dios padre del Paraíso terrenal expulsó,

¡oh, Satán, apiádate de mi enorme miseria!

                                      Oración
¡Gloria y alabanza a ti, Satán, en las alturas
del Cielo, donde reinas, y en las profundidades
del Infierno, donde, vencido, en silencio sueñas!
¡Haz que mi alma un día, bajo el árbol de la Ciencia,
cerca de ti descanse, en la hora en que sobre tu frente
como un templo nuevo sus ramas se extiendan!


Traducciones de E. Ehrendost.

Alphonse de Lamartine - Meditaciones poéticas



                              I. El aislamiento

Con frecuencia en la montaña, bajo un viejo roble,
me siento a ver tristemente la puesta del sol;
paseo entonces mis ojos al azar sobre la llanura,
cuyo cambiante espectáculo se despliega ante mí.

Aquí murmura el río de espumosas olas
y, serpenteando, se pierde en las oscuras lejanías;
allí el lago inmóvil extiende sus aguas dormidas,
en las que la estrella del ocaso se mueve por el azul.

Sobre las cimas coronadas por bosques sombríos
el crepúsculo arroja aún un último resplandor;
y el carro vaporoso de la reina de las sombras
asciende y tiñe ya de blanco los bordes del horizonte.

Mientras tanto, elevándose de la aguja gótica,
un sonido religioso se derrama por los aires;
el viajero se detiene y escucha la rústica campana
que con los últimos ruidos del día mezcla sus clamores.

Pero ante estos dulces cuadros mi alma indiferente
no experimenta ni encanto ni transporte;
yo contemplo la tierra como una sombra errante:
el sol de los vivos no ilumina a los muertos.

Llevando en vano mi vista de colina en colina,
de la aurora al poniente, del sur al aquilón,
recorro todos los puntos de la inmensa extensión
y me digo: «En ningún lugar me espera la dicha».

¿Qué me importan esos valles, palacios y cabañas,
inútiles objetos cuyo encanto se ha perdido para mí?
¡Oh, ríos, rocas, bosques, soledades tan queridas:
un solo ser os falta, y todo está desierto a mi alrededor!

Ya la vuelta del sol comience o se acabe,
con ojos indiferentes lo sigo yo en su curso;
ya en un cielo límpido o sombrío se ponga o salga,
¿qué me importa el sol? No me interesa nada del día.

Si pudiese yo seguirlo en su vasta carrera,
mis ojos verían en todos lados lo vacío y lo desolado;
no deseo nada de todo lo que él ilumina:
no pido absolutamente nada al inmenso universo.

Pero tal vez más allá de los límites de su esfera,
en lugares donde el verdadero sol ilumina otros cielos,
si pudiera yo dejar mis restos mortuorios a la tierra,
eso con lo que sueño podría aparecer ante mis ojos.

Allí me embriagaría en la fuente a la que aspiro;
allí recobraría la esperanza, el amor
y ese bien ideal al que toda alma aspira
y que no tiene nombre en la morada terrena.

¿Por qué no puedo, llevado sobre el carro de la Aurora,
vago objeto de mis deseos, lanzarme hacia ti?
¿Por qué permanezco aún en la tierra del exilio?
No hay nada en común entre este mundo y yo.

Cuando la hoja del bosque cae en la hierba,
el viento de la noche la levanta y la lleva a los valles;
dado que tanto me parezco yo a la hoja marchita,
¡portadme como a ella, tempestuosos aquilones!



                          II. El hombre (fragmento)

¡Tú, cuyo verdadero nombre el mundo aún ignora,
espíritu misterioso, mortal, ángel o demonio,
lo que quiera que seas, Byron, genio benigno o fatal:
adoro la armonía salvaje de tus conciertos
tanto como adoro el fragor del trueno y de los vientos
al mezclarse con la voz del torrente en la tormenta!
La noche es tu morada, y el horror es tu dominio;
el águila, reina del desierto, también desdeña el suelo
y, como tú, no anhela más que las rocas escarpadas
que el rayo ha golpeado y el invierno ha vuelto blancas,
las riberas cubiertas por los restos del naufragio,
o los campos ennegrecidos por los despojos de la matanza;
y, mientras el ave que canta dulcemente sus dolores
edifica al borde de las olas su nido entre las flores,
ella atraviesa la horrible cumbre del monte Athos,
suspende su aguilera sobre el abismo en sus flancos,
y allí, sola, rodeada de miembros palpitantes
y de rocas de las que sin cesar chorrea negra sangre,
encontrando su voluptuosidad en los chillidos de su presa,
y arrullada por la tempestad, se duerme jubilosa.
Y tú, Byron, al igual que esa salteadora de los cielos,
haces con tus gritos de desesperación tus más bellos conciertos;
el mal es tu altar, y tu víctima es el hombre.
Tu mirada, como la de Satán, ha contemplado el abismo;
tu alma, hundiéndose lejos de Dios y del día,
se despide de la esperanza con un adiós eterno;
y también como Satán ahora, reinando en las tinieblas,
tu genio invencible prorrumpe en cantos fúnebres,
triunfante, mientras tu voz, con una modulación infernal,
entona himnos glorificando al sombrío Dios del Mal.

                                            [...]



                              IV. El anochecer

El anochecer trae consigo el silencio.
Sentado en estas rocas solitarias,
observo, en la corriente de los aires,
el lento avance del carro de la noche.

