Petrarquismo oscuro italiano y francés



Francesco Petrarca


¡Oh, pasos errantes; oh, voluble mente;
oh, tenaz memoria; oh, brutal ardor;
oh, poderoso deseo; oh, débil corazón;
oh, ojos míos, ya no ojos sino fuentes;

oh, laurel que honráis sienes famosas,
una sola insignia para dos clases de valor;
oh, fatigosa vida; oh, dulce error
que me hacéis frecuentar montes y costas;

oh, bello rostro en el que Amor depositó
las bridas y espuelas que me someten
y contra las cuales en vano es rebelarse;

oh, almas gentiles y amorosas, si las hay,
y vosotras que sólo polvo y sombra sois:
venid y ved si hay mal que al mío iguale!



Isabella di Morra


¡Una vez más ahora, oh, valle infernal,
oh, altas rocas en ruinas, oh, río alpino,
oh, espíritus de toda virtud desprovistos,
oiréis mis llantos y mi tristeza inmortal!

¡Oídme, oh, montañas, oh, cavernas,
por donde quiera que vague o descanse,
pues Fortuna, para mí nunca estable,
hora a hora mis eternos males acrecienta!

¡Cuando me oigáis llorar noche y día,
oh, fieras, oh, rocas, oh, grutas solitarias,
oh, bosques vírgenes, oh, tristes ruinas,

oh, aves nocturnas, y escuchéis mis quejas,
llorad conmigo de manera ininterrumpida
por mis penas, mayores a las de cualquiera!



Joachim du Bellay


El dulce sueño me concede paz y placer,
el despertar sólo me trae dolor y guerra;
lo falso me agrada, lo real me atormenta;
al día debo todo mal, a la noche todo bien.

Si esto es así, que muerta y enterrada
quede en mí la realidad para siempre:
¡oh, felices aquellos animales cuyos ojos
no abandonan el reposo por seis meses!

Que el sueño se parezca a la muerte
y que la vigilia se asemeje a la vida
no es algo que yo diga ni tampoco crea;

mas, de ser cierto, puesto que esta vida
me daña más que la muerte, ¡oh, Muerte,
ven y cierra mis ojos en una noche eterna!



Pierre de Ronsard


¡Ah, largas noches de invierno de mi vida agonizante,
concededme algo de paciencia y dejadme al fin descansar!
Con sólo oír vuestro nombre, sudores y temblores
recorren todo mi cuerpo, tan crueles me habéis sido.

El sueño, por leve que sea, no visita ya con sus alas
mis ojos siempre abiertos, no me es posible afirmar
párpado sobre párpado, y no hago más que gemir,
sufriendo como Ixión torturas y tormentos sin fin.

Vieja sombra de la tierra, otrora sombra del Infierno,
tú que me has abierto los ojos con una cadena de hierro
mientras en el lecho me consumo azotado por mil espinas:

para ahuyentar mis dolores tráeme al fin la muerte.
¡Ah, Muerte, puerto común y consuelo de los hombres,
con manos juntas te suplico que sepultes mi agonía!



Flaminio de Birague


Desesperado, totalmente cansado de la vida,
camino a largos pasos por el doloroso sendero
del espantoso Orco, a donde el severo hado
ha desde la cuna a mi juventud condenado.

Aquí, el terror de la noche oscura y tenebrosa
y el espeluznante horror del sombrío Aqueronte,
junto con todos los tormentos del negro Hades,
colman mi cabeza de una manía ingobernable.

Cielo, ¿por qué me has hecho nacer aquí abajo
para sufrir mil castigos peores que la muerte
y morir sin morir mil veces en una hora?

¡Ay!, ¡aplaca siquiera un poco tu injusto rigor
o, para liberarme al fin de mi lóbrega tristeza,
déjame morir ya, así muere también mi dolor!



Tristan l'Hermite


Lugar melancólico en que los espíritus en pena
cada noche se lamentan de sus adversidades
y murmuran sin cesar sobre las necesidades
que los empujan a errar entre tumbas decrépitas.

Aquí, huesos apilados y viejas piedras parlantes
que preservan nombres para la posteridad
rinden testimonio de la vida y su fragilidad
para censurar el orgullo de las almas arrogantes.

¡Oh, tumbas, pálidos testigos del riguroso destino
a donde en secreto vengo a dialogar con la Muerte
de un amor que no veo bien recompensado,

vosotras llenáis las almas de espanto y horror;
mas el objeto más dulce que me viene a la mente
es aún más triste y funesto que todo cuanto sois!


Traducciones de E. Ehrendost.

Charlotte Smith - Sonetos elegíacos



             En las ruinas de una capilla desierta

Veloces flotan las henchidas nubes a través del cielo,
   aterrada bajo la tormenta la tierra parece temblar,
mientras que sólo los seres infortunados como yo
   buscan los helados horrores de la feroz tempestad.

Ni aun alrededor de las ruinas, en busca de alimento,
   el famélico búho osa emprender su nocturno vuelo,
ni tampoco en su cueva, en lo profundo del bosque,
   el zorro se atreve a enfrentar la furia de los elementos.

Pero agradable a mi corazón es este oscuro temporal
   que me mantiene lejos de un mundo que deseo evitar:
ver a la Ruina abatir sobre las tumbas sus estragos
   se aviene a la melancólica tristeza de los desdichados;

ni son esta profunda oscuridad y estos cortantes vientos
tan negra como mi destino o fríos como mis tormentos.


                                A la luna

¡Oh, reina del arco plateado!, bajo tus pálidos rayos,
   sola y pensativa, amo salir a vagar sin rumbo
para observar tu sombra temblando en la laguna
   o seguir a las nubes que por tu senda se cruzan.

Mientras así te contemplo, tu dulce y plácida luz
   derrama una suave calma sobre mi pecho agitado,
y, ¡oh, bello planeta de la noche!, a menudo pienso
   que en tu esfera los miserables encuentran sosiego.

Quizás todos los que sufren en la tierra asciendan,
   al ser liberados por la muerte, a tu benigno orbe
y los infortunados hijos de la Desesperación y la Pena
   olviden, estando en ti, la copa de su tristeza terrena.

¡Oh, quisiera pronto en tu sereno mundo dejar detrás,
pobre peregrina desdichada, este escenario de pesar!


Traducciones de E. Ehrendost.

Thomas Chatterton - Elegía



Apesadumbrado busco la umbría solitaria
   donde la lóbrega Contemplación vela la escena;
el oscuro retiro, rodeado de ramas sin hojas,
   donde la mórbida Tristeza humedece la hierba;

las tenebrosas ruinas de la abadía sagrada,
   pisada antaño por los hijos de la Superstición,
donde ahora unos suelos musgosos delatan
   que conocemos más, pero adoramos menos, a Dios.

Allí, mientras afligido recorro una sombría nave,
   a través de una amplia ventana ahora despojada
de sus misteriosas tracerías el lejano bosque
   y las oscuras aguas del Avon cautivan mi mirada.

Mas pronto el velo del anochecer se despliega
   y el azul asume poco a poco un tinte azabache;
las fascinantes vistas comienzan a desvanecerse
   y la Naturaleza parece llorar su lento disiparse.

El Miedo repta en silencio por la penumbra,
   se sobresalta con cualquier hoja que cruje,
mira a todos lados y, aterrado al ver las tumbas,
   preso de todas las agonías del Infierno huye.

Los arroyos fluyen entre lastimeros murmullos;
   y, con un incesante chillido, el ave de mal agüero
arrulla la mente al sueño de la contemplación
   y despierta el alma a melancólicos pensamientos.

Una sombría quietud se adueña de todo el lugar;
   tras las nubes, un brillo mortecino la luna emite;
pesaroso busco el valle y la colina en tinieblas;
   por donde quiera que vague, la tristeza me sigue.


Traducción de E. Ehrendost.

Poemas sobre la leyenda de Lorelei



Clemens Brentano - Lorelei


En Bacharach, junto al Rin,
moraba antaño una hechicera.
Era muy hermosa, y había roto
muchos corazones su belleza.

Arrastraba a todo caballero
a la vergüenza y al dolor:
no había rescate para quien caía
en las garras de su amor.

El obispo la llamó para poner
fin a esa espiritual violencia,
mas terminó perdonándola
al descubrir que era tan bella.

Con piadosos acentos le dijo:
«¡Pobre Lorelei! Dime, hija mía,
¿quién te ha obligado a realizar
esas malignas hechicerías?».

«Señor obispo, déjeme morir,
de la vida estoy ya cansada,
pues perece todo aquel
que contempla mi mirada.

»Mis ojos son dos llamas,
mi brazo es una vara mágica.
¡Oh, arrójeme a las llamas!
¡Oh, quiebre esa vara mágica!».

«No puedo al fuego condenarte
en tanto no me digas la razón
de por qué entre esas llamas
arde ya mi pobre corazón.

»Ni puedo romper tu vara,
¡oh, hermosa Lorelei!,
pues al hacerlo rompería
mi pobre corazón también».

«Señor obispo, no se burle
de mí de manera tan malvada,
y pida a Dios que tenga
misericordia de mi alma.

»Ya no quiero vivir más;
del amor me he despedido.
Deme por fin la muerte,
pues para eso he venido.

»Mi amado me abandonó,
traicionando mi confianza,
y se marchó lejos de aquí,
a vivir en tierras extrañas.

»Ojos tiernos y salvajes,
mejillas rojas y blancas,
palabras dulces y suaves:
en ello consiste toda mi magia.

»Yo misma soy mi víctima:
en dos mi corazón se parte,
y deseo perecer de dolor,
cuando veo mi propia imagen.

»Deje que se haga justicia
y deme una muerte cristiana,
pues ya nada tiene sentido
desde que he sido abandonada».

A tres caballeros llamó él:
«Llévenla a su convento.
¡Ve, Lorelei! Consagra a Dios
tu alma sin consuelo.

»Toma los hábitos de monja,
vístete de blanco y negro,
y prepárate en la tierra
para tu destino eterno».

Al convento cabalgaron
entonces los tres caballeros
con la hermosa Lorelei
cabizbaja en medio de ellos.

«Oh, caballeros, permítanme
subir a esa roca elevada:
quiero al castillo de mi amado
echar una última mirada.

»Quiero ver por última vez
el Rin y sus hermosas ondas,
y luego iré al convento
para de Dios ser virgen novia».

Muy empinada era la roca,
su pared era muy escarpada,
sin embargo ella la escaló
hasta su cumbre más alta.

Los tres caballeros ataron
sus caballos en el valle debajo
y comenzaron a escalar
también hasta lo más elevado.

Dijo entonces la doncella:
«Allí en el Rin veo un barco:
quien viene a bordo de él
tiene que ser mi amado.

»Mi corazón estalla de alegría:
¡allí viene sin duda mi amor!».
Entonces se inclinó en la roca
y a las aguas del Rin se precipitó.

Incapaces de descender,
los caballeros también murieron,
sin sacerdote para sus almas
y sin tumba para sus cuerpos.

¿Quién cantaba esta canción?
Un piloto del Rin, un barquero
cuyo canto resonaba siempre
en la Roca de los Tres Caballeros:

«¡Lorelei!
¡Lorelei!
¡Lorelei!»,
como si lo repitiesen ellos tres.



Joseph von Eichendorff - Diálogo en el bosque


«Cae la noche, se está poniendo fresco,
¿por qué cabalgas por el bosque así sola?
El camino es largo y no tienes compañía,
¡yo te llevaré a tu casa, hermosa novia!».

«Grande es la malicia de los hombres,
el dolor ha roto mi ultrajado corazón,
el cuerno de caza resuena aquí y allí,
¡oh, huye!, pues no sabes quién soy yo».

«Tan ricos adornos hay en ti y tu corcel,
tan increíblemente bella es tu joven figura,
que ahora te reconozco: ¡Dios me proteja!
¡Tú no eres sino Lorelei, la infame bruja!».

«Bien me conoces: desde su alta roca,
mi castillo mira silencioso al río Rin.
Cae la noche, se está poniendo fresco,
¡y de este bosque no volverás a salir!».



Heinrich Heine - Lorelei


No sé cuál es la razón, si una hay,
por la que tan triste me encuentro,
pero no puedo sacar de mi mente
una leyenda de los viejos tiempos.

El aire está fresco mientras anochece,
el Rin fluye con aguas tranquilas,
y el pico de la montaña resplandece
bajo las últimas luces del día.

Una doncella se sienta allí en lo alto,
una criatura de maravillosa belleza;
sus doradas alhajas fulguran
mientras sus dorados cabellos peina.

Se peina con un peine dorado
y una canción empieza a cantar;
mas existe un diabólico poder
en esa melodía tan singular.

El barquero que cruza el río
escucha la canción hechizado;
no mira ya los rocosos arrecifes,
sino que mira hacia lo alto.

Las profundas aguas pronto devoran
la nave de ese pobre barquero;
la canción de Lorelei ha hecho
de las espumosas olas su féretro.


Traducciones de E. Ehrendost.