Gottfried Bürger - El cazador salvaje



El gran señor del Rin sopló su cuerno de caza:
«¡Vamos, vamos, unos a pie, otros a caballo!».
Su feroz corcel se lanzó al galope, relinchando;
sus sirvientes salieron tras él, traqueteando;
y libres de ataduras, por entre espino y maíz,
rastrojo y matorral, ruidosamente avanzaron.

Los claros rayos de la mañana del domingo
brillaban sobre la alta cúpula de la iglesia
mientras, con un sonido hueco y poderoso,
las severas campanas convocaban a la misa:
de lejos podían oírse los hermosos cantos
de la multitudinaria y devota feligresía.

Velozmente siguió cabalgando el conde
a través de los caminos y las encrucijadas,
cuando, ¡ved!, por izquierda y por derecha
se unieron a su partida dos caballeros.
El caballo de la derecha tenía un brillo plateado;
el de la izquierda mostraba un tinte de fuego.

¿Quiénes eran estos dos jinetes extraños?
Puedo sospecharlo, pero no me atrevo a decirlo.
Afable se veía el caballero de la derecha,
de rostro suave y delicado como la primavera;
mientras que el rubio caballero de la izquierda
parecía lanzar por sus ojos rayos de tormenta.
 
«¡Bienvenido, llegas en el momento justo!
¡Bienvenido al noble ejercicio de la caza!
No existe en todo el Cielo y toda la Tierra
una actividad más placentera que esta»,
gritó golpeándose la cadera y arrojando
con júbilo su sombrero al aire el de la izquierda.

«Tu cuerno de caza no tiene hoy buen sonido
—dijo el de la derecha con dulces acentos—.
A las campanas de celebración y los coros
deberías regresar: nada bueno hoy te espera.
Escucha la advertencia del ángel bueno
y no dejes que el mal haga de ti su presa».

«¡A la caza, a la caza, mi noble señor!
—intervino de inmediato el de la izquierda—.
¿Qué campanas de celebración? ¿Qué coros?
¡Que el placer de la caza infle tu pecho!
Déjame enseñarte lo que es digno de señores
y no dejes que te engañen para privarte de ello».

«¡Ja! ¡Muy bien dicho, hombre de la izquierda!
Has defendido como un héroe mis propias ideas.
¡Que aquel que no esté hecho para esto
vaya sumisamente a rezar sus padrenuestros!
¡Que ningún mojigato religioso me moleste,
pues hoy quiero dar rienda suelta a mis deseos!».

Y con un aire ufano siguió cabalgando,
ora por las colinas, ora por los campos,
mientras, a su izquierda y a su derecha,
aún seguían su marcha ambos caballeros,
hasta que por fin a lo lejos vio aparecer
un hermoso ciervo blanco de enormes cuernos.

Con más fuerza sopló su cuerno el conde
y con más velocidad todos le siguieron.
¡Mas ved!, bajo los cascos de los caballos
uno de su séquito de sirvientes cayó muerto.
«¡Vamos a caer! ¡Vamos a caer en el Infierno!
¡No hay que consentir a los señores sus deseos!».

La presa se internó en un campo de maíz,
esperando encontrar allí un seguro refugio.
¡Mas ved!, un pobre campesino entonces salió
con lamentable aspecto al encuentro del conde.
«¡Ten piedad, querido señor, ten piedad!
¡No pisotees el amargo sudor de los pobres!».

El jinete de la derecha se adelantó de un salto
y advirtió al conde con dulzura y prudencia,
pero el jinete de la izquierda lo apremió
a seguir adelante con su salvaje carrera.
El conde despreció los consejos de la derecha
y se dejó atrapar por los ardides de la izquierda.
 
«¡Fuera del camino, perro! —gritó terriblemente
el airado conde a aquel pobre labriego—,
¡o por el diablo que verás lo que es bueno!
¡Eh, aquí, sirvientes, dejen todo y vengan!
¡Como muestra de que he dicho la verdad,
háganle restallar sus látigos en las orejas!».

¡Dicho y hecho! El noble señor se lanzó
a toda velocidad sobre las plantaciones,
y tras él, con estruendoso traqueteo,
siguieron sus sabuesos, hombres y caballos;
y sabuesos, hombres y caballos pisotearon
los tallos que todo aquel campo había dado.

La presa, acuciada por el ruido cercano,
ora por las colinas, ora por los campos,
atormentada, perseguida pero no alcanzada,
se dirigió velozmente a unos verdes prados
y allí se mezcló, para pasar desapercibida,
inteligentemente entre los mansos rebaños.

Pero de acá para allá, por campos y bosques,
y de allá para acá, por bosques y campos,
seguían su rastro los veloces sabuesos
olfateando el suelo en busca de su olor;
entonces el pastor, temeroso por su rebaño,
a los pies del conde de rodillas se hincó.

«¡Ten piedad, querido señor, ten piedad!
¡Deja al pobre ganado tranquilo y en paz!
¡Considera que pacen aquí numerosas vacas,
pertenecientes a viudas y huérfanos por igual,
que el único alivio para su pobreza son!
¡Ten piedad, querido señor, ten piedad!».

El jinete de la derecha se adelantó de un salto
y advirtió al conde con dulzura y prudencia,
pero el jinete de la izquierda lo apremió
a seguir adelante con su salvaje carrera.
El conde despreció los consejos de la derecha
y se dejó atrapar por los ardides de la izquierda.

«¡Perro atrevido, no te me interpongas!
¡Ja!, si hasta haces una mejor vaca tú
que todas las que pacen a tu alrededor
y que las brujas a las que pertenecen.
Nada complacería más a mi corazón ahora
que enviarte al otro mundo, como mereces.

»¡Eh, aquí, sirvientes, dejen todo y vengan!
¡Vamos! ¡Adelante! ¡Atrapen a esas presas!».
Y cada sabueso se arrojó de inmediato
sobre lo primero que ante sus ojos se cruzó;
chorreando sangre cayó el pastor al suelo,
y cabeza tras cabeza su rebaño le siguió.
 
Escapando a duras penas de esa furia asesina,
el ciervo siguió huyendo con paso más débil.
Salpicado de sangre y cubierto de espuma,
en la noche del bosque entonces se adentró
y encontró escondite en medio de la foresta,
en la choza de un eremita consagrado a Dios.

Y sin descanso entre el restallar de los látigos,
las voces del conde y el sonido de su cuerno,
siguió avanzando aquel salvaje enjambre
y se internó en el bosque en pos de su presa.
Entonces se les acercó con dulces acentos
el piadoso eremita frente a su humilde vivienda.

«¡Abandonad, hijos, abandonad este rastro!
¡No profanéis el santuario de nuestro Señor!
Al Cielo gime la desesperada criatura
exigiendo a Dios el castigo de su justicia divina.
¡Por última vez, escuchad mi advertencia,
o de lo contrario labraréis vuestra propia ruina!».

El jinete de la derecha se adelantó de un salto
y advirtió al conde con dulzura y prudencia,
pero el jinete de la izquierda lo apremió
a seguir adelante con su salvaje carrera.
Mas, ¡ay!, él despreció los consejos de la derecha
y se dejó atrapar por los ardides de la izquierda.

«¡Fatalidades por acá, fatalidades por allá!
—exclamó el conde—. Nada de eso me asusta.
Y, aun si estuviese ahora en el mismo Infierno,
todo ello seguiría sin importarme un bledo.
¡Por mí pueden enojarse tú y tu Dios, necio,
pues hoy quiero dar rienda suelta a mis deseos!».

Hizo restallar su látigo y sopló su cuerno:
«¡Eh, aquí, sirvientes, dejen todo y vengan!».
Mas entonces desaparecieron eremita y choza,
y hombres y caballos se desvanecieron detrás;
los sonidos de sabuesos y cascos huyeron
y todo quedó sumido en un silencio sepulcral.

Atónito miró el conde a su alrededor;
sopló su cuerno, pero este no produjo sonido;
sacudió su látigo en el aire, pero este no restalló;
llamó, pero no logró escuchar su propia voz;
espoleó a su feroz corcel en ambos flancos,
pero este ni para atrás ni para adelante se movió.

De pronto, todo se oscureció a su alrededor
y se puso tan negro como una tumba,
y un rugido como de un torrente lejano
se escuchó muy por encima de su cabeza
mientras un juez con una voz de trueno
lo llamaba con la furia de la tormenta:

«¡Tú, desvergonzado, diabólica criatura,
osado contra Dios, los animales y el hombre!
Las súplicas y los lamentos de tu presa,
junto con tu aviesa maldad y tu saña,
han llegado clamando a la alta corte
donde arde la antorcha de la venganza.

»¡Huye, monstruo, huye, pues serás ahora,
y por todo el resto de la larga eternidad,
perseguido por el Infierno y sus demonios
como ejemplo para los futuros señores
que, para satisfacer sus perversas inclinaciones,
ni al Creador ni a sus criaturas perdonen!».

Un súbito resplandor amarillo sulfuroso
tiñó entonces las oscuras hojas del bosque.
El miedo congeló los nervios del conde
y petrificó cada uno de sus miembros,
un gélido horror sopló contra su rostro
y frías gotas de sudor resbalaron por su cuello.

El gélido horror sopló, el clima se precipitó,
y de las entrañas de la tierra ante él surgió
un negro puño de gigantes proporciones;
la garra se estiró hacia él a fin de atraparlo,
intentó envolverlo como en un torbellino,
y el conde atinó a huir mirando atrás aterrado.

Llamas parpadeaban y brillaban a su paso
con fulgores rojos, amarillos y azules,
un océano de fuego lo rodeó por completo,
y pronto un enjambre de negros sabuesos
y de espantosos demonios se lanzó tras él,
vomitado desde las fauces mismas del Infierno.

Y desde entonces huye por bosques y campos,
huye sin parar aullando súplicas y lamentos,
pero sin descanso a través de todo el mundo
entre ladridos lo persigue el Infierno entero,
de día por las hondas hendiduras de la tierra,
de noche por las altas planicies del cielo.

Con el rostro siempre vuelto hacia atrás,
tan velozmente como el viento lo empuja,
él debe ver a los demonios que lo persiguen,
ferozmente azuzados por un espíritu maligno
de centelleantes ojos y caballo color fuego,
mientras los sabuesos muerden sus tobillos.

Este es el ejército de la cacería salvaje,
que durará hasta el día del juicio final
y que a menudo el viajero rezagado escucha
en medio de la noche mientras lo invade el terror,
como bien, si no prefiriesen guardar silencio,
podría atestiguarlo la boca de más de un cazador.


Traducción de E. Ehrendost.

Maurice Rollinat - Las neurosis



                 La muerta embalsamada

Para arrebatar esa muerta tan bella como un ángel
              a los atroces besos del gusano,
decidí hacerla embalsamar en una caja extraña.
              Era una noche de invierno.

Se extrajeron, de ese cuerpo rígido, lívido y helado,
              los pobres órganos difuntos,
y, en ese abierto vientre tan sangriento como vacío,
              se vertieron perfumes untuosos,

además de cloro, alquitrán y algo de cal en polvo.
              Cuando todo quedó lleno,
con una aguja de plata se procedió a coserlo
              sin dejar ni un pliegue en la piel.

Se reemplazaron sus ojos, en los que la naturaleza
              había puesto el azul de los cielos
y que la infecta podredumbre habría devorado,
              por azules ojos artificiales.

El boticario, mediante el uso de cierta resina,
              consiguió petrificarla,
y, al hacerlo, gritó exultante, apestando a la sustancia:
              «¡Ya no puede pudrirse!

»Respondo por ello. Serás horadado como vieja madera
              por los reptiles del sepulcro
antes de que la embalsamada, dura como el mármol,
              el menor fragmento haya perdido».

Estando ya en soledad, pinté sus labios violáceos
              con la esencia del carmín
y cubrí con numerosas joyas, anillos y amuletos
              su esbelto cuello y su frágil mano.

Entreabrí sus párpados y cerré su muda boca,
              lleno de asombro y de horror;
y, con aire grave, até sus pequeñas babuchas
              a sus pobres pies helados.

Envolví su cuerpo en un blanco sudario de gasa,
              desenredé sus largos cabellos
y, cayendo sobre mis rodillas, pasé del éxtasis
              al delirio atroz y nervioso.

Luego, en un intenso paroxismo de neurosis
              pesado como un plomo fatal,
ojeroso, la tendí sobre un gran montón de rosas
              en un ataúd de cristal.

El olor cadavérico había abandonado la estancia,
              y, sobre el oro y el terciopelo,
soplos de benjuí, vetiver y ámbar se difundían,
              cálidos, enervantes y densos.

Contemplé a la muerta, a mi tan amada momia,
              y, resucitando su belleza,
me atreví a imaginar que sólo estaba dormida
              en los brazos del placer.

Y en una fresca cripta a la que se llega por rampas
              de negro mármol y oro macizo,
para siempre a la luz sepulcral de las lámparas,
              debajo de un cráneo pensativo,

la muerta en su ataúd transparente y espléndido,
              burlándose de la putrefacción,
duerme, intacta y serena, cándida y amorosa,
              ante mi eterna estupefacción.


                                La lluvia

Cuando la lluvia, como una inmensa madeja
que embrolla sus interminables hilos de agua helada,
cae de un cielo negro y fúnebre como una cripta
sobre París, esa Babel escandalosa y convulsa,

yo abandono mi refugio y, sobre los puentes de hierro,
sobre el pavimento, sobre los adoquines, sobre el asfalto,
dejando mojar mi cráneo, en el que crepita un infierno,
camino con febriles pasos sin detenerme jamás.

La lluvia introduce en mi mente sueños obsesivos
que me hacen chapotear lentamente por el fango,
mientras, sombrío vagabundo, pipa entre los dientes,
sin cesar por millares de ruedas soy salpicado.

La lluvia es para mí el spleen de lo desconocido:
es por eso que tengo tanta sed de esas lágrimas delgadas
que sobre París, el monstruo del llanto continuo,
caen oblicuamente, lúgubres y calladas.

El eterno codazo de los peatones asustados
deja de enfurecerme, tanto se fermentan mis pensamientos;
y apenas si escucho a los amigos que me cruzo
balbucear con aires de verdad sus mentirosas palabras.

Mis ojos están tan perdidos, tan muertos y tan helados,
que, en el ir y venir de las sombras libertinas,
ni siquiera miro, bajo las enaguas arremangadas,
los alegres brincos de las botas elegantes.

Rumiando en voz alta poemas de hiel,
atravieso los amplios charcos y cunetas sin mirar;
y, mezclando mi tristeza con el dolor del cielo,
camino por París como si lo hiciera por un cementerio.

Entre las impuras multitudes de demonios,
me hundo en el gran laberinto, al azar y sin guía,
y aspiro entonces a pleno pulmón
la espantosa humedad de esa neblina líquida.

¡Me empapo bajo la lluvia! A su encanto asesino,
los gusanos fluyen por mi cerebro como una ola;
pues para mí, explorador de lo triste y lo malsano,
se trata de una poesía atroz que me inunda.


Traducciones de E. Ehrendost.

Arthur Machen - Verano



La vieja casa de campo en la colina había asumido un brillo rosáceo bajo la claridad crepuscular, y luego, a medida que el ocaso ascendía desde el arroyo, había comenzado a desteñirse al tiempo en que se volvía más brillante, con sus encaladas paredes reluciendo como si la luz brotara de ellas del mismo modo en que la luna resplandece cuando las nubes viran del rojo al gris.

El viejo espino del extremo del granero se había disuelto en un alto tallo negro, y sus ramas y hojas en una negra maraña que se recortaba contra el pálido e incierto azul del cielo crepuscular. Leonard elevó su mirada con un gran suspiro de alivio. Estaba posado en la escalinata del puente, y, mientras el viento se abatía desde lo alto, las ondas del agua se encrespaban en una canción más dulce y no existía otro sonido en toda la tierra. Había terminado su pipa y, aunque sabía que su habitación en la casa se abría al brillo blanco y rosáceo, no podía decidirse a abandonar la vista del irreal resplandor de los muros y la clara melodía del correr de las aguas.

El contraste de todo aquello con Londres era demasiado inmenso, algo difícilmente abarcable o incluso creíble. Apenas unas horas antes sus oídos parecían a punto de estallar con la terrible batalla de las calles, con el estruendo y el traqueteo de los grandes carros tronando sobre el empedrado, con el atroz repiqueteo de los carruajes y el pesado retumbar de los bamboleantes autobuses. Y durante el viaje sus ojos aún podían ver las apiñadas multitudes, las confusas y frenéticas corrientes de hombres que, apresurándose y atropellándose, se empujaban a este y oeste unos a otros, y que agobiaban su mente con ese movimiento constante, el interminable flujo y reflujo de pálidos rostros. Y el aire, un ardiente humo, el débil aliento enfermo de una ciudad postrada por la fiebre; y el cielo, todo un gris calor que caía sobre aquellos hombres fatigados mientras escudriñaban a través de la eterna nube de polvo que los precedía por delante y que los seguía por detrás.

Y ahora encontraba el alivio del profundo silencio y el alivio del canto de las aguas, sus ojos observaban el valle disolverse en tenue sombra, y su nariz aspiraba el inefable incienso de una noche de verano que calmaba como una medicina todo el malestar y dolor de cuerpo y mente. Humedeció sus manos con el rocío de la alta hierba y bañó su frente con sus palmas, como si toda la angustia y la corrupción de la calle hubiesen podido limpiarse para siempre de ese modo.
Intentó analizar el aroma de la noche. Las verdes hojas que echaban sombra sobre el arroyo y que oscurecían las aguas durante el mediodía lanzaban su perfume, así como la profunda hierba del prado, y una fragante brisa soplaba desde el gran arbusto que iluminaba la difusa ladera, colgando sobre la fuente. Pero la reina de los prados estaba floreciendo a sus pies, y, ¡ah!, las rosas rojas silvestres se inclinaban desde una tierra de sueños.

Finalmente, comenzó a ascender por la ladera hacia esos mágicos muros blancos que lo habían hechizado. Sus dos habitaciones estaban situadas al final de la larga y baja casa, y, aunque había un pasillo que conducía a la enorme cocina, la sala de estar de Leonard comunicaba de manera directa con el jardín, justo frente a las rosas carmesí. Podía ir y venir sin molestar a los demás moradores, o, como lo había expresado el agradable granjero, tenía una casa para sí mismo. Entró y cerró la puerta, tras lo cual encendió las dos velas dispuestas en candeleros de reluciente bronce que había sobre la repisa de la chimenea. La habitación tenía un techo muy bajo que se veía cruzado por una viga encalada; las paredes, irregulares y llenas de bultos, estaban adornadas con muestrarios y con grabados descoloridos; y en un rincón se elevaba un aparador de vidrio que guardaba porcelana pintorescamente floreada con algún olvidado patrón local.

La habitación estaba tan tranquila y llena de paz como el aire y la noche, y Leonard supo que allí, en el viejo escritorio, encontraría el tesoro que durante tanto tiempo había estado buscando en vano. Estaba cansado pero no tenía intención de irse a dormir. Volvió a encender su pipa y comenzó a ordenar sus papeles, tras lo cual se sentó ociosamente frente al escritorio pensando en la tarea, o más bien en el deleite, que se abría ante él. Entonces por su cabeza cruzó repentinamente una idea y comenzó a escribir a toda prisa, en éxtasis, temiendo que se le escapase aquello que tan afortunadamente acababa de encontrar.

A medianoche, mientras su ventana aún brillaba en la colina, dejó a un lado su pluma con el suspiro de placer propio de la tarea cumplida. En ese estado no podía irse a dormir: sintió que debía salir a vagar en la noche a fin de rastrear el sueño en el aire aterciopelado, en el rocío, en la fragancia de la oscuridad. Abrió y cerró suavemente la puerta; caminó entonces lentamente entre las rosas persas y ascendió los escalones de piedra del muro del jardín. La luna estaba escalando, esplendorosa, a su trono; debajo, a corta distancia, parecía verse la pintura de una aldea, y por encima, allende la granja, bostezaba un enorme bosque. Y, mientras pensaba en los verdes retiros que había llegado a divisar al anochecer, se sintió invadido por un gran anhelo de bosques nocturnos, por un deseo de sus tinieblas, de sus misterios bajo la luna. Tomó por el camino que había visto más temprano hasta que llegó a las lindes de la foresta; miró entonces hacia atrás y descubrió que la silueta de la casa había caído bajo el velo de la noche y se había desvanecido.

Se internó en las tinieblas, pisando suavemente, y dejó que el sendero lo condujera lejos del mundo. La noche se llenó de murmullos, de secos sonidos susurrantes; pronto pareció como si una sigilosa multitud se escondiese bajo los árboles, cada individuo siguiendo a algún otro. Leonard se olvidó de su trabajo, así como de su reciente triunfo, y se sintió cual si su alma se hubiese extraviado en una nueva esfera de tinieblas presagiada en sueños. Había llegado a un lugar remoto, sin forma ni color, hecho sólo de sombra y de penumbra. Inconscientemente, se alejó del sendero y por un tiempo debió abrirse paso a través de la espesura, luchando con ramas entrelazadas y zarzas que dificultaban sus pasos.
Finalmente logró liberarse y descubrió que había penetrado en una ancha avenida que atravesaba, según parecía, el corazón del bosque. La luna brillaba por encima de las copas de los árboles y derramaba un débil color verde sobre el camino, que ascendía hacia un amplio claro, un enorme anfiteatro abierto en medio de la arboleda. Estaba cansado, de modo que se echó en la oscuridad, al costado del herboso sendero, preguntándose si se habría topado con una ruta olvidada, con algún gran camino pisado antaño por las legiones. Y mientras yacía allí mirando, observando todo bajo la pálida luz lunar, vio que una sombra avanzaba por la hierba delante de él.

«Un soplo de viento ha de estar moviendo alguna rama a mis espaldas», pensó, pero en ese instante apareció una mujer, a la cual más sombras y blancas mujeres siguieron en enorme número.

Leonard aferró con firmeza el palo que llevaba, clavándose las espinas en la carne. Vio a la hija del granjero, la muchacha que lo había atendido pocas horas antes, y tras ella venían jóvenes con rostros similares, sin duda las tranquilas y recatadas muchachas de la aldea y de las granjas de aquella zona de Inglaterra.

Por un momento pasaron ante él, impúdicas, sin vergüenza alguna las unas frente a las otras, y luego desaparecieron.

Alcanzó a ver sus sonrisas, alcanzó a ver sus gestos, alcanzó a ver cosas que creía que el mundo había olvidado hacía muchísimo tiempo.

Las blancas figuras pasaron contoneándose y retorciéndose hacia el claro y entonces desaparecieron tras las ramas, pero él nunca tuvo duda alguna sobre lo que sus ojos habían presenciado.


Traducción de E. Ehrendost.


H. P. Lovecraft - El sabueso



Incesantemente resuena en mis torturados oídos una pesadilla de agitaciones y aleteos, y un apagado y distante ladrido similar al de un sabueso gigante. No es esto un sueño (no es, me temo, ni siquiera locura), pues demasiado ha sucedido ya como para que se me permita abrigar aún estas dudas misericordiosas.

St. John es un cadáver despedazado; sólo yo sé por qué, y lo que sé es tal cosa que estoy a punto de volarme la cabeza por puro temor a terminar igual. A través de oscuros e ilimitados corredores de horrible fantasía se arrastra la negra e informe Némesis que me empuja a la autoaniquilación.

¡Que el Cielo perdone la locura y la morbosidad que nos condujeron a un destino tan monstruoso! Cansados de las vulgaridades de este prosaico mundo, donde hasta los goces del romance y la aventura se echan a perder en seguida, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo cada movimiento estético e intelectual que prometiese un respiro para nuestro devastador tedio. En su momento, hicimos nuestros todo los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas; pero a cada nuevo estado de ánimo se le acababa demasiado pronto su absorbente novedad y atractivo.

Sólo la sombría filosofía de los decadentes podía ayudarnos, y únicamente la encontrábamos poderosa al incrementar gradualmente la profundidad y lo diabólico de nuestras penetraciones. No tardaron Baudelaire y Huysmans en perder todo encanto, hasta que finalmente sólo quedaron para nosotros los estímulos más directos de la vivencia personal de experiencias y aventuras antinaturales. Fue esta espantosa necesidad emocional lo que nos llevo por último a ese detestable derrotero que aun en mi actual temor menciono con vergüenza y timidez... ese atroz y extremo acto de ultraje humano que es la abominable práctica de saquear tumbas.

No puedo revelar los detalles de nuestras horrorosas expediciones, ni catalogar, siquiera parcialmente, los peores de los trofeos que adornaban el innominable museo que montamos en el gran edificio de piedra en el que morábamos, solos y sin servidumbre. Este museo era un sitio blasfemo e inimaginable, en el cual, con el satánico gusto de coleccionistas neuróticos, habíamos armado un universo de terror y corrupción destinado a excitar nuestros hastiados sentidos. Se trataba de una habitación secreta, situada muy por debajo en el subsuelo, en la que enormes demonios alados, esculpidos en basalto y ónice, vomitaban por sus abiertas fauces luz verde y anaranjada mientras ocultos tubos neumáticos agitaban, en calidoscópicas danzas de muerte, las filas de rojos seres cadavéricos que, tomados de la mano, había bordados en voluminosos tapices negros. Por estos mismos tubos llegaban, a nuestra voluntad, las fragancias que nuestro estado de ánimo anhelara: a veces, el perfume de pálidos lirios funerarios; otras, el narcótico incienso de imaginarios relicarios orientales consagrados a los reyes muertos; y otras (¡cómo me estremezco al recordarlo!), los espantosos y nauseabundos hedores del sepulcro exhumado.

En los muros de esta repelente cámara se alternaban ataúdes de antiguas momias, atractivos cadáveres que parecían vivos, perfectamente disecados y curados por el arte de la taxidermia, y lápidas sustraídas de los más viejos cementerios del mundo. Por todos lados había numerosos nichos que contenían cráneos de todo tipo y cabezas preservadas en distintos grados de disolución. Era posible encontrar allí desde las putrefactas calvas de célebres nobles hasta las frescas y radiantemente doradas cabezas de niños recién enterrados.

Había estatuas y pinturas, todas sobre temas demoníacos, y algunas de ellas incluso realizadas por mí y St. John. Un portafolio cerrado, hecho de carne humana curtida, contenía ciertos dibujos desconocidos e innombrables que, según se decía, había perpetrado Goya, aunque jamás se había atrevido a reconocer como propios. Había nauseabundos instrumentos musicales de cuerdas y de viento, tanto metales como maderas, con los cuales a veces producíamos disonancias de exquisita morbosidad y cacodemoníaco horror, mientras que en una multitud de armarios de ébano taraceado descansaba la más increíble e inimaginable variedad de trofeos sepulcrales jamás reunidos por la locura y la perversidad humanas. Pero es de este trofeo en particular que no debo hablar... ¡gracias a Dios tuve el valor de destruirlo mucho antes de pensar en destruirme yo!

Las excursiones predatorias en las que recogíamos nuestros inmencionables tesoros eran siempre eventos artísticamente memorables. No éramos profanadores vulgares, sino que trabajábamos sólo bajo determinadas condiciones de estado de ánimo, paisaje, ambiente, clima, estación y luz lunar. Estos pasatiempos eran para nosotros la más exquisita forma de expresión artística, y poníamos en cada detalle un meticuloso cuidado técnico. Una hora inapropiada, un mal efecto de luz o una manipulación torpe de la tierra húmeda podían casi destruir por completo para nosotros esa extática vibración consiguiente a la exhumación de algún ominoso y perverso secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y de condiciones emocionantes era febril e insaciable; St. John era siempre el líder, y fue él quien guio finalmente el camino a ese blasfemo y maldito sitio que nos acarreó nuestra atroz e inevitable condena.

¿Por qué maligna fatalidad fuimos atraídos a aquel terrible cementerio holandés? Creo que fueron esos oscuros rumores y leyendas, las historias que hablaban de uno, enterrado allí desde hacía cinco siglos, que en sus tiempos había sido también profanador y que había robado un poderoso objeto de cierto sepulcro abominable. Aún puedo recordar la escena en estos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando largas y horribles sombras; los grotescos árboles, inclinándose lúgubremente hacia la descuidada hierba y las desmoronadas losas; las vastas legiones de murciélagos asombrosamente grandes, que volaban por delante del disco de la luna; la antigua iglesia cubierta de hiedra, apuntando con un enorme dedo espectral hacia el lívido cielo; los insectos fosforescentes danzando, como fuegos fatuos, bajo los tejos en un rincón distante; el aroma a moho, a vegetación y a cosas menos explicables, mezclándose débilmente con el viento nocturno proveniente de pantanos y mares; y, lo peor de todo, el apagado y grave ladrido de un sabueso gigante que no podíamos ni ver ni aun localizar con precisión. Al oír esta especie de ladrido nos estremecimos, recordando las historias de los campesinos; pues ese a quien buscábamos había sido hallado siglos antes, en aquel mismo lugar, destrozado y mutilado por las garras y los dientes de una desconocida bestia infernal.

Recuerdo cómo cavamos en la tumba del profanador con nuestras palas, y cómo nos emocionábamos constantemente ante el cuadro de nosotros mismos, la sepultura, la pálida luna observadora, las horribles sombras, los grotescos árboles, los titánicos murciélagos, la antigua iglesia, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos hedores, el gimiente viento de la noche y aquel singular, apagado, inubicable ladrido, de cuya existencia objetiva apenas podíamos estar seguros.

De pronto dimos con una sustancia más dura que la húmeda tierra y descubrimos una podrida caja oblonga, toda incrustada con sedimentos minerales de esa tierra tanto tiempo sin turbar. Era increíblemente resistente, pero al mismo tiempo tan vieja que, finalmente, pudimos abrirla con una palanca y contemplar con deleite lo que contenía.

Era mucho (asombrosamente mucho) lo que allí quedaba a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque aplastado en diversos sitios por las mandíbulas de aquello que le había causado la muerte, se conservaba unido con sorprendente firmeza, y con maligna satisfacción observamos esa blanca y limpia calavera, con sus largos dientes y esas vacías órbitas que alguna vez habían brillado con una fiebre sepulcral similar a la que entonces iluminaba nuestros ojos. En el interior del ataúd hallamos un amuleto de curioso y exótico diseño que, al parecer, el difunto había llevado alrededor del cuello. Se trataba de la figura, singularmente convencionalizada, de un agazapado sabueso alado, o bien una esfinge de rostro canino, y estaba exquisitamente tallado, a la antigua manera oriental, en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era en extremo repelente y sugería a un tiempo la muerte, la malevolencia y la bestialidad. Alrededor de la base había una inscripción en caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y debajo, como sello de artesano, tenía grabada una grotesca y formidable calavera.

Apenas descubrimos este amuleto, supimos que debía ser nuestro, que ese tesoro era por sí solo el lógico tributo que nos correspondía de aquella sepultura secular. Aun si sus contornos no nos hubiesen resultado familiares, lo habríamos codiciado igual; pero al examinarlo con mayor atención habíamos advertido que no nos era del todo desconocido. Era ajeno, naturalmente, a todo el arte y la literatura que los lectores sanos y equilibrados conocen, pero nosotros lo reconocimos como cierto objeto aludido en el prohibido Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred: era el espantoso símbolo espiritual del culto a los devoradores de cadáveres practicado en la inaccesible Leng, en el Asia Central. Demasiado bien reconocimos los rasgos descriptos por el viejo demonólogo árabe; rasgos, según él, tomados de cierta manifestación oscura y sobrenatural de las almas de aquellos que turbaron y royeron a los muertos.

Apoderándonos del objeto de verde jade, echamos una última mirada al blanquecino rostro de su dueño, al silencio de sus vacías órbitas, y cubrimos la sepultura, dejándola tal como la habíamos encontrado. Mientras nos alejábamos apresuradamente de aquel abominable lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, nos pareció ver descender masivamente a los murciélagos sobre la tierra que acabábamos de profanar, como buscando algún alimento impío y maldito. Pero la luna otoñal brillaba pálida y débil, por lo que no pudimos estar completamente seguros.

Del mismo modo, mientras navegábamos al día siguiente de Holanda hacia nuestro país, nos pareció oír aquellos distantes y apagados ladridos de un sabueso gigante en el horizonte. Pero el viento otoñal gemía triste y funesto, por lo que no pudimos estar completamente seguros.

Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra, comenzaron a suceder cosas extrañas. Vivíamos como reclusos, carentes de amistades, solos y sin servidumbre, en unas pocas habitaciones de una antigua casa solariega ubicada en un páramo deshabitado y poco frecuentado, de modo que muy rara vez era nuestra puerta turbada por la llamada del visitante.

Ahora, sin embargo, habíamos empezado a ser molestados por lo que parecía ser un constante tantear en la noche, no sólo en las puertas, sino también en las ventanas, tanto en las de arriba como en las de abajo. En una ocasión, nos pareció que un cuerpo grande y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca por la que la luz lunar penetraba; en otra, creímos oír un sonido de aleteos no muy lejos del edificio. En ambos casos, la inspección no reveló nada, y comenzamos a atribuir aquellos fenómenos a nuestra imaginación, que aún prolongaba en nuestros oídos el apagado y lejano ladrido que habíamos creído escuchar en el cementerio holandés. El amuleto de jade descansaba ahora en un nicho de nuestro museo, y a veces encendíamos velas de extrañas fragancias ante él. Leímos mucho en el Necronomicon de Abdul Alhazred sobre sus propiedades, así como sobre la relación existente entre las almas de los espectros y los objetos que simbolizaba, y aquello que leímos nos llenó de inquietud.

Entonces sobrevino el horror.

En la noche del 24 de septiembre de 19..., oí un golpe en la puerta de mi cámara. Imaginando que era St. John, le manifesté que podía entrar, pero sólo obtuve como respuesta una carcajada estridente. No había nada en el corredor. Cuando saqué a St. John de su sueño, confesó una entera ignorancia sobre el episodio y se sintió tan turbado como yo. Fue la noche en que los apagados y distantes ladridos sobre el páramo se convirtieron para nosotros en una cierta y pavorosa realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos hallábamos ambos en el museo oculto, percibimos un débil y cauteloso arañaren la única puerta, que conducía a la secreta escalera en espiral de la biblioteca. Nuestra alarma se dividió, pues, además de nuestro miedo a lo desconocido, siempre habíamos abrigado el temor de que nuestra horrenda colección fuese descubierta. Extinguimos todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos de golpe; notamos entonces una inexplicable ráfaga de viento, y oímos, como alejándose velozmente, una singular combinación de susurros, risas contenidas y murmullos articulados. No intentamos determinar si estábamos locos, soñando o en nuestro sano juicio. Sólo comprendimos, con la más negra de las inquietudes, que esos susurros aparentemente espirituales habían sido, sin lugar a dudas, en holandés.

En adelante vivimos sumidos en crecientes horror y fascinación. Casi siempre nos aferrábamos a la teoría de que estábamos enloqueciendo ambos a causa de nuestra vida cargada de emociones antinaturales; pero a veces nos satisfacía más dramatizar considerándonos las víctimas de alguna oscura y aterradora maldición. Las manifestaciones extrañas se habían vuelto demasiado frecuentes para que fuese posible enumerarlas. Nuestra solitaria residencia parecía cobrar vida con la presencia de algún maligno ser cuya naturaleza no podíamos determinar; y, noche tras noche, aquel demoníaco ladrido nos llegaba desde el páramo arrasado por el viento, más y más alto cada vez. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda, debajo de la ventana de la biblioteca, una serie de huellas por completo indescriptibles. Eran tan desconcertantes como las hordas de enormes murciélagos que aleteaban en torno a la vieja casa solariega en cantidades inusitadas y crecientes.

El horror llegó a su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, mientras regresaba de noche a casa desde la lúgubre estación del ferrocarril, fue atacado por alguna espantosa bestia carnívora que lo dejó totalmente despedazado. Sus gritos llegaron hasta la casa, y yo acudí corriendo al lugar del terrible suceso justo a tiempo para oír un batir de alas y ver una vaga y turbia silueta negra recortándose contra la luna ascendente.

Mi amigo agonizaba cuando le hablé y no fue capaz de responderme con coherencia. Todo lo que pudo hacer fue susurrar: «El amuleto... el maldito amuleto...». Luego expiró, una masa inerte de carne desgarrada.

Le di sepultura al día siguiente, a medianoche, en uno de nuestros jardines abandonados, y musité sobre su cadáver uno de los ritos satánicos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última de las demoníacas frases, oí a lo lejos, en el páramo, el apagado ladrido de un sabueso gigante. La luna estaba en lo alto, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi, en el páramo tenuemente iluminado, una nebulosa sombra saltando de montículo en montículo, cerré mis ojos y me arrojé al suelo boca abajo. Al levantarme, tembloroso, no sé cuánto tiempo más tarde, entre tambaleándome en la casa y me puse a hacer espantosas reverencias ante el relicario donde se hallaba el amuleto de jade verde.

Temeroso ahora de vivir solo en la antigua casa del páramo, partí un día después hacia Londres, llevando conmigo el amuleto y tras haber quemado y enterrado el resto de la impía colección del museo. Pero tres noches más tarde oí los ladridos nuevamente, y antes de que transcurriese una semana comencé a sentir que unos ojos extraños me vigilaban incesantemente durante las horas de oscuridad. Una noche, mientras paseaba por el dique Victoria a fin de respirar un poco de aire fresco, vi que una forma negra oscurecía uno de los reflejos de las luces en el agua. Un viento más fuerte que la brisa nocturna comenzó a soplar, y supe que lo que le había sucedido a St. John pronto me sucedería a mí.

Al día siguiente, envolví cuidadosamente el amuleto de jade verde y me embarqué hacia Holanda. No sabía que misericordia podría conseguir restituyendo aquel objeto a su silencioso y durmiente dueño, pero sentía que debía intentar cualquier cosa que pareciese lógica. Qué era exactamente aquel sabueso, y por qué me perseguía, eran para mí cuestiones aún vagas; pero había oído sus ladridos por primera vez en el cementerio holandés, y todos los eventos posteriores, incluidos los agónicos susurros de St. John, me habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. Por eso fue que me hundí en los más profundos abismos de desesperación cuando, en una posada de Rotterdam, descubrí que unos ladrones me habían despojado de mi único medio de salvación.

Los ladridos se oyeron alto esa noche, y por la mañana leí algo sobre un horrible suceso acaecido en el barrio más ruin de la ciudad. La chusma estaba alterada, pues sobre una vivienda de mala reputación se había abatido una muerte roja que estaba más allá de los más pérfidos crímenes hasta entonces cometidos en la vecindad. En una sórdida guarida de ladrones, una familia entera había sido despedazada por algo desconocido que no había dejado rastro alguno, y los que vivían cerca de allí afirmaban haber oído durante toda la noche unos ladridos apagados, profundos e insistentes similares a los de un sabueso gigante.

Finalmente, me encontré una vez más en aquel malsano cementerio sobre el cual una pálida luna invernal proyectaba horribles sombras, los desnudos árboles se inclinaban melancólicamente hacia la marchita hierba helada y las agrietadas lápidas, la iglesia cubierta de hiedra apuntaba con un blasfemo dedo hacia el cielo hostil, y el viento nocturno, proveniente de fríos pantanos y gélidos mares, aullaba maniáticamente. Los ladridos se escuchaban muy débilmente ahora, y cesaron por completo en cuanto alcancé aquella antigua tumba que una vez habíamos violado y espanté con mi presencia una horda anormalmente numerosa de murciélagos que aleteaba de manera muy curiosa en torno a ella.

No sé a qué había ido, salvo tal vez a rezar o a balbucear súplicas y disculpas ante la calma figura blanca que yacía allí enterrada; pero, cualquiera fuera la razón, ataqué la tierra semihelada con una desesperación en parte mía y en parte debida a alguna dominante voluntad ajena a mí. La excavación resultó mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un momento sufrí una curiosa interrupción: un famélico buitre se precipitó desde el frío cielo y comenzó a picotear frenéticamente la tierra hasta que lo maté con un golpe de mi pala. Finalmente, llegué a la pútrida caja oblonga y aparté la húmeda tapa nitrosa. Este fue el último acto racional que ejecuté en mi vida.

Pues, acurrucado en el interior de aquel ataúd secular, y abrazado por un apretado y pesadillesco séquito de enormes y nervudos murciélagos dormidos, yacía el huesudo ser al que mi amigo y yo habíamos robado, sólo que ahora no estaba limpio y plácido como lo habíamos visto entonces, sino todo cubierto de sangre, jirones de carne ajena y pelo, mirándome de manera consciente con cuencas fosforescentes y dedicando, con agudos colmillos manchados de sangre fresca, una retorcida sonrisa a mi inevitable condena. Y cuando de aquellas burlonas fauces brotó un profundo y sardónico ladrido similar al de un sabueso gigante, y advertí que apretaba entre sus sucias y sangrientas garras el fatal amuleto de jade verde extraviado, comencé a gritar y eché a correr insensatamente, mis gritos prontos a disolverse en ataques de histérica risa.

La locura cabalga sobre el viento estelar... garras y dientes se afilan en siglos de cadáveres... una muerte goteante viaja entre una bacanal de murciélagos surgidos de las negras ruinas nocturnas de templos sepultados de Belial... Ahora, mientras los ladridos de aquella muerta monstruosidad descarnada resuenan más y más alto a cada instante, y el furtivo aletear de esos malditos seres describe círculos más y más estrechos en torno a mí, buscaré con mi revólver el olvido que es el único refugio que me queda ante lo innominado e innominable.


Traducción de E. Ehrendost.