Venus aparece en el horizonte;
a mis pies, la amorosa estrella
con su brillo misterioso tiñe
de blanco las alfombras de hierba.

Escucho estremecerse a las ramas
de esta haya de sombrío follaje,
tal como, entre los sepulcros,
sonaría el merodear de un fantasma.

De pronto, desprendiéndose del cielo,
un rayo de esa estrella nocturna
se desliza por mi frente taciturna
y acaricia mis ojos con suavidad.

¡Oh, dulce reflejo de un globo de llamas,
rayo encantador!, ¿qué deseas de mí?
¿Vienes acaso a mi pecho abatido
para traer algo de luz a mi espíritu?

¿Desciendes acaso para revelarme
el misterio divino de los mundos
y los arcanos ocultos de esa esfera
a la que te retiras durante el tiempo diurno?

¿Acaso una secreta inteligencia
hacia los desdichados te dirige?
¿Vienes acaso a brillar en la noche
sobre ellos como un rayo de esperanza?

¿Vienes acaso a develar el futuro
al corazón fatigado que lo implora?
¿Eres tú acaso, rayo divino, la aurora
del día que ya nunca habrá de terminar?

Mi corazón se enciende bajo tu claridad;
experimento transportes desconocidos
y pienso en aquellos que ya no están:
dulce luz, ¿eres acaso tú sus espíritus?

Quizás esas almas bienaventuradas
también por el bosque se deslicen.
Envuelto por sus imágenes, más cerca
de ellas creo ahora yo encontrarme.

¡Ah!, si sois vosotras, sombras amadas,
volved aquí todas las noches futuras,
lejos de la multitud y del ruido humano,
a con mis dulces ensueños mezclaros.

Traed de vuelta el amor y la paz
al seno de mi alma fatigada,
como el fresco rocío nocturno
que cae tras una ardiente jornada.

¡Venid!... Pero fúnebres vapores
por el lejano horizonte ahora ascienden;
pronto esas nubes ocultan al dulce rayo
y todo en tinieblas se sumerge.



                                      VI. El valle

Mi corazón, cansado de todo, hasta de la esperanza,
ya no importunará más al destino con sus deseos;
tan sólo dame tú, valle de mi lejana infancia,
asilo por un día para esperar la muerte sereno.

He aquí el estrecho sendero del oscuro valle;
del flanco de sus laderas penden bosques espesos
que, inclinando sobre mi frente su sombra entremezclada,
me cubren por completo de paz y de silencio.

Allá, dos arroyos ocultos bajo puentes de vegetación
serpentean trazando los contornos del valle;
mezclan un instante sus olas y sus murmullos
y no muy lejos de sus fuentes se pierden sin nombre.

La fuente de mis días también ha quedado atrás,
ha pasado sin ruido, sin nombre y sin retorno;
mas estas ondas son límpidas, mientras que mi alma afligida
jamás ha reflejado las claridades de un bello día.

La frescura de sus lechos, la sombra que los corona,
me encadenan junto a sus márgenes toda la jornada,
y, como un niño arrullado por un canto monótono,
con el murmullo de sus aguas adormécese mi alma.

¡Ah!, en este sitio, rodeado de una muralla de vegetación,
de un estrecho horizonte que es suficiente a mis ojos,
yo amo detener mis pasos, solo en medio de la naturaleza,
no viendo más que los cielos y no escuchando más que los arroyos.

He visto, sentido y amado demasiado durante mi vida;
vengo pues aquí a buscar, aún vivo, la calma del Leteo.
¡Bellos parajes!, sed para mí esas orillas donde uno olvida:
sólo podrá hacerme feliz de ahora en más el olvido absoluto.

Mi corazón está en paz, mi alma está en silencio;
expira al llegar el lejano ruido del mundo,
como un eco remoto que la distancia debilita,
transportado por el viento hasta el oído inseguro.

Desde aquí veo a la vida, como a través de una nube,
desvanecerse para mí en la sombra del pasado;
sólo el amor queda, como una imagen que perdura
tras despertarnos de un sueño que se nos ha ya olvidado.

Descansa pues, alma mía, en este asilo postrero,
como un viajero que, con el corazón esperanzado,
se sienta, antes de entrar, a las puertas de la aldea
respirando por un momento el nocturno viento perfumado.

Como él, sacudamos el polvo de nuestros pies:
el hombre por ese camino no pasa dos veces;
y, también como él, respiremos al final de la senda
esa calma que al descanso eterno precede.

Tus días, cortos y sombríos como los días de otoño,
declinan como la sombra en los montes ceñudos;
la amistad te traiciona, la piedad te abandona,
y solitaria desciendes por un sendero de sepulcros.

Mas la naturaleza aún te ama y te invita;
húndete en su seno, que ella siempre te ofrece:
cuando para ti todo cambia, ella aún es la misma,
y aún el mismo es el sol que ilumina tus días.

Entre luces y sombras ella aún te envolverá:
aparta de ti el amor a los falsos bienes que pierdes,
adora aquí el eco que adoraba el buen Pitágoras,
y presta con él tu oído a los conciertos celestes.

Sé la luz en el cielo, sé la sombra en la tierra,
vuela con el aquilón sobre las llanuras del aire,
y, con los dulces rayos del astro del misterio,
deslízate a través del bosque hacia la sombra de este valle.



                                    XIV. El lago

Así, siempre empujados hacia nuevas riberas,
arrastrados sin retorno a través de la noche eterna,
¿no podremos jamás en el océano del tiempo
                  echar ancla alguna vez?

¡Oh, lago!, el año ya casi termina su carrera
y, a las amadas aguas que ella deseaba visitar de vuelta,
¡ved!, solitario vengo yo a sentarme sobre la piedra
                  en la que antaño se sentara ella.

Así bramabas entonces bajo estas profundas rocas,
así rompías contra estos desgarrados acantilados,
y así el viento arrojaba la espuma de tus olas
                  sobre sus pies adorados.

Una noche, ¿lo recuerdas?, bogábamos en silencio;
no se escuchaba a lo lejos, entre las aguas y el cielo,
otro sonido que los rítmicos remos golpeando
                  tus oleajes armoniosos.

De pronto, unos acentos en la tierra desconocidos
despertaron los ecos de esta costa encantada;
prestó oídos el agua, y la voz de mi amada
                  dejó deslizar estas palabras:

«¡Oh, tiempo, detén tu vuelo! ¡Y vosotras,
horas propicias, suspended vuestro curso!
¡Dejadnos saborear las fugaces delicias
                  de los más bellos de nuestros días!»

»Muchos desdichados aquí abajo os imploran:
pasad, pasad para ellos, llevaos con los días
las preocupaciones que los devoran,
                  y olvidad entre tanto a los dichosos.

»Mas en vano unos momentos más os suplico:
el tiempo huye y de las manos se me escapa.
Le digo a esta noche: “Id más lento”, y la aurora
                  pronto comienza a disiparla.

»¡Amémonos, amémonos, pues! ¡De la fugaz hora
gocemos de prisa, disfrutando! El hombre
no tiene puerto y el tiempo no tiene costas:
                  él pasa, y pasamos también nosotros».

Tiempo celoso, ¿es posible que esos momentos
de embriaguez en los que el amor nos hace felices
escapen de nosotros con la misma presteza
                  con la que los días de dolor se alejan?

¿Es que no podremos ni siquiera conservar su huella?
¿Es que pasan para siempre y se pierden del todo?
¿Es que el mismo tiempo que los trae y que los borra
                  nunca más los devolverá a nosotros?

Eternidad, nada, pasado, sombríos abismos:
¿qué hacéis de los días que os engullís?
Contestad: ¿no nos devolveréis esos éxtasis sublimes
                  que nos habéis arrebatado?

¡Oh, lago, mudas rocas, grutas, lóbregos bosques,
vosotros a quienes el tiempo perdona o rejuvenece:
guardad de esa noche, guardad, bella naturaleza,
                  al menos el recuerdo!

¡Que permanezca en tu reposo y en tus tempestades,
hermoso lago, y en el aspecto de tus sonrientes laderas,
y en esos negros abetos, y en esas rocas escarpadas
                  que se inclinan sobre tus aguas!

¡Que permanezca en el céfiro que temblando pasa,
y en los sonidos que en tus costas encuentran eco,
y en el astro de plateado rostro que blanquea tu superficie
                  con su apacible claridad!

¡Que el viento que gime, que el junco que suspira,
que las ligeras fragancias de tu aire perfumado,
y que todo lo que se ve, se escucha y se respira,
                  todo diga: «Ellos se han amado»!



                                XXXV. El otoño

¡Salud, bosques coronados por un resto de verde,
amarillentas hojas esparcidas sobre la tierra!
¡Salud, últimos días bellos! El luto de la naturaleza
se adapta mejor al dolor y es grato a mis miradas.

Sigo con paso soñador el sendero solitario,
y adoro volver a ver, por una última vez,
al sol que palidece y cuya débil luz apenas atraviesa,
ante mí, la cerrada oscuridad de los bosques.

Sí: en estos días de otoño en que la naturaleza expira,
en sus vistas veladas encuentro mayores atractivos;
¡es el adiós de un amigo, la última sonrisa de labios
que la muerte pronto va a cerrar para siempre!

Así, listo para abandonar el horizonte de la vida,
llorando la desvanecida esperanza de mis largos días,
me vuelvo una vez más y, con una mirada de envidia,
contemplo los bienes de los que no he podido gozar.

¡Tierra, sol, valles, hermosa y dulce naturaleza:
os debo una lágrima al borde de mi tumba!
¡El aire está tan perfumado!, ¡la luz es tan pura!,
¡a los ojos de un moribundo el sol es tan hermoso!

Querría yo apurar ahora mismo hasta las heces
ese cáliz en el que se mezclan el néctar y la hiel;
¿puede ser que quedara aún, en el fondo de esa copa
de la que he bebido la vida, una gota de miel?

¿Puede ser que el futuro aún me reservara
algo de alegría, cuya esperanza he perdido?
¿Puede ser que, en la multitud, un alma que ignoro
hubiera comprendido a mi alma y me hubiera respondido?

La flor cae librando sus perfumes al céfiro:
a la vida y al sol esos son sus adioses;
y yo, yo muero... y mi alma, al momento de expirar,
se exhala como un son triste y melodioso.


Traducciones de E. Ehrendost.

Giacomo Leopardi - Cantos



                          XII. El infinito

Siempre me fue cara esta solitaria cumbre,
así como este bosque, que tan gran porción
del distante horizonte a mi mirada esconde.
Aquí sentado, contemplando interminables
regiones a lo lejos, un sobrehumano
silencio, una profundísima quietud
en mi mente forjo, donde poco falta
para que el corazón se encoja aterrado.
Y escuchando al viento soplar entre el follaje,
aquel infinito silencio a su voz
yo comparo, abismándome en lo eterno,
en la muerta estación y en la presente,
tan llena de vida y de murmullos. Y así,
en esta inmensidad se anegan mis pensamientos
y dulce se me hace naufragar en estos mares.



              XIII. La noche del día de fiesta

Dulce y clara es la noche, y sin viento;
y quieta sobre los tejados y los huertos
reposa la luna, revelando serena a lo lejos
la silueta de cada montaña. ¡Oh, dama mía!,
ya reina en las calles el silencio, y en escasas
ventanas refulge a esta hora el candil nocturno.
Tú duermes, pues fácil acude a ti el sueño
en tu tranquilo aposento y ninguna pena
turba tu reposo, y ni saber ni imaginar puedes
cuántas heridas has abierto en medio de mi pecho.
Tú duermes, y yo a este cielo que tan benigno
parece a la vista a saludar me asomo,
y a la antigua Naturaleza omnipotente,
que para sufrir me ha hecho. «A ti te niego
la esperanza —me dijo—, aun la esperanza,
y tus ojos nunca brillarán sino por el llanto».
Este día fue festivo, de sus diversiones
descansas; y quizás en sueños recuerdes
a cuántos gustaste y cuántos a ti te gustaron,
mas no a mí, que no espero recorrer tu mente.
Mientras tanto, me pregunto cuánta vida
me resta, caigo al suelo, grito y tiemblo.
¡Oh, días horrendos en tan juvenil edad!
¡Ay!, por la calle escucho el solitario canto
del artesano, que tarde en la noche regresa,
tras los placeres, a su pobre albergue,
y muy terriblemente se me oprime el corazón
al pensar en cómo todo en este mundo pasa
sin casi dejar huella. Así ha huido este día
de fiesta; y la festiva jornada por la vulgar
es sucedida, y pronto el tiempo se lleva
todos los humanos sucesos. ¿Dónde están
ahora los sueños de los pueblos antiguos?,
¿dónde la voz de nuestros antepasados,
y aquel gran imperio de Roma, y las armas,
y el fragor que cruzó tierra y océano?
Todo es paz y silencio, el mundo descansa
y reposa, y ya nadie se acuerda de ellos.
En mi temprana edad, cuando aún esperaba
con ansias el día de fiesta, una vez que este
había terminado, en vela, me abrazaba triste
al almohadón de plumas, y, tarde en la noche,
un canto que se oía alejarse por los caminos
muriendo poco a poco en la distancia
me estrujaba el corazón igual que ahora.



                          XIV. A la luna

¡Oh, hermosa luna!, muy bien recuerdo
que, hace ya un año, a esta colina
lleno de angustia vine yo a contemplarte,
y tú te alzabas entonces sobre aquel bosque
tal como ahora, que todo lo iluminas,
si bien más trémulo y nebuloso, por el llanto
que humedecía mis pestañas, a mi visión
se mostraba tu rostro. ¡Qué penosa era
entonces mi vida! Y en nada ha cambiado,
¡oh, mi amada luna!, mas ahora gozo
al recordar y enumerar las horas
de mi dolor. ¡Cuán grato nos parece
en el tiempo juvenil, cuando largo es el curso
de la esperanza y breve el de la memoria,
rememorar las cosas pasadas, aunque
los afanes persistan y la tristeza nos carcoma!



                       XXVIII. A sí mismo

Ahora al fin descansarás para siempre,
mi fatigado corazón. Ha muerto la última ilusión
que yo eterna creía... ha muerto. Claramente,
siento que en nosotros el caro engaño,
la esperanza y el deseo se han apagado.
Descansa para siempre: demasiado has ya
palpitado. No hay ya cosa alguna que valga
tus latidos, ni de suspiro alguno es digna
la tierra. Amargura y tedio es la vida,
no más que eso, y fango es el mundo.
Aquiétate ya; desespera por última vez.
A nuestra especie no le ha dado el destino
otra cosa más que la muerte. Despréciate
a ti mismo, desprecia la naturaleza, desprecia
el horrible poder oculto que gobierna dañoso
y desprecia la infinita vanidad de todo.



                   XXXIII. El ocaso de la luna

Así como, en la noche silenciosa,
sobre el campo plateado y las aguas
(allí donde el céfiro aletea
y las sombras lejanas
fingen mil formas vagas
y objetos engañosos
entre las tranquilas corrientes
y los setos, frondas, colinas y granjas),
en las lindes mismas del cielo,
detrás del Apenino o los Alpes,
o en el infinito seno del Tirreno,
la luna desciende, el mundo se oscurece,
las sombras se delizan,
las tinieblas desdibujan monte y valle,
y ciega queda la noche,
mientras, cantando con triste melodía,
el carretero saluda al último resplandor
de la declinante luz que hasta entonces
de su camino fuera guía,

de igual modo se aleja,
y de igual modo la edad mortal deja,
nuestra juventud. En fuga escapan
las sombras y los espejismos
del dulce engaño, y con menos frecuencia
nos visitan las lejanas esperanzas
en las que nuestra naturaleza se apoya.
Abandonada y oscura la vida queda.
Poniendo la mirada en ella,
en vano busca el confundido viajero
la meta o la razón del largo camino
que aún le resta, advirtiendo
que a sí mismo la humana sede
en verdad extraña se le ha hecho.

Muy alegre y dichosa
nuestra mísera suerte podría
parecernos si el juvenil estado,
donde todo goce es fruto de mil penas,
durase el completo curso de la vida.
Y muy duro decreto sería
aquel que a todo animal a la muerte
condena si, al mediar el camino,
no se hiciese nuestro destino
más duro que la muerte misma.
De intelectos inmortales
digna creación, extremo
de todos los males, los eternos
nos dieron la vejez, en la que hallamos
intacto el deseo, extinta la esperanza,
secas las fuentes del placer, las penas
mayores siempre, e imposible todo bien.

Vosotras, colinas y llanuras,
oculto ya el resplandor que al oeste
plateaba el velo de la noche,
no permaneceréis huérfanas
durante demasiado tiempo,
pues del otro lado pronto veréis al cielo
clarear nuevamente y al alba surgir,
a la cual pronto seguirá el sol,
que, resplandeciendo en torno
con su poderosa llama, inundará
con sus luminosos torrentes
a los etéreos campos y a vosotras.
Mas la vida mortal, una vez que la bella
juventud desaparece, ya no se colorea
nunca más con otra luz u otra aurora.
Hasta el fin permanece viuda,
y a la noche que enluta a la otra edad
le señalan los dioses la negra sepultura.


Traducciones de E. Ehrendost.

John Keats - La Belle Dame sans Merci



                                 I
Oh, ¿qué puede afligirte, caballero armado,
que vagas tan pálido y tan solitario?
El junco está marchito en el lago
y de aves no hay un solo canto.

                                 II
Oh, ¿qué puede afligirte, caballero armado,
que te ves tan macilento y tan apenado?
Lleno está el granero de la ardilla
y la cosecha ya ha sido recogida.

                                 III
En tu frente veo un lirio
humedecido de angustia y febril rocío;
y en tu mejilla una rosa desteñida
velozmente también se marchita.

                                 IV
«Encontré a una dama en el prado,
muy hermosa, una doncella de las hadas;
su cabello era largo, sus pies eran ligeros,
y salvajes sus ojos miraban.

                                 V
Hice una guirnalda para su cabeza,
y también brazaletes, y un fragante cinturón;
me miró ella al tiempo en que me amaba
y un dulce gemido profirió.

                                 VI
La senté sobre mi corcel al paso
y en todo el día ya no vi más nada,
pues hacia un lado ella se inclinaba
entonando una canción de hadas.

                                 VII
Me encontró raíces de dulce sabor,
y miel silvestre y rocío de maná;
y en una extraña lengua me dijo:
“¡Te amaré con fidelidad!”.

                                 VIII
A su gruta élfica me llevó,
y allí lloró y suspiró con aflicción,
y allí cerré sus ojos frenéticos
con cuatro largos besos.

                                 IX
Y allí me arrulló hasta que me dormí,
y allí soñé, ¡ah, presagio de tormento!,
el último sueño que jamás soñé
en la ladera del frío cerro.

                                 X
Vi pálidos reyes, y príncipes también,
pálidos guerreros, todos con una palidez de muerte;
y al verme me gritaron: “¡La Bella Dama sin Piedad
esclavizado te tiene!”.

                                 XI
Vi sus hambrientos labios en la oscuridad
en horrible advertencia abiertos,
y entonces desperté y aquí me encontré,
en la ladera del frío cerro.

                                 XII
Y es por eso que permanezco aquí,
vagando tan pálido y tan solitario
aunque el junco esté marchito en el lago
y de aves no haya un solo canto.»


Traducción de E. Ehrendost.

Edgar Allan Poe - El cuervo



En una sombría medianoche, mientras meditaba, débil y cansado,
sobre varios raros y curiosos volúmenes de saber olvidado,
y mientras cabeceaba, casi adormeciéndome, oí de pronto un golpear,
como de alguien suavemente llamando a la puerta de mi cámara.
«Es algún visitante —murmuré— golpeando a la puerta de mi cámara,
                                                                                                 sólo eso y nada más.»

¡Ah!, claramente recuerdo que fue en el frío diciembre,
y cada agonizante rescoldo proyectaba su fantasma sobre el suelo.
Con ansias esperaba yo el amanecer; en vano había buscado encontrar
en mis libros alivio de la tristeza, tristeza por la perdida Lenore,
por la preciosa y radiante doncella a quien los ángeles llaman Lenore,
                                                                                                 sin nombre aquí por siempre jamás.

Y el sedoso, triste, incierto susurrar de cada cortinado púrpura
espantábame, llenándome de fantásticos terrores nunca antes sentidos;
entonces, para el latir de mi corazón aquietar, me puse de pie repitiendo:
«Es algún visitante solicitando entrada a la puerta de mi cámara,
algún tardío visitante solicitando entrada a la puerta de mi cámara;
                                                                                                 eso es y nada más».

Entonces mi alma cobró vigor y, ya no vacilando más:
«Señor —dije— o señora, verdaderamente imploro vuestro perdón,
pero el hecho es que adormecíame yo, y tan suavemente llamasteis,
tan débilmente golpeasteis, golpeasteis a la puerta de mi cámara,
que apenas estaba seguro de que os oía», y abrí entonces la puerta;
                                                                                                 la oscuridad allí y nada más.

Escudriñando esa oscuridad, me quedé ahí preguntándome, temiendo,
dudando, soñando sueños que ningún mortal antes se atrevió a soñar;
pero el silencio no fue roto, y la quietud no delató señal alguna,
y la única palabra allí pronunciada fue el susurro de «¡Lenore!».
Eso susurré, y un eco murmuró en respuesta la palabra de «¡Lenore!».
                                                                                                 Eso únicamente y nada más.

De vuelta a la cámara volviéndome, con mi alma ardiendo en mi interior,
pronto oí nuevamente un golpear, algo más fuerte que el anterior.
«De seguro —dije—, de seguro es algo en el enrejado de mi ventana;
veamos, pues, qué es lo que allí hay y este misterio exploremos;
que mi corazón se aquiete un momento y este misterio exploremos;
                                                                                                 es el viento y nada más».
 
Bruscamente abrí los postigos, y entonces, entre revoloteos y aleteos,
se introdujo un majestuoso Cuervo de los santos días de antaño.
No realizó la menor reverencia, ni por un instante se detuvo o serenó,
sino que, con porte señorial, sobre la puerta de mi cámara se posó,
en un busto de Palas situado sobre la puerta de mi cámara se posó,
                                                                                                 se posó, se quedó quieto y nada más.

Llevando entonces esta ave de ébano mi triste fantasía a la sonrisa
por el adusto y severo decoro que su aspecto exhibía,
«Aunque tu cresta esté afeitada —dije—, sin duda no eres cobarde,
lúgubre y viejo Cuervo que vagas desde la costa nocturna;
¡dime cuál es tu nombre señorial en la costa plutoniana de la Noche!».
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

Mucho me maravilló oír a esa tosca ave hablar tan claramente,
aunque su respuesta poco significado, poca relevancia encerrara,
pues no podemos dejar de admitir que ningún ser humano vivo
ha sido aún bendecido con un ave sobre la puerta de su cámara,
un ave o bestia sobre la escultura que corona la puerta de su cámara,
                                                                                                 con tal nombre como «Nunca más».

Pero el Cuervo, solitario sobre el apacible busto, se limitó a decir
esas únicas palabras, como si su alma entera en esos vocablos vertiera.
Nada más pronunció entonces, ni una pluma sacudió entonces,
hasta que yo apenas musité: «Otros amigos se han ido antes;
en la mañana me abandonará, así como mis esperanzas se han ido antes».
                                                                                                 Entonces dijo el ave: «Nunca más».

Sorprendido al ver el silencio quebrado por respuesta tan oportuna,
«Sin duda —observé—, lo que pronuncia es su único repertorio,
sacado de algún desdichado maestro a quien el cruel Desastre persiguió
cada vez más tenazmente hasta que sus cantos llevaron un solo estribillo,
hasta que las endechas de su esperanza llevaron ese melancólico estribillo
                                                                                                 de “Nunca... nunca más”».

Pero, aún llevando el Cuervo toda mi fantasía a la sonrisa,
empujé un sillón almohadillado justo frente al ave, el busto y la puerta,
y entonces, hundiéndome en el terciopelo, me apliqué a encadenar
idea con idea, pensando en qué cosa aquella ominosa ave de antaño,
aquella lúgubre, tosca, espectral, macilenta y ominosa ave de antaño
                                                                                                 querría decir graznando «Nunca más».

Permanecí entregado a conjeturar aquello, pero sin dirigir sílaba alguna
al ave cuyos ardientes ojos ahora quemaban el centro de mi pecho;
permanecí intentando adivinar aquello y más, con mi cabeza reclinada
sobre el terciopelo del almohadón que la luz de la lámpara bañaba,
pero cuyo revestimiento de terciopelo por la luz de la lámpara bañado
                                                                                                 ella ya no presionará, ¡ah, nunca más!

El aire se tornó más denso, como perfumado por un invisible incensario
mecido por serafines cuyas pisadas tintinearan sobre el piso alfombrado.
«¡Miserable! —grité—. Tu Dios te ha prestado, por medio de estos ángeles
te ha enviado, respiro... respiro y nepente para tus memorias de Lenore;
¡bebe, oh, bebe este generoso nepente y olvida a tu perdida Lenore!».
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Profeta! —dije—, ¡criatura del mal!, ¡profeta seas ave o demonio!,
te haya enviado el Tentador o te haya empujado hasta aquí la tempestad,
desamparado si bien imperturbable, a estas desiertas tierras encantadas,
a este hogar por el Horror perseguido, dime sinceramente, te lo imploro,
si hay... si hay bálsamo en Galaad. ¡Dímelo, dímelo, te lo imploro!».
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Profeta! —dije—, ¡criatura del mal!, ¡profeta seas ave o demonio!,
por ese Cielo que hay sobre nosotros, por ese Dios que ambos adoramos,
dile a esta alma cargada de aflicción si, en el distante Aidenn,
abrazará a una santa doncella a quien los ángeles llaman Lenore,
a una preciosa y radiante doncella a quien los ángeles llaman Lenore».
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

«¡Sea esa nuestra señal de despedida, ave del demonio! —grité—.
¡Regresa a la tempestad y a la costa plutoniana de la Noche! ¡No dejes
ni una negra pluma como recuerdo de esa mentira que tu alma ha dicho!
¡Deja en paz mi soledad y abandona el busto que corona mi puerta!
¡Saca tu pico de mi corazón y aparta tu forma de mi puerta!»
                                                                                                 Dijo el Cuervo: «Nunca más».

Y el Cuervo, sin nunca volar, aún permanece, aún permanece
sobre el pálido busto de Palas que corona la puerta de mi cámara;
y sus ojos tienen toda la apariencia de ser los de un demonio que sueña;
y la luz de la lámpara, al fluir sobre él, proyecta su sombra en el suelo;
y, de esa sombra que en el suelo yace flotando, mi alma no será elevada...
                                                                                                 nunca más.


Traducción de E. Ehrendost.

Mathilde Wesendonck - Aflicciones



Sol, tú lloras todas las noches,
hasta que tus ojos enrojecen,
cuando, bañándote en el espejo del mar,
te abate prematura muerte.

Pero con tu antiguo esplendor,
gloria de este oscuro mundo,
regresas nuevamente con la aurora,
cual victorioso héroe lleno de orgullo.

¡Ah!, ¿por qué, pues, debería lamentarme,
por qué, corazón, deberías languidecer,
si hasta el sol mismo debe desesperar,
si hasta el sol mismo debe desaparecer?

Y dado que la muerte precede a la vida,
y que la alegría sucede a los dolores,
¡oh, cómo te agradezco, Naturaleza,
que me proporciones tales aflicciones!


Traducción de E. Ehrendost.

François-René de Chateaubriand - Cuadros de la naturaleza



                                     El bosque

¡Bosques silenciosos, hermosas soledades,
cómo amo recorrer vuestras umbrías ignoradas!
En vuestros oscuros parajes, soñando extraviado,
experimento una sensación libre de inquietudes.
¡Ilusiones de mi corazón!, creo ver surgir,
de los árboles y de la hierba, una dulce tristeza;
y la brisa que escucho, y que murmura suavemente
desde los confines del bosque, parece susurrar mi nombre.
¡Oh!, ¿por qué no puedo, feliz, pasar mi vida entera
aquí, lejos de los humanos? Al rumor de los arroyos,
sobre una alfombra de flores, sobre la hierba primaveral,
¡qué ignorado descanso bajo la sombra de los olmos!
Todo habla, todo me place bajo estas tranquilas bóvedas:
aquellas retamas, ornamentos de un reducto silvestre,
o esa madreselva que, alcanzada por un viento fugitivo,
de un lado a otro sus inestables guirnaldas balancea.
¡Bosques, en vuestros refugios mis deseos se complacen!
¿A qué amante alguna vez le seríais tan queridos?
Otros os hablarán sin cesar de amores ajenos;
yo por vuestros encantos solos las desolaciones prefiero.



           La primavera, el verano y el invierno

Valles del norte, onduladas praderas,
encantadoras desolaciones: mi corazón,
hecho para vosotros, siempre os busca
en su melancolía. A vuestra sola vista,
amada soledad, no sé qué cosa dulce y profunda
viene a apoderarse de mi alma conmovida.
Si fuese conocida la calma que un arroyo
a todos mis sentidos transmite con su murmullo,
esa tranquila alegría que, en soledad sobre el verde,
tantas veces he disfrutado al pie de una colina,
los amantes del frío ambiente de las ciudades
en busca de estos sencillos placeres vendrían.

Si la primavera esmalta los campos,
en un fresco rincón de este apacible valle
leo sentado bajo las ramas de los nogales,
de tronco rugoso y follaje flexible.
El dulce suspiro del ruiseñor
conquista entonces mis cautivos oídos
y, en un ensueño por encima de todo placer,
le permite flotar a mi alma fugitiva.
¿Y no surge durante el verano, en los confines
del bosque, una brisa amable y sinuosa
que, con un curso lento y voluptuoso,
sobre cada flor se detiene suspirando?
Cien veces a bordo de esa onda caprichosa
iré a dormir bajo el fragante avellano
y a con ella en pereza competir.

Bajo el sauce nutrido por tu frescura amiga,
oh, río testigo de mis suspiros,
tu paso por estos prados esmaltados ofrece,
al dulce rumor de los céfiros, la imagen de la vida.
Por valles desolados, tras atravesar estas flores,
conduces tú tus olas errantes:
así de los placeres a los dolores
pasan nuestras horas inconstantes.

Pero si con placer, al menos, de las primaveras
en nuestro curso podemos gozar,
nuestros días se alejan más dulcemente de su fuente,
llevando consigo un tierno recuerdo,
tal como tú te diriges al peñón solitario,
por estos bosques que siempre recorres,
menos triste si de estos prados tu feliz curso
logra arrebatar alguna ligera flor.

Y también el encantamiento de mi espíritu
nace y crece durante la caída de las hojas.
El aquilón llega, y uno puede ver con tristeza
al árbol solitario sobre la agreste ladera
sacudirse en medio de la tempestad.
Blancas aves, divididas en bandadas,
abandonan las costas del antiguo océano:
todas en silencio, ordenadas en hileras,
hienden el azul de un cielo melancólico.
Yo vago por los bosques con escarcha;
y, sólo interrumpido por el rumor de las hojas
que lentamente arrastro con mis pasos,
mi espíritu se recoge en sus pensamientos.

¿Quién podría creerlo? ¡Placeres solitarios,
yo os reencuentro en el gran luto de los cielos!:
el hábito de viuda embellece a la naturaleza.
Es un encanto en estos bosques sin adorno,
en estos amplios prados rodeados de verdes alisos,
donde las suaves brisas abaten la mente,
donde sobre las flores el alma sueña arrullada
por los dulces acordes del viento y el follaje;
en estos amplios prados que el aquilón siega,
lo cual place al corazón. Inclinados a la tierra
imitamos nosotros, ya marchitos o caídos,
a la hierba en invierno y a la hoja en otoño.


Traducciones de E. Ehrendost.

Lord Byron - Oscuridad



Tuve un sueño que no fue del todo un sueño.
El brillante sol se había extinguido, las estrellas
vagaban oscuramente por el eterno espacio,
sin luz y sin rumbo, y la helada tierra
giraba ciega y ennegrecida en un aire sin luna.
La mañana vino y se fue, y volvió sin traer el día;
y los hombres olvidaron sus pasiones en el terror
de su inminente ruina, mientras sus corazones
se enfriaban en una egoísta plegaria por luz.
Pronto vivieron entre hogueras: los tronos,
los palacios de los reyes, las humildes cabañas
y las moradas de todos los habitantes del mundo
ardieron como faros; ciudades fueron quemadas,
y los hombres se reunieron en torno a sus hogares
en llamas para verse una vez más a los rostros;
felices aquellos que vivían junto a los volcanes
y sus encumbradas antorchas. En el mundo
sólo quedó una tímida esperanza; los bosques
empezaron a ser incendiados, pero hora a hora
se reducían: los troncos caían con un estrépito,
se extinguían, y una vez más todo era negro.
Los rostros de los hombres bajo esa agónica luz
ofrecían un aspecto fantasmal cuando, por azar,
se veían iluminados. Algunos se echaban al suelo,
se tapaban los ojos y lloraban; otros apoyaban
sus mentones sobre sus puños y sonreían;
y otros corrían de un lado a otro, alimentaban
sus piras funerarias con más combustible,
miraban con loco desasosiego al apagado cielo,
el velo mortuorio de un mundo perdido, y de nuevo,
profiriendo blasfemias, bajaban la mirada al polvo,
hacían rechinar sus dientes y aullaban. Las aves
chillaban y, aterradas, deambulaban por el suelo,
batiendo sus inútiles alas; las fieras salvajes
se acercaban, mansas y trémulas; y las serpientes
se arrastraban y se enroscaban entre la multitud,
siseando pero sin morder; y todos eran devorados.
Y la guerra, que por un instante había cesado,
se volvió a nutrir; un alimento se pagaba con sangre,
y cada hombre se alejaba hoscamente del resto
para llenarse entre las sombras. El amor murió.
El mundo entero era un solo pensamiento: muerte,
inmediata y sin gloria. Y la agonía del hambre
se cebó en todas las entrañas; los hombres morían
y sus huesos y su carne quedaban insepultos;
los moribundos por los moribundos eran devorados;
y hasta los perros atacaban a sus amos, salvo uno
que fue leal al cadáver del suyo y mantuvo a aves,
bestias y hombres alejados hasta que el hambre
los derribaba o los muertos que caían tentaban
a sus famélicas mandíbulas. No buscó alimento,
sino que con una triste mirada, un largo gemido
y un rápido aullido desolado, lamiendo la mano
que no respondía ya con una caricia, murió.
La humanidad pereció lentamente de hambre,
pero dos habitantes de una ciudad sobrevivieron,
y eran enemigos. Se encontraron en las cercanías
de los agonizantes rescoldos de una iglesia
en la cual una gran pila de objetos sagrados
habían servido para un uso profano; temblando,
juntaron con sus heladas y esqueléticas manos
las débiles cenizas, y sus extenuados alientos
soplaron por una pequeña vida y obtuvieron
una llama que era una burla. Entonces alzaron
sus ojos, a medida que la luminosidad crecía,
y contemplaron el aspecto del otro: se vieron,
gritaron y murieron, víctimas de su mutua fealdad,
sin saber quién era aquel sobre cuya frente
el hambre había escrito «Demonio». El mundo
estaba vacío; lo populoso y lo poderoso era ahora
un despojo sin estaciones, hierbas, árboles, hombres
o vida, una mole de muerte, un caos de fría arcilla.
Los ríos, lagos y océanos permanecían inmóviles
y ya nada se agitaba en sus silentes profundidades;
naves sin marineros se pudrían en el mar
y, cuando sus carcomidos mástiles caían al agua,
se hundían en el abismo sin causar onda alguna;
las olas estaban muertas; las mareas, sepultadas;
la luna, su señora, había expirado tiempo antes.
Los vientos se habían marchitado en el aire inmóvil
y las nubes habían perecido. La Oscuridad ya no
precisaba más de su ayuda: ella era el Universo.


Traducción de E. Ehrendost